Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

«Una chabola en Bilbao»

Hay hombres que alcanzan el cielo de la celebridad y después se precipitan en el más cruel de los olvidos, o peor aún, terminan arrastrados por el fango del descrédito y la deshonra. Casi nadie recuerda ya a José Luis Martín Vigil a pesar de que escribió novelas juveniles de un éxito tumultuoso durante los años sin fin del franquismo. Los lectores se apretaban en las librerías con una devoción fanática y formaban largas colas alrededor de los edificios a la espera de una firma, una sonrisa, unas palabras de su héroe literario. A veces es difícil distinguir el límite entre el admirador y el feligrés. Mucho más en este caso: Martín Vigil era sacerdote.

Primero cayó en el olvido y después en la deshonra. Dice Antonio Muñoz Molina que nadie recuerda tampoco a José María Gironella a pesar de que sus libros se vendían como rosquillas glaseadas y lograban unas cifras con las que ningún novelista de nuestros días podría soñar. Ganó tanto dinero que salvó las cuentas de la editorial Planeta y hasta se construyó una casa con piscina en el Maresme. La vida da muchas vueltas y Gironella falleció con los mismos aprietos económicos que padecieron en su vejez otros autores como Gabriel Celaya o Rosa Chacel. Martín Vigil, por su parte, murió en uno de los distritos más ricos de Madrid. Sus problemas eran de otra naturaleza.

Durante muchos años, corrieron historias más bien difusas sobre lo que había ocurrido en aquel apartamento del barrio de Salamanca, historias de mancebos, manos largas y agentes de policía. Se sabía con certeza que Martín Vigil era un tipo refinado y ajeno a las ortodoxias católicas. Se conocían también sus preferencias carnales, pero solo ahora, tras una información de "El País", han comenzado a salir los testimonios a borbotones. La Compañía de Jesús ha admitido que en los años cincuenta recibió dos denuncias por abuso de menores en Salamanca e invitó a Martín Vigil a que abandonara la orden. No se dirigieron a las autoridades ni hubo consecuencias penales.

El escritor continuó su labor pastoral en Oviedo, donde se contaron otras dos quejas, hasta que en los años sesenta lo desviaron a Bilbao. «Me sentaba en sus rodillas y me hacía tocamientos», recuerda un vecino de Salamanca que ahora tiene 78 años. «Me decía que no lo comentara con nadie porque los adultos no iban a entender lo nuestro», recuerda una vecina de Madrid que ahora tiene 53 años. Lo más prudente suele ser escuchar a los denunciantes sin aventurar juicios ni condenas prematuras, pero ha pasado el tiempo, se han amontonado los indicios, y cada vez es más difícil saber dónde termina la prudencia y dónde empieza el encubrimiento.

Estos días he vuelto a despegar las páginas de "Una chabola en Bilbao", la novela de Martín Vigil que retrata aquella urbe fabril y cenicienta de los años cincuenta y sesenta, una ciudad rodeada por casetas de chapa y uralita, infravivienda encaramada en las laderas de las montañas. En el poblado ficticio de Aretamendi crecen las flores y la mugre. Las ruinas pestilentes de la periferia comparten paisaje con el lujo sin pudor de los bancos y las navieras. El evangelio no explica ni remedia, dice el protagonista del relato, que Aretamendi y Neguri formen parte del mismo mundo. «Yo sería anarquista. Pondría bombas. Gritaría en las iglesias, en las misas tardías de domingo».

Han volado los años y Bilbao ya no es el mismo. No es igual la literatura ni el anarquismo y también la Iglesia vasca ha experimentado algunas mutaciones. Hace ya casi dos años, cuando Joseba Segura se convirtió en el último obispo de Bilbao, algo hacía presagiar que veríamos nuevos cambios. Hubo tiempos en que los prelados vascos cargaron con la ira de los poderes madrileñocéntricos. Habrá quien recuerde a Antonio Añoveros, el obispo de Bilbao que desafió el cartoné del franquismo con una homilía por la liberación de los pueblos. Y qué decir de José María Setién, obispo de Donostia, acusado por la prensa rojigualda de complicidades terroristas.

A Joseba Segura lo conocí hace varios años. Me pareció una persona afable, de conversación sagaz, y no había nada en él que me hiciera recordar a la idea que yo tenía de un obispo. Estuvimos hablando, entre otras cosas, del papel que habían desempeñado algunos sectores de la Iglesia en desatascar las conversaciones vascas de paz. Aquel día, de hecho, íbamos a encontrarnos también con Alec Reid, el sacerdote irlandés que auspició los Acuerdos de Viernes Santo. No pudo ser. Reid falleció poco después y siempre se me quedó en el tintero la curiosidad y la pena. Supongo que aquel encuentro lo había urdido Josu López Villalba, que por entonces era el cura de Karrantza.

Allá por 2001, Josu se plantó en nuestro pueblo con una alegría festiva y avasalladora. Recuerdo el día en que nos conocimos. Me pareció un Papá Noel de risa escandalosa y abrazos formidables. Yo había escrito un artículo de ardor adolescente sobre las huelgas industriales de Enkarterri y él no pudo contener el entusiasmo de sus simpatías proletarias. Siempre vio el cristianismo bajo el prisma insumiso de la justicia social y yo terminé por imaginarme a Jesucristo enrocado tras una barricada. El pasado enero le rindieron homenaje en Karrantza. «Aquí fui feliz», dijo al público. «¿Qué os voy a contar que no sepáis? Que visitó el valle dos veces la secretaria personal de Lula».

Hace ya más de un mes, los informativos de ETB abrieron con la noticia. En Bilbao, en la Catedral de Santiago, se había celebrado un acto inédito de desagravio por las víctimas de abusos sexuales. Vimos a Joseba Segura, que pedía perdón en nombre de la Diócesis de Bilbao y llamaba a desvelar todos los casos que han quedado ocultos. «Han sido de los nuestros y así lo reconocemos». El acto, dijo la televisión, ha estado acompañado por un sacerdote que fue víctima de abusos. Y entonces reconocimos a lo lejos la barba blanca de Josu López Villalba, la mirada diáfana, y casi pudimos escuchar tras la pantalla su risa estrepitosa de gigante.

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