Estamos en el despacho de un juez instructor en Madrid. Es 1979 y Miguel Castells, abogado y a la sazón senador de Herri Batasuna, presta declaración por el caso abierto a raíz de una querella del Fiscal General del Estado, el falangista Juan Manuel Fanjul Sedeño, por injurias contra el Gobierno. 45 años después, el acusado recuerda así su declaración:
-Bueno, ¿pone usted la fianza o no?
-No voy a poner un real.
-Pues voy a tener que meterlo en la cárcel.
-Pues métame.
-Pero piense usted en su familia.
-Mi hijo está aquí, en el recibidor, para ver si puedo despedirme de él.
-Pero hombre, Castells, pídame que le rebaje la fianza.
-Que no pago un real, lo que yo denuncio es real y lo que tienen que hacer ustedes es abrir un sumario por todos estos casos.
-Presénteme un escrito solicitándome que le quite la fianza.
-Que no.
-Bueno, bueno, ya pensaré lo que hago, ahora márchese.
Una época. Desde un despacho en el que sigue trabajando a los 93 años –¿hay algún abogado en el mundo con una carrera en activo de 66 años?–, Castells insiste en que las cosas hay que entenderlas en su contexto, que no sirve diseccionarlas y aislarlas para traerlas al presente. Y en esa época, eso era lo normal: «Era una decisión colectiva, un poco india, pero era así: nosotros amenazábamos al régimen con ir a la cárcel, no nos amenazaban ellos». Tenía su «pequeña trampa» en aquellos casos, reconoce: «La pena que se podía recibir no era excesivamente elevada».
A las 24 horas de prestar declaración, el juez instructor revocó el auto de prisión eludible con fianza y acordó la libertad provisional.
La escena tiene unos antecedentes y un largo epílogo que acaba, una década más tarde, con la primera sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) contra el Estado español por vulnerar los derechos de un ciudadano vasco. Llegaremos a ello.
El punto de partida es un artículo publicado por Castells en 'Punto y Hora' en junio de 1979 con el título «Insultante impunidad». Se trata de un espeluznante compendio de muertes no esclarecidas ni depuradas de ciudadanos vascos a manos de las Fuerzas de Seguridad del Estado y de elementos de ultraderecha, en el que se subraya la impunidad con la que actúan unos y otros y se denuncia la responsabilidad del Gobierno: «Detrás de estas acciones solo puede estar el Gobierno, el partido del Gobierno y sus efectivos».
Castells apunta que apenas son los casos de los que se acuerda al escribir el artículo, «un botón de muestra, limitado y a vuela pluma, de crímenes de Estado impunes». También subraya que muchos de esos casos han sido reconocidos en la actualidad por los gobiernos autonómicos de Hego Euskal Herria como «víctimas de abusos policiales» o de «extrema derecha», y detalla: «El artículo tampoco es cosa de otro mundo, lo que pasa es que lo escribo cuando hacía poco que me habían nombrado senador». La querella fue fulminante. Y la concesión del suplicatorio solicitado para poder juzgarle por ser senador, también.
Es entonces cuando llega la escena ante el juez instructor. «Ir a la cárcel reforzaba nuestra denuncia, era una postura colectiva, la teníamos todos, lo importante era la impunidad de todos estos asesinatos y su denuncia. Como senador, estaba todavía más obligado», explica.
También ocurrió «tras cantarle las cuarenta a Juan Carlos (de Borbón) en las Juntas de Gernika». En aquella ocasión sí que fueron a la cárcel, solo que Euzkadiko Ezkerra pagó por su cuenta todas las fianzas y los sacaron: «Nos echaron de la cárcel contra nuestra voluntad». Ya le había ocurrido antes. En los años 60 tuvo que retrasar su boda un mes porque Melitón Manzanas lo metió en la cárcel por la negativa a pagar una multa –impuesta por las protestas realizadas para denunciar las torturas a otro abogado de Donostia–. «Era una forma de prorrogar la protesta y aumentar la trascendencia en temas de delitos de opinión», concluye.
Los de ahora son los de antes
El artículo incluía una frase premonitoria: «Los encargados antes del orden y de perseguir los delitos son los mismos de ahora. Y aquí en Euskadi nada ha variado en cuestión de impunidad y en cuestión de responsabilidad».
El tribunal que lo juzgó estaba presidido por José Hijas Palacio, todo un expresidente del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista, y entre sus miembros había un antiguo director general de prensa durante la dictadura, que algo sabría de censura, y un pequeño mando de la División Azul.
A Castells le brillan los ojos cuando explica la recusación que presentó contra cuatro de los cinco magistrados: «Como jueces, habían dictado sentencias y habían metido en la cárcel a personas que pretendían ejercer derechos fundamentales, ¿cómo iban a juzgar ahora un tema de expresión y de libertad de opinión?». La respuesta del Tribunal Constitucional entra, según Castells, «en un debate universal», lo que lo hace más interesante.
El TC aceptó los hechos planteados por la defensa. Es decir, reconoció que los jueces recusados habían aplicado leyes y dictado sentencias que vulneraban derechos fundamentales –«así evitó concedernos la práctica de la prueba», apunta–. Pero añadió: es la función del juez. Es decir, un juez tiene como función aplicar la ley vigente en el momento en el que se aplique. Por lo tanto, no hay culpa, según el Tribunal Constitucional. Existe el razonamiento inverso, el de Castells: «Nosotros argumentamos que no es que apliquen una ley, es que dictan sentencias que vulneran los derechos fundamentales de la persona, es decir, que ellos han vulnerado esos derechos y que eso es consecuencia de una ideología, y que con esta ideología no pueden juzgar nuestro caso».
«En Alemania se juzgó a los jueces nazis y en Italia se juzgó a los jueces fascistas que, con sus sentencias, aplicaban la ley, sí, pero vulneraban derechos que no se pueden vulnerar, diga lo que diga la ley. Si la ley es criminal, tú no puedes hacerte cómplice», añade un Castells que no olvida la defensa de aquella recusación ante el pleno del Tribunal Supremo: «Hay que estar ahí. Cincuenta y tantos señores, todos con sus togas y la mayoría con el típico bigotito fascista. Y yo diciendo que estos cuatro magistrados tuvieron cargos gubernativos en vida de Franco, lo cual suponía una ideología concreta y determinada. Y ellos contestando con la mirada: 'Castells, hijo de puta, que yo también fui gobernador en Cáceres o Guadalajara'».
Perdieron la recusación, pero obtuvieron un bonito resumen de lo que fue la Transición.
Dos sentencias y un cambio legislativo
También perdieron el juicio, aunque la condena fue finalmente de un año, lejos de los seis inicialmente solicitados por la Fiscalía. Fue rápido. Se celebró tal día como hoy en 1983, con una espectacular presencia de la Policía española, la Guardia Civil, la UAR e inspectores de la DGS, según la crónica de 'Egin' del día siguiente. Cuatro días después ya había sentencia.
La causa de tamaña celeridad fue la negativa del tribunal a la práctica de la prueba propuesta por Castells. La raíz de su condena en el TEDH. Lo explica el propio acusado, que para algo es abogado: «En los delitos de calumnia e injurias, en términos generales, tú, autor de esa calumnia, puedes salir absuelto si pruebas que es verdad lo que dices. Pero en el código franquista del año 1973 había un artículo que decía: la exceptio habilitatis que se permite como causa de exención del delito, no se permite cuando la injuria o la calumnia se comete contra un alto organismo de la nación. No puedes librarte de la condena demostrando que es verdad lo que dices». Es decir, no importa que sea cierto lo que tú le achacas al Gobierno.
Esto, en Europa, no sonaba muy bien. Tras un largo proceso, el 23 de abril de 1992, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó por unanimidad al Estado español por vulnerar el derecho a la libertad de expresión de Miguel Castells, subrayando que ese derecho debía estar todavía más protegido al tratarse de un electo y poniendo el foco en que no se le permitió probar los fundamentos de las acusaciones vertidas en el artículo. También le afeó el recurrir a la vía penal cuando un Estado tiene muchos más recursos para defenderse. Antes de todo ello, anticipando lo que venía, el Gobierno español cambió la ley para eliminar la excepción que impidió a Castells demostrar sus acusaciones.
Fue un proceso costoso, en tiempo y en dinero, recuerda Castells, que plantea una disyuntiva siempre presente con un TEDH que unas veces da y otras quita: «La pregunta es si compensaba o no compensaba». Todo depende, quizá, de lo que se ponga en la balanza. En este caso, empujar a España a cambiar una ley –algo que hizo decaer numerosas querellas existentes por casos parecidos– y cosechar la primera condena europea contra el Estado por violación de la libertad de expresión no parece, a priori, poca cosa para un artículo de prensa.