Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Una sociedad armada

«¡Oé, oé, a por ellos; hagamos con su piel nuestro hábito inconsútil!». España será grande mientras Viriato y Curro Jiménez sean la referencia de los españoles.

Nada encapota tanto el futuro de España como esa frase del señor Rajoy sobre su determinación de mantener la política antiterrorista refiriéndose evidentemente a la autodisolución de ETA, que ha sido acompañada además por un reconocimiento del dolor producido. ¿Por qué no admitir con esperanza y aún satisfacción esa voluntad de la organización armada vasca de desaparecer de la historia española? Tengo el íntimo convencimiento de que mantener activo ese espíritu de represión de algo que ya no existe viene a justificar una política cargada a su vez de distintas represiones respecto a la ciudadanía en general. Lo expresó tajantemente el señor González cuando justificó los terribles desagües del Estado. Esa es la política sempiterna de la derecha española. Lo dicho por Rajoy tiene una dimensión temible y contaminante respecto a su entorno y le genera impotencia para gobernar serenamente. El señor Rajoy vive angustiado y necesita una diana en que polarizar esa angustia que le produce su impotencia para dominar los problemas cotidianos. Este tipo de comportamiento ha llegado a generar un español inespecíficamente temeroso y habituado a vivir en un Estado armado que le proteja de sus numerosos fantasmas y eso demanda la existencia de un enemigo fantasmal que dé sentido a su furor permanente. Nadie o casi nadie ha llegado a la conclusión de que su enemigo es él mismo.

Un Estado que legisla siempre, salvo los dos periodos republicanos, especialmente el de la segunda República, como si cada uno de sus ciudadanos hubiera de resignarse a ser vigilado permanentemente, so pretexto de protección, y a vivir por ello en una situación excepcional que exige un patriotismo marcial que arrumba toda civilidad, es un Estado fallido. Madrid, el Madrid que colorea a lo más típicamente español, se mantiene fomentando la convicción popular de que la mayoría de sus gobiernos mantiene con un generoso y duro patriotismo una protección pública a cualquier precio, ya sea social, económica, política o jurídica. Es necesario, pues, que ETA siga existiendo como sea. Esa derecha que procede de forma tan menospreciante de toda razón y justicia, con decidida y descarada violencia, ya está buscando otro Franco, cuya vigorosa presencia restablezca un caudillaje que, como tal, se alza sobre una vaciedad ideológica convertida en virtud política. Esto que digo resulta patente en el crecimiento de algo tan decididamente autoritario como «Ciudadanos», cuya doctrina consiste en no tener ideología sino en proceder con un ejercicio de gobierno basado en la «realidad». Esto es, en una práctica de la democracia «interpretada», incluso con toda suerte de habituales corrupciones: corrupción política –España ocupa el segundo lugar en Europa–, corrupción moral y corrupción económica. Vuelven los días, o están volviendo, de resurrección de los grandes discursos del Dictador en la Plaza de Oriente con multitudes que gritaban desaforademente ante el ídolo aquello tan significativo de «¡Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos!». ¿Es así o no es así, señor Rivera, el hombre que no piensa a fin de instalarse en la Moncloa?

La decisión de volver a la vida uniformada, exterior o interiormente, exige, en consecuencia, un reverdecimiento de la irrisoria calidad política que siempre ha caracterizado a una España basada en un sistema colonial que ahora, tras tanto desastre, está reducido al control de Catalunya y Euskadi bajo acusaciones de rebelión, violencia, sedición, odio y otras figuras delictivas urgentemente afrontadas con leyes circunstanciales firmadas por neodictadores recamados por un institucionalismo podrido y un democratismo irrisorio. Como hizo cínicamente Franco, cuyo terrorismo hemos olvidado en pro de la concordia y atendiendo a lejanía en el tiempo que, en este caso sí, es prudentemente atendible en servicio de la paz y la cordura.

Lo que más espanta en este panorama es que la iglesia española se enfrente al episcopado vasco por la postura evangélica de esos cinco obispos vascos que pisando con adaptable calzado de deporte han expresado su esperanza ante la clausura de un triste periodo de violencia y muerte. Y digo que es lo que más me espanta porque recuerda la Carta colectiva del episcopado español de adhesión a la «Cruzada» del Genocida, alegando la necesaria defensa de la católica España. España fue declarada oficialmente santa y agredida en su santidad, tras lo cual se procedió a la brutal poda de «rebeldes». ¿Rebeldes?

Cuando el señor Rajoy habló de la defensa de la democracia en España, legando la «falsa» decisión de ETA, me pareció escuchar las trompetas del cinismo, sopladas por el españolismo de sus partidos políticos, que llaman a una inextinguible lucha contra dos naciones peninsulares que aspiran a una elemental cosa, manifestada prudentemente una y otra vez: la libertad de ser para convertir su innegable singularidad en vida regular y propia ¿Se puede definir esto como rebeldía, violencia, traición, palabras solemnes para una inicua solemnidad? ¿Pueden hablar dignamente los vascos de su dignidad cuando ETA sigue ahí, al parecer, aunque haya mostrado arrepentimiento por el mal causado y procedido a su disolución?

Yo no hablo de todo esto como «separatista» sino como razonable ciudadano que respeta el derecho de otras ciudadanías, como en este caso cabe decir de catalanes y vascos. Aplaudí la libertad de la India, de los pueblos eslavos, de Irlanda, de Noruega, de Polonia, de una serie de naciones árabes y me pareció siempre que era una vía justa recurrir a los referendos que traten de situar estas cuestiones sobre el carril de la razón y de la libertad de pensamiento. Creo que es miserable acudir al argumento del terrorismo de perpetuación, o sea, inextinguible, cuando las armas han sido abatidas. Soy cristiano y me debo a mi cristianismo; soy demócrata y me debo a mi esperanza democrática; soy revolucionario y creo en la resistencia pública y pacífica –sí, pacífica, señor Larena– de los hombres y los pueblos que se creen reprimidos; quiero ser justo y no puedo en consecuencia acallar mi pensamiento; soy pacífico y aprecio toda paz, aunque tenga la forma de un simple armisticio. Muchas veces he proclamado que el ser humano debe estar por encima de las leyes porque me guía el convencimiento de que el hombre no ha sido hecho para el sábado. Quien opine lo contrario consulte a su alma sobre su estado de salud moral y el merecimiento del aprecio honrado con que dice proceder.

Lo que denuncio con toda la energía que haya en mí es el rencor que trasuda el impotente Gobierno español y sus órganos de comunicación. Leo en "El País", había de ser él, que "ETA nos engaña" y añade a su titular esta frase ramplona y oronda de primitivismo: «La democracia no debe permitir a la banda su historia criminal». ¡Terrible! Un periódico que blasona de su agnosticismo reclama un Dios veterotestamentario que hunda en los infiernos eternos a quienes intentan nada menos que lavar su historia. ¡No vale el arrepentimiento, no vale la paz, no vale el propósito de enmienda hecho en confesión pública! «¡Oé, oé, a por ellos; hagamos con su piel nuestro hábito inconsútil!». España será grande mientras Viriato y Curro Jiménez sean la referencia de los españoles.

Todo esto me entristece porque por nacimiento estoy amarrado al palo mayor de España, que grita en cubierta esta frase de "El País": «ETA fue derrotada por las fuerzas de seguridad del Estado, no hubo mediación internacional de ningún tipo para precipitar su fin». Simplemente, les pudimos, les derrotamos. España es grande con su guardia civil, sus jueces y sus prisiones. Con su ira veterotestamentaria rezada en la Moncloa.

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