Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Sobre la decencia

Como colofón a este artículo, el periodista considera «significativo que una oferta de decencia haya tenido que salir de la cárcel». Sobre decencia nos habla Alvarez-Solís, quien considera que la decencia es condición necesaria para la paz ya que en su opinión solo en el ámbito de esta «se puede hablar de igualdad, de razón, de entendimiento».

Sobre la decencia, concepto clave desamortizado por un gran Arnaldo Otegi para vivir la política en la dignidad personal y colectiva que sueña para los vascos, escribió ya un magnífico editorial GARA, pero sería bueno que insistamos en ello porque la decencia ha sido un término que hasta hace poco ha formado parte muy liviana de un vocabulario mundano e irrelevante, como lenguaje del simple insulto o del elogio huero y vano, y que, sin embargo, se alza ahora como argumento básico y profundo contra la frivolidad y el crimen de los «mercados». Todos los análisis, por complejos que sean, nos conducen al puerto final de la decencia o de la indecencia.

La decencia se ha convertido en la brújula imprescindible para seguir el camino revolucionario esencial sobre el que hemos de asentar el discurso que nos lleve al nuevo, honrado y necesario mundo, porque a ese mundo ya no pueden llevarnos ni la asolada economía capitalista ni las armas que salvaguardan a sus «mercados». La decencia –o su contradicción, la indecencia– es el punto de encuentro y de validez o de condenación masiva de las más diversas actividades físicas, políticas, morales o intelectuales que protagoniza el ser humano. En principio cabría agrupar todas esas actividades en dos grandes tipos de enjuiciamiento general: lo decente y lo indecente; la decencia como redentora idea-fuerza y la indecencia como sustancia venenosa. Lo que califica hoy a un político, a un dirigente social o a un conductor religioso es su decencia o su indecencia. Como ejemplo fundamental de este triaje de gran ángulo hay que subrayar que los sistemas sociales, políticos y culturales mueren, sin salvedad alguna y sin menester de grandes búsquedas, cuando prostituyen, y por tanto agotan, su reserva de decencia y se convierten en indecentes.

Mas, dada su amplitud conceptual, resulta absolutamente necesario aclarar con la mayor precisión posible en qué consiste verdaderamente la decencia –y su agujero negro, la indecencia– pues son conceptos muy abstractos y por tanto muy requeridos y falsificados por la condenable desidia con que se maneja el lenguaje.

La decencia ya no es un simple revestimiento exterior; una forma epidérmica de juzgar, un protocolo. No es tampoco únicamente un modo formal de expresión, sino una esencia determinante de lo humano y, por tanto, una sustancia radical que, como tal, ha de impregnar todas las ideas y comportamientos, incluso en el momento crítico de su contraste. Por el carácter difuso y multifacial al concebirlas, por la solemnidad con que son publicadas y manejadas, todas las ideas debieran ser verdaderas o decentes, o parecer serlo, al ofrecerse como intención generosa de servir al colectivo –y por tanto merecerían un impecable respeto–, dejando aparte su conveniencia o su inconveniencia histórica, que eso ha de medirse por su eficacia y aceptación por parte del sujeto o los sujetos a los cuales van encaminadas esas ideas. Sin embargo, de una primera observación se desprende ya de inicio, y creo que nítidamente, que la decencia no es habitualmente el valor social que se practique en nuestra era con espíritu comprometido sino un recurso que se agria rápidamente con la violencia o engaño en su mecánica, ya sea violencia primera o de agresión, o violencia derivada o de respuesta.

Digamos que la decencia debiera generar un pensamiento que actuase como sólido anticuerpo que evitase los procesos cancerígenos y no como un circunstancial quimioterápico al servicio tantas veces sesgado del poder. Hablamos, respecto al presente, de una decencia falsa, pervertida. La decencia verdadera ha de manifestarse con evidencia como madre del equilibrio humano tanto profundo como epidérmico. Ha de inyectar una constatable confianza en el entorno social. Ejercer con un trasfondo de religiosidad. No hablo de iglesias sino de religiosidad. Así se la distingue como un valor precioso.

La decencia es también una disposición ética sólida para proteger, buscar o «inventar» la mayor capacidad de integración o de cercanía para vivir y pensar, lo que genera la verdadera igualdad y libertad. Respecto a la libertad, añadamos que no nace de la ley y del respeto temeroso a la misma –ya que la ley puede representar, con no poca frecuencia, una perversión y un engaño; una herramienta de sumisión– sino de la decente grandeza personal para protagonizar como propia la creación de vida noble en todos sus aspectos. Al llegar aquí hay que ver como uno de los frutos espléndidos de la decencia –y en ese marco hay que inscribir buena parte de lo dicho por Otegi– que se procediese al uso honesto del diálogo cuando se debate algo de tan profunda emoción como es la petición de la independencia por parte de un pueblo que persigue ser él mismo, con plena capacidad para decidir en cada momento aquello que le complace o cree necesitar para desenvolver su existencia. Pueden acertar o no esos vascos en la consecución de la independencia, pero de eso ha de hablar la historia en su trascurso. Ese debate abierto y luminoso es lo que debe encararse desde la decencia, tanto en las formas como en su profundidad. La decencia ha de imperar en ese debate –limpio, claro, razonable y respetuoso– para que se pueda hablar de moverse en el seno de una auténtica libertad de una libertad decente, aunque no creo que pueda pensarse otro tipo de libertad.

La decencia es lo que exige la presencia noble del «otro» en el diálogo como forma de edificar y mantener sano lo colectivo, en que consiste la verdadera vida, ya que somos participación en el «todo» o acabamos siendo servidores de una jerarquía cuyos fines conllevan un final exhaustivo del sujeto. La decencia denota el respeto al medio en que nos movemos todos; conforma el nicho ecológico de la moral. Dice Foucault: «Hay que abandonar el modelo de un espacio piramidal trascendente (un espacio indecente N. P.) por el de un espacio inmanente hecho de segmentos». Yo incluyo la decencia en la edificación política, económica y espiritual de cercanía. Por eso defiendo los nacionalismos. Es muy difícil, si no imposible, pretender una decencia generalizada en un espacio como el de la globalización o los dilatados ámbitos del Estado capitalista. Desaparece el control del pueblo.

La decencia demanda un discurso y ejercicio templado de modos en el ámbito no solo del pensamiento sino de la comunicación del mismo, que así se torna un servicio a los demás. Comunicarse sin subterfugios indecentes impregna de creatividad el medio social, que en el fondo no pasa de constituir una red de información y enriquecimiento de los contenidos sociales. Sospecho, si recurro a la Piedra Rosseta de la imaginación, que la existencia humana comenzó a edificarse en el momento en que el bípedo se preguntó en su remoto y nebuloso interior acerca de lo indecente y lo decente, que esto último es lo único que retornará el alma humana cuando descartemos nuestra ciega admiración por los ingenios de múltiple y sospechoso uso que pretenden sustituir y destruir la sabiduría, que es el corazón. El bípedo creo que consideraría decente solo lo que abarcaba con la vista y la honda de cazador.

Resumamos: la decencia es la paz. Y solo en el ámbito de la paz se puede hablar de igualdad, de razón, de entendimiento. De dignidad. Si aceptamos que estas situaciones constituyen el verdadero humanismo ¿qué es lo que nos pasa en España? Es significativo que una oferta de decencia haya tenido que salir de la cárcel.

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