Lo hizo durante la segunda jornada del Campeonato del Mundo de Atletismo y en un escenario legendario, el Estadio Olímpico de Berlín, para elevar definitivamente su nombre a la altura de otra leyenda, Jesse Owens, el atleta que en el mismo lugar se colgó cuatro oros ante el mismísimo Hitler.
Sobre la moqueta azul de un estadio reformado, el jamaicano voló a 37,6 km/h de promedio, 45 km/h en la fase de mayor velocidad, y consiguió dar el mayor mordisco de siempre en los 100 metros al rebajar en 11 centésimas su anterior registro, unos 9.69 que él mismo había establecido un año antes en Beijing durante los Juegos Olímpicos de 2008.
Bolt no solo destrozó en Berlín los récords de las disciplinas de velocidad pura sin contemplaciones –en 200 metros firmó otros magníficos 19.19–, también rompió moldes. Desde su irrupción en la élite, sin quererlo, cuestionó gran parte de la parafernalia que hasta entonces acompañaba a estas pruebas.
La primera vez que el portento jamaicano se adueñó de la plusmarca del hectómetro fue en Nueva York. Aquel 31 de mayo de 2008 llovía a chuzos, hacía frío, pero, en condiciones adversas para los velocistas, Bolt estableció 9.72 prácticamente sin cámaras que inmortalizaran la gesta. Ese fue su salto a la fama, a partir de entonces se convirtió en uno de los pocos atletas capaz de acaparar focos y portadas y, algo más difícil, subir las audiencias de un deporte necesitado de gente como él.
Tampoco su físico era el habitual. Con 1,95 de altura, 'El Rayo' contrastaba con el tradicional sprinter bajito y ultramusculado. Su altura le castigaba en los tacos de salida a la hora de incorporarse, pero una vez en pie su portentosa zancada hacía el resto. En cuestiones alimentarias iba a su aire. Alardeaba de inflarse a comer nuggets de pollo –un producto que horroriza a los dietistas–.
Su leyenda iba creciendo a la par que sus títulos e ingresos, aunque siempre se mantuvo fiel a Puma, que le mimó como a nadie. Bolt juntaba en su persona su pasión por la música, el baile y la fiesta con sus inmensas demostraciones atléticas. No solo los récords convierten en estrellas a sus propietarios, el carisma cuenta.
Era el rey de las pistas: las del estadio y las de la discoteca. Elegante en la victoria y en la derrota, pocas pero alguna hubo, caía bien porque con sus carreras asombraba y con sus celebraciones divertía, y hasta sus rivales se rendían sonrientes a la evidencia. Berlín fue el cenit. Considerado el mejor velocista de todos los tiempos, entre otros galardones fue «Atleta del año de la IAAF» en seis temporadas y Premio Laureus en otras dos, y eso que odiaba entrenar.