Quienes en el conflicto vasco no tenían una ética de guerra difícilmente la tendrán de paz

Se puede decir con razón que la guerra es de por sí inmoral, pero ese principio idealista tiene limitaciones claras para afrontar los conflictos políticos. La historia de la humanidad está condicionada por todo tipo de guerras, de las que el genocidio que tiene lugar en Palestina a manos de Israel es la última y, a excepción de las dos guerras mundiales, sin duda la más salvaje de la época contemporánea.

Precisamente por ello, es importante tener conciencia del lugar que ocupa cada cual en el mundo, sin margen para hacer el ridículo. No obstante, la dimensión armada del conflicto vasco es muy importante para entender la situación política y para avanzar en aras a un escenario de igualdad, justicia y paz. Por supuesto, es vital para quienes han sufrido la violencia política en sus carnes o en las de sus allegados.

Las víctimas merecen un respeto que no siempre ha sido norma. Es indispensable denunciar que, así como las víctimas de las organizaciones armadas vascas no tuvieron apoyo social pero sí institucional, las víctimas de la violencia estatal han gozado de apoyo popular pero han sido ninguneadas y revictimizadas por las instituciones y por algunos medios de comunicación.

Eso ha empezado a cambiar un poco. Así hay que entender, por ejemplo, los informes oficiales que han demostrado que al menos 6.000 personas fueron torturadas, un número inaudito para la población y el contexto geopolítico vascos. Eso sí, que esos datos no constituyan un escándalo político da la medida de las responsabilidades que se ocultan tras esa realidad.

Sin bien la justicia española sigue sin procesar esos crímenes de lesa humanidad, así como las ejecuciones extrajudiciales y otro tipo de violaciones de derechos humanos, poco a poco se está avanzando en la verdad y el reconocimiento de esas víctimas. En todo caso, las garantías de no repetición están ligadas a una justicia que en el caso de los policías españoles y de sus responsables políticos nunca llega.

Por las torturas, por lo trágico del caso, por las mentiras y por la impunidad, el caso de Mikel Zabalza es revelador como pocos. Como lo es que el simple acto de que el Ayuntamiento de Donostia coloque una placa delante del cuartel en el que murió torturado se quiera convertir, este sí, en escándalo. Que los lobbies de víctimas de ETA ejerzan presión sobre los representantes vascos para que no se denuncie lo que la Guardia Civil ha hecho en Euskal Herria es infame. Demandan un respeto y una empatía que no ejercen. Ser víctimas no da derecho a ser despiadadas y desvergonzadas.

La Guardia Civil ha demostrado en Euskal Herria su faceta operativa con perseverancia y barbaridad. Violentamente, con nocturnidad, con muchos medios y un apoyo ciego de las instituciones, con una legislación hecha a la medida de su bestialidad, han azuzado el terror entre la ciudadanía vasca. La impunidad que le han garantizado los poderes españoles, desde el judicial hasta el ejecutivo, ha distorsionado su balance militar, político y moral. El final ordenado y razonado de ETA ha hecho esa falta de una ética de guerra más sonrojante. De ahí proviene su indignación impostada.

Como institución militar, debería tener una ética más ejemplar, aclarar su papel en el conflicto, quizás no entregar a quienes cometieron esos delitos, pero sí retirarles los premios y, siquiera colectivamente, asumir que torturaron y mataron a militantes y civiles, que dieron y asumieron órdenes para ello, y que son conscientes del daño causado. Si no lo hace ese Cuerpo, lo debería hacer el Gobierno español.

Plantear algo así es casi tan idealista como la paz mundial, pero no por eso hay que dejar de demandarlo. De igual manera que aceptar que la placa en memoria de Mikel Zabalza es un alivio y un avance no evita que la mera existencia del cuartel de Intxaurrondo sea un retraso para la convivencia y una ofensa real para los valores democráticos de la sociedad vasca.

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