Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Volver a la vida

Marce Monroy, in memoriam.

Hace poco más de una semana perdí a mi madre, de una manera abrupta, pero, quizás, de la manera que quisiéramos irnos todas, sin un sufrimiento prolongado. Yo no pude despedirme como hubiese querido, aunque pude decirle, mientras estaba en coma, lo que ella siempre me decía cuando se despedía por teléfono, «hija, te queremos mucho», una frase en la que involucraba a mi padre y que hacía la despedida mucho más tierna. Yo pude decirle «ama, te queremos mucho», en un reconocimiento que involucraba a todo mi mundo afectivo porque, de alguna manera, las personas que nos quieren (bien) saben unirse a todos nuestros vínculos afectivos para querer a través de nosotras a cada persona a la que queremos, extendiendo el amor con una generosidad que le es propia, por mucho que nos cuenten que el amor «solo importa a dos».

El vínculo madre-hija me parece uno de los más complejos que existen. Hace tiempo, una amiga me confesaba que para ella era más difícil ser hija que ser madre. Tengo mis dudas. Nuestra cultura patriarcal ensalza la figura de madre como un ser que debe de renunciar a sí misma para darlo todo por los hijos e hijas con una exigencia entroncada al fracaso, porque la renuncia nunca es suficiente.

Mi madre tuvo una vida muy difícil. Con 7 años empezó a trabajar en el campo y con 11 años se vino desde el Jerte a Bilbao para «servir». Tuvo 7 hijos e hijas y unas manos pequeñitas pero llenas de arte, con las que hacía, entre otras muchas cosas, bizcochos, rosquillas y galletas para mis viajes internacionales. Me ha alimentado y nos ha alimentado a muchas feministas. Ha sido uno de mis cuidados principales en los últimos años y eso ha ayudado a que estuviera más presente aún en mi cotidiano. Ahora, me resulta difícil pensar que se pueda volver a la vida, a lo cotidiano, así, sin más. No sé cómo se puede volver a las rutinas, a la vida con una ausencia que tú sientes, pero que no es visible para nadie que no forme parte de tu círculo más cercano. Ni para esa dependienta que te sonríe sin saber que tú estás quebrada por dentro y que el acto de comprar unas gafas no es para que el sol no te ciegue, sino para que tu dolor sea un poco más tuyo, menos visible para cualquier desconocido que se cruce contigo en la calle. Como si fuera obsceno exponer el dolor. Absurdo, porque sabemos que una de las cosas que nos salva, nos reconforta y nos repara es compartir el dolor. Tendemos a mantener un secretismo sobre la muerte y sobre el dolor que nos genera que, cuando llega el momento de enfrentar lo inevitable, no sabemos cómo hacerlo. Parece insólito, a estas alturas, que lo básico sea lo excepcional, que parte de lo que nos mantiene íntegras en nuestra humanidad como es la empatía compasiva por el dolor de la muerte sea tan esquiva, tan difícil de expresar e incluso, a veces, ausente. Nadie puede llorar en soledad absoluta para sanar y, sin embargo, necesitamos un espacio propio donde condensar las lágrimas para poder despedirnos íntimamente, y ubicar la ausencia en un lugar más calmado al que poder volver sin la angustia del impacto inicial. Aun así, igual que el amor que sentimos se extiende hacia todos nuestros amores, el dolor de cada lágrima se extiende a ese universo afectivo que nos sabe acompañar porque el dolor nunca es «solo nuestro». El duelo no puede ser propiedad de nadie, porque las personas no pertenecemos a nadie.

Una vez, una amiga me contaba que «quien bebe tus lágrimas, queda unida a ti para siempre». En estos días muchas compañeras han bebido mis lágrimas. Quiero agradecerles su acompañamiento sin el que no podría despedirme de mi madre con la ternura que ahora siento porque la rabia, el dolor del final, se hubieran apoderado de mí, agrandando el monstruo de la ausencia. Mi madre nació un 20 de agosto y murió el mismo día, un 20 de agosto, tras 82 años de la vida compleja de muchas de las mujeres de un suroeste peninsular que alargaron el tiempo de postguerra, sin infancia ni adolescencia. Ella solía decir que había nacido a destiempo, consciente de que las posibilidades de elección para las mujeres, en muy poco tiempo, se habían ampliado de una manera que a ella, en su propia vida, solo llegó a rozarle.

Ahora toca volver a la vida sin la persona que me dio la vida. Sé que la única forma de volver es pudiendo aceptar que ella ya no está, que ya no habrá despedida de teléfono, ni sus manos nutriéndome/nos, ni las «palabras encadenadas» que era el juego con el que se tronchaba porque siempre nos ganaba a mi padre y a mí. Ahora me toca continuar encadenando palabras para ella porque es la manera, pese a todo y con todo, de seguir diciendo «amatxu, te quiero mucho» y ya está, porque el amor no tiene fecha de caducidad, no tiene muerte, solo se transforma, como la energía.

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