Antxon Lafont Mendizabal
Peatón y empresario

Transmisión de conocimientos

Un tema tan estructurante, en la arquitectura de nuestra soberanía, como el sistema de educación-enseñanza-formación parece incompleto si se limita a tratar solo uno de sus pilares, la educación.

Me atrevo a abordar sus semblantes «enseñanza-formación» contemplados desde una corta experiencia pero indeleble, como enseñante primero y formador después, durante mi último y lejano periodo de universitario, anterior a mi vida actual empresarial, que constituyó un observatorio privilegiado de las diferentes facetas que conforman la noción de formación-aprendizaje. Esta última fase del sistema tiene su aplicación en el reconocimiento de conceptos prácticos presentes en actividades empresariales, pero también en establecimientos variados e instituciones de estudios.

Si la educación ha sido desinteresadamente impulsada, la curiosidad deviene su fruto esencial. El ser que se ha educado es entonces capaz de pensar y conocer primero y de formarse después, dando precisamente forma a la «masa» informe y caótica del conocimiento inicial, es decir, descubriendo su verdadera enjundia. Aristóteles y Hegel desechan la noción de «formas» conocidas y pretendidamente eternas para abrir el paso a una nueva noción creativa, la de las «formas» en devenir y la de las nuevas «formas» generadas.

El paso de educación a formación transita por el depósito de materiales de construcción existentes, que es preciso enseñar incitando al enseñado a aplicar lo conocido y a curiosear de manera a descubrir el velo que cubre o a inventar lo hasta entonces desconocido, las nuevas nociones creativas. La enseñanza no se limita a ser una visita guiada del museo de lo conocido, su misión especial sigue siendo provocar el placer de la exploración.

La labor de transmisor del conocimiento exige el dominio de conceptos de comunicación entre seres humanos entre los que destacan la prudencia y el respeto. La ironía socrática («lo único que sé es que no sé nada») conduce al recato necesario a la transmisión honesta de un conocimiento. Para vencer esa paradoja socrática es por lo menos indispensable conocer el sentido de palabras que complican las duras tareas del enseñante y del formador.

En materia de formación convendría vivificar el concepto de aprendizaje vigoroso en los países de la cerveza y endeble en los países del vino, éstos muy dados al valor atribuido a los diplomas. La transmisión del conocimiento formador exige una optimización de la fase práctica de la enseñanza. La prudencia en esta materia es la regla ya que la diferencia de conocimiento en la puerta de acceso a la denominada vida activa puede generar injusticias difíciles, y a veces imposibles, de corregir.

El aprendizaje es la ocasión de reconocer el valor profesional de trabajadores que han adquirido durante su vida activa lo difícilmente transmisible sin trato directo como es el caso del «saber hacer». Esta etapa parece, por fin, ser respetada hasta el punto de poder ser objeto de internacionalización. En efecto, tuve la ocasión de constatar el interés de un parlamentario de la mayoría guipuzcoana actual en el establecimiento de intercambios «Erasmus» en materia de aprendizaje, con la intención de aplicarlo por diputaciones y gobiernos de la CAV y de Nafarroa, integrándolo en su estrategia de formación. Recientemente el Presidente de la República francesa propuso la realización de ese tipo de colaboración entre miembros de la UE.

No puede perdurar la curiosidad sin perseverancia. La noción solidaria de formación continua compromete socialmente a trabajadores y a empresarios y tendría que acompañar cada persona durante toda su vida tanto en los aspectos culturales de sus aspiraciones como en los aspectos mercantiles de sus pretensiones. Esa noción sería la ocasión de nivelar, situaciones de desequilibrio y por consiguiente de injusticias generadas por las diferencias sociales de posibilidades de acceso a formaciones de diferentes niveles. La formación continua es «continua». La formación por oportunidad no es una solución si se limita a ser una «oportunidad» de alcance y duración variables.

Si la igualdad es un timo retórico apto a discursos populistas, la sociedad debe exigir equidad, es decir, la total disponibilidad de acceso a procedimientos que garanticen oportunidades equilibradas de desarrollo personal.

Prácticamente el titular de una certificación de estudios elementales entraría en la vida activa con las mismas condiciones, salario y tipo de actividad, que el diplomado de la enseñanza superior. La formación continua del primero conseguiría reducir la diferencia de conocimiento teórico existente entre los dos casos citados. El primero no estaría condenado a realizar su vida profesional con el hándicap de entrada debido a múltiples causas que hayan generado su situación. El diplomado superior conocería el entorno de trabajo de colegas no formados como él. En esta lógica, no negociable, de formación continua, la consideración del valor formador del trabajador-maestro de aprendizaje ensalzaría situaciones de trabajadores cuya tarea pueda, a menudo, parecer anónima.

La contribución pública a las operaciones de acceso al conocimiento no debe ser únicamente financiera. Nuestra sociedad dispone de recursos humanos considerables. Los individuos que por razones de edad, o por otras causas, están en condiciones de transmitir un conocimiento deben realizar una misión que podría denominarse «Dakizuna zabaldu». Los servicios a la colectividad representan una obligación de «servicio social». Los jóvenes que tienen la posibilidad de integrase en el sistema de trabajo tienen otra aspiración que hacer un servicio social cuando son precisamente eso, jóvenes. Es al crepúsculo de una vida activa que el deber de transmitir lo conocido es imperativo. Según las posibilidades financieras del jubilado transmisor, su aportación sería estimada y podría ser totalmente benévola a partir de ciertos recursos. La contribución del jubilado competente a la colectividad solo puede ser complementaria y no amparar la tendencia a la reducción de puestos de trabajo de docentes en activo. Ese servicio sería presidido por una responsabilidad de solidaridad.

Desgraciadamente asistimos, a menudo, a designaciones de jubilados para cubrir puestos de responsabilidad, más social que real. Se pide a los elegidos que hagan pocas olas y en muchos casos que actúen como floreros. La mayoría de las veces esos cargos son espléndidamente retribuidos y se benefician de la puesta a disposición de ventajas como lo son coches oficiales con el respectivo chófer. Si la vida te ha sonreído, querido jubilado, devuelve a la sociedad, de la mejor y más noble manera posible, es decir, benévolamente, lo que mejor conozcas. Evidentemente convendrá determinar la manera de responder a ese cometido.

Esta proposición reviste la inseguridad de toda utopía que en este caso es realizable y muy a menudo realizada. Todos hemos conocido casos ejemplares, aunque aislados. Los que deseamos construir prácticamente nuestra soberanía tendremos que proponer soluciones basadas en la solidaridad reforzada más por una ética de convicción que por la enseñanza de la moral más oscurantista, la wertiano-espiscopal. En países vecinos se dispensan enseñanzas de moral laica. El sentido de responsabilidad así resentido permite el fructífero encuentro con la ética personal.

Si nuestra soberanía no se beneficia de iniciativas innovadoras ¿por qué estamos dispuestos a luchar por ella?

La arquitectura de nuestra soberanía pasa forzosamente por la solidez de los sustentos y en particular de su soporte básico, constituido por el sistema educación-enseñanza-formación.

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