Tú, sí, tú
Resulta posible cambiar el comportamiento de los demás si cambiamos nuestra actitud hacia ellos.
Aquellos de nuestros lectores que hayan visto “El paciente inglés” recordarán la escena en que el protagonista se enamora de un valle que descubre en su amante y decide colonizarlo con la palabra: «pediré al rey que esta maravilla se llame el Bósforo de Almasy». En realidad, ese hueco, esa vaguada que se nos forma bajo el cuello se conoce con el aséptico nombre de «escotadura supraesternal».
En “Monstruos S.A.” el entrañable Wazowski reprocha a su compañero que haya dado nombre a esa niña intrusa que ha puesto sus vidas patas arriba porque comprende que nombrándola, dándole una identidad, ya será imposible deshacerse de «Boo».
Apenas han pasado tres días de curso y me emociona que haya muchos alumnos que ya «nombran» con naturalidad a sus profesores y a sus compañeros y el esfuerzo a contrarreloj, las estrategias del profesorado para memorizar cuanto antes los nombres de más de cien adolescentes.
Sinceramente no se me ocurre en estos momentos tarea más urgente: todo lo demás puede esperar. Desde el primer día debemos nombrar a esos chavales: cada uno, también el docente, puede poner el suyo en un pin o una pegatina que les facilitemos; en un folio plegado sobre la mesa, como un presentador de teleberri... Porque el nombre es la primera puerta a la que tenemos que llamar delicadamente con los nudillos para llegar hasta ellos; necesitamos aprenderlos lo antes posible si queremos ganárnoslos y caldear el ambiente, frío, al ralentí aún, del grupo. Hay que pronunciarlos una y otra vez saltando de pupitre en pupitre hasta espontaneizarlos. Un «zu, bai, zu zeu», un «leiho ondoan dagoen neska», un «betaurrekoduna» esconde un mensaje subliminal terrible que a esos chavales no les pasa desapercibido: están esperando un gesto de acercamiento que no debería tardar en producirse, una prueba que les demuestre que, efectivamente, son singulares, únicos y que nos importan.
Como dice la mediadora Myriam Z. Albéniz, «infinitamente más importante que llamar a las cosas por su nombre es hacer lo propio con las personas».
Y los que nacimos en los sesenta lo entendemos aún mejor pues a nosotros en la escuela, nos «apellidaban». Nosotros mismos nos «apellidábamos»: «Ugalde, pasa el balón, Tellitu, déjame los deberes de mate».
Solo cuando regresábamos a casa recuperábamos el Carlos, el Pili o el Luisma. Nadie nos nombraba salvo parientes y parejas: es un dato muy elocuente sobre la relación que en aquella época se fomentaba consciente o inconscientemente en la escuela y que se reproducía en el ámbito laboral.
Pocas veces se comenta que Roosevelt basó sus triunfos electorales en Jim Farley, quien más tarde dirigiría el servicio de correos estadounidense y, durante treinta años, Coca Cola. Cuando se le preguntaba cuál había sido el secreto de sus éxitos solía responder: «recordar nombres»; según dice la Red –uno arriba o abajo– 50.000.
Detrás de todo esto hay un principio que ya enunció Dale Carnegie a principios del siglo pasado aunque enfocado más bien a la mercadotecnia y a la política: resulta posible cambiar el comportamiento de los demás si cambiamos nuestra actitud hacia ellos.
Tanto Carnegie como Farley fueron auténticos «influencers» en su época y, aunque se movían por intereses muy diferentes a los nuestros, nos señalan pilares básicos de las relaciones personales y de grupo que a los educadores no nos deberían pasar desapercibidos.
Nosotros buscamos algo muy diferente: el tejido afectivo, la sostenibilidad emocional del aula, ese bastidor del que hemos hablado aquí ya en varias ocasiones, y sin el cual nada de lo que intentamos enseñar tendría mucho sentido.