Iñaki Egaña
Historiador

Utopía para frenar el colapso

Las elecciones que se celebran hoy domingo en los Estados francés y español, junto a las de otros 25 que componen la Unión Europea, han azuzado el fantasma del ascenso de la ultraderecha, del retorno a tiempos pasados previos a la Guerra Fría. La coyuntura destaca en un medio acuciado por nuevas tendencias, provocadas en gran medida por la vorágine de un neoliberalismo de corte extractivo contagiado en el Viejo Continente por los valores tradicionales del capitalismo, la explotación extrema de recursos y personas, la militarización de la sociedad y el negacionismo de la existencia de clases.

La parodia del «Gran Remplazo» ha concurrido para sazonar el magma existente y recuperar el viejo axioma de la «construcción del enemigo». Enfocados los hostiles (migrantes, ecologistas, feministas, nacionalistas de naciones sin Estado, sindicalistas...), las elites económicas se han echado a sus espaldas a los sectores ciudadanos que son carne de cañón de la información difundida por el establishment, los bots y las fake de las redes sociales, con el apoyo de una casta judicial, llegado el caso, que funciona como parapeto de los intereses más espurios.

Este progreso de los sectores ultras no surge de la nada, sino más bien de la radicalización de los grupos conservadores europeos que, durante décadas, y tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso de la socialdemocracia y el comunismo, adoptaron medidas inéditas hasta entonces en el panorama social. De avalar el esclavismo y la brecha de género a promover la protección social, compartiendo, por otro lado, las políticas coloniales e imperiales con una izquierda que una vez fue hegemónica.

Hoy, diversos analistas sugieren la fantasía de recuperar a esa «derecha democrática» para instalar un muro de contención frente a la ultraderecha neofascista. Una especie de «Frente Democrático» para recuperar las esencias del bipartidismo clásico y la línea de entendimiento que, por ejemplo, mantuvo la Transición (reforma) española. Pero la idea es como pedir peras al olmo. Le Pen, Orbán, Wilders, Abascal, Meloni... son los hijos legítimos de Aznar, Chirac, Thatcher, Berlusconi, Sunak o Merkel. Y si me apuran, visto lo visto, de Tony Blair y Felipe González. Hoy, Ursula von der Leyen, la hasta ahora presidenta de la Comisión Europea, anuncia una futura confluencia de las derechas. Pertenecen a la misma familia política.

Lo paradójico del momento reside en que prácticamente toda la izquierda europea anuncia su campaña como dique de contención ante los ascensos previstos de la ultraderecha en Hungría, Países Bajos, Alemania, Francia, Italia, Suecia, Estonia, Finlandia... Una izquierda que ya en 2015 dejó en soledad al Gobierno de Alexis Tsipras, desoyendo, por cierto, la voluntad popular expresada en referéndum contra el chantaje de Bruselas. Cortaron la hierba, asimismo, a las expresiones más cercanas a la ciudadanía, como Jeremy Corbyn, Jean-Luc Mélenchon o Yanis Varoufakis (con todos los peros que quieran), enrocándose en salvar sus muebles y esa zona de confort que conllevaba desde la aceptación de la OTAN, hasta el mantenimiento de un mundo unipolar, pasando por la conformidad y defensa del modelo de «Estado-nación». La deriva de los verdes alemanes es el paradigma de esta tendencia. El cainismo entre los herederos del 15M español, otro signo. Las corrientes nostálgicas que recorren Europa y que reivindican como peana el "18 de brumario de Luis Bonaparte" de Marx se orientan en la autocomplacencia.

Por otro lado, los supuestamente moderados, los restos de la internacional cristiano-demócrata, han ido deslizándose hacia una derecha pura y dura. Sus posiciones intransigentes contra el aborto o el matrimonio homosexual, su defensa numantina de lo nuclear, etc., fueron modificadas por el influjo de una izquierda colorida y firme, para aprovechar posteriormente la ola conservadora y vender el patrimonio local a los verdaderos amos del planeta, los emporios trasnacionales, privatizando lo público y asentándose en el autoritarismo más reaccionario surgido del 11S (la última, con la aplicación de la ley mordaza, en la cercanía, a un grupo de jóvenes, con multas estratosféricas). Caldo de cultivo, también, para el ascenso ideológico conservador y la desaparición de la alteridad como juego político.

Aun así, Europa se manifiesta también a través de islas, no tanto geográficas, sino políticas. Euskal Herria, su comunidad, es una de ellas. Gran parte de las izquierdas europeas se han visto debilitadas por varias cuestiones. La primera, quizás, esa incapacidad de separar el trigo de la paja, lo principal de lo secundario. La imposibilidad de conjuntar una candidatura progresista frente a Macron en las últimas presidenciales francesas, fue un ejemplo. Primaba más la confección de los menús para veganos en las escuelas que el hecho mismo de enfrentar al vocero de la patronal. La segunda −seguro que hay decenas de interpelaciones, entre ellas una gigantesca derrota cultural generalizada− es el hecho nacional. Jamás han entendido esas izquierdas transformadoras que el cambio únicamente puede venir desde las izquierdas soberanistas y republicanas. Los imperios no desaparecieron, tampoco los europeos. El hecho colonial se repite en 2024 en Nueva Caledonia, como antaño.

La singularidad vasca tampoco ha surgido de la nada. Contra viento y marea logró mantener raíces en un medio atravesado por centenares de iniciativas que, en esta posmodernidad, se desprecian en el trabajo político. Y logró modificar el camino de sus adversarios. Un punto para la autoestima. El muro de contención es necesario. Pero los discursos no lo son todo. El trabajo diario es el que allana el futuro. Si algo nos caracteriza es lo cansinos que somos en nuestras reivindicaciones. Ya lo dijo en 1994, Jon Idigoras en Madrid: «cada vez estamos más convencidos de la necesidad de romper amarras y de reclamar nuestra soberanía política». Y Bruselas nos espera en esta nueva cita.

Recherche