Iñaki Egaña
Historiador

Conquistas

Corría el año 1967 cuando en aquel acontecimiento que debería consagrar al campeón «mundial» de bertsolaris, el jurado anunció los nombres de los dos finalistas: Xalbador, de Urepel, y Uztapide, de Zestoa. Abucheos. Un «francés» se había colado en la disputa. El público del frontón de Anoeta animó a Uztapide frente al «extranjero». Y cuando Xalbador comenzó sus bertsos, los pitidos arreciaron. Ganó Uztapide. Unas décadas más tarde, en 2009, Maialen Lujanbio se ponía la txapela en Barakaldo. Mujer en un escenario antaño de «maketos». Entre los finalistas, dos bertsolaris de Ipar Euskal Herria, Sustrai Colina y Amets Arzallus. Y Joxe Agirre, finalista en 1959, le puso la txapela a Lujambio. Muchas transformaciones en cuatro décadas. Tan profundas que en ocasiones, a la velocidad que corren los tiempos, apenas las percibimos.

En una pelea tan enconada como la que hemos sufrido en las últimas décadas, a veces perdemos la perspectiva del cómo estábamos, y de cómo han llegado a la vida las nuevas generaciones. Y ello conduce a numerosas reacciones emotivas, como la nostalgia, la añoranza, el desasosiego por no haber alcanzado el Palacio de Invierno... todas ellas regadas de una falta de autoestima individual que a veces se traslada a lo colectivo. Una tarea es la búsqueda de la utopía y otra su plasmación inmediata a través de las alternativas clásicas, desde las electorales hasta la revolución.

La militancia prolongada nos ha convertido en «gramscianos», acumulando hegemonías. Y, en esa línea, deberíamos apreciar los logros obtenidos en estas décadas, que son muchos, no solo los adjudicados directamente al movimiento transformador, sino también al modificar las posiciones de los adversarios políticos, incluso de los enemigos. La sociedad vasca actual se posiciona en valores bien distintos a aquellos que llevaron al público de Anoeta a abuchear a Xalbador. Y es muy probable que un joven de aquella década de 1960 no se reconociera en otro de la de 2020, aunque ambos procedieran del mismo entorno territorial. Y no tanto por la modernización técnica y social del medio, que la ha habido, sino por esos avances pre y políticos de entonces, que también los hubo gracias a numerosas iniciativas pioneras (marcianas para parte de la sociedad de entonces), sino por las conquistas populares que avanzaron en la metamorfosis.

Y esos avances no son imputables a estructuras políticas y sociales determinadas. Porque se puede atinar en el diagnóstico, suceso que se repite indefinidamente desde que somos capaces de trasladar nuestras ideas al papel. Pero sin un músculo comunitario que soporte el juicio, la determinación se queda reducida a una sopa primordial, agua de borrajas. Los ejemplos se dispersan por el planeta, en particular por este Occidente ajado que, al abrir la prensa diaria, parece definitivamente marchito. La clave, aunque parezca una pedantería, es científica. Mientras no exista una confirmación empírica, las hipótesis no tienen más recorrido que el de la suposición. Y todo es susceptible de conjetura.

La cuestión fundamental se revela en la «contaminación» que esos proyectos transformadores son capaces de generar en el conjunto de la comunidad, o de las comunidades. Y en esa faceta, la izquierda abertzale tuvo y tiene mucha capacidad de contagio. Esa ha sido y fue su fortaleza. Convirtiendo muchas de sus propuestas en hechos consumados, modificando la estrategia del entorno y creando bases sólidas para ser, en definitiva, como es la sociedad vasca en la actualidad. Hoy, el catalogar de «extranjero» a Xalbador es un anacronismo. Por vez primera − déjenme decir en siglos−, la comunidad vasca del siglo XXI acoge un territorio que no se llama Vasconia, Euzkadi, o Región Vasconavarra, sino Euskal Herria, donde sus siete territorios modelan un proyecto nacional de manera natural. A comienzos del XXI, el PNV arrimó a su dirección a un delegado de Ipar Euskal Herria, más de un siglo después de su nacimiento. El llamado Plan Ibarretxe (2003), incorporaba dos conceptos que no eran de su cosecha (territorialidad para un «pueblo de Europa con identidad propia» y derecho de autodeterminación). Contaminaciones ambas surgidas externamente.

Cuando la educación de nuestros bisabuelos era machacada con un anillo que pasaba de mano en mano de los euskaldunes, la reversión obligó a los historiadores foráneos a borrarla de la historia. Un movimiento ingente, inédito en Europa, organizó de la nada la malla de ikastolas, decenas de miles de vecinos crearon redes vehiculares de las que llegaron a brotar comunidades euskaldunes allá donde habían desaparecido doscientos años antes. La educación y la recuperación de la lengua llevó a la criminalización de AEK no hace mucho, mientras que hoy, la Korrika, organizada por los continuadores de los antiguos «delincuentes», ha sido la más numerosa y transversal de la historia.

Votamos mayoritariamente contra la OTAN, en un entorno atlantista. Tumbamos el servicio militar, vigente desde el siglo XIX y en cupo desde el XVI. Pero para ello, mil insumisos vascos pasaron por prisión. Tejimos redes de solidaridad con los presos, ya desde el franquismo, de acogida con los migrantes en la actualidad, mientras en Europa triunfa la xenofobia, nos movilizamos contra la energía nuclear masivamente a pesar también de un entorno nuclear asfixiante y logramos parar el monstruo. Las mayores movilizaciones del 8 de Marzo se dan en nuestro territorio, modificando apreciaciones medievales y en la recuperación de la llamada Memoria Histórica fuimos pioneros, desde 2004, incluso en exhumaciones, contrastando con esas políticas que niegan en otros lugares. Y en los detalles, que son miles, desde la economía circular a nominar a nuestros muertos, propios o ajenos (incluidos los del paso de esa muga impuesta) somos también excepción. Grandes o pequeñas, son determinaciones de una comunidad que quiere avanzar. Con luces cortas y largas, pero siempre con objetivos.

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