Las elecciones en Gran Bretaña han supuesto un triunfo indiscutible para el Partido Laborista. Keir Starmer, su líder y ahora primer ministro, ha lanzado a la población mensajes de cambio y renovación. Más o menos lo mismo de todos los mandatarios que acceden al gobierno y hacen hincapié en transformar aquello que su antecesor ha hecho mal. Después de ver como la ultraderecha ha barrido en la primera vuelta de las presidenciales francesas y como en Italia ganó Giorgia Meloni con un discurso admirador de Mussolini, o como Donald Trump vuelve a mejorar su puesto hacia la presidencia de EEUU, no es extraño que la opinión pública contemple el triunfo de las siglas laboristas como un descenso del fervor electoral a personajes tan nefastos como Milei, Abascal, Zelenski… Sin embargo, suelen decir que «no es oro todo lo que brilla» y en estos tiempos políticos tan complejos, se podría pensar que no es «izquierda» todo lo que se dice «progresista». Algunos analistas, más críticos con la realidad y la hegemonía cultural de la clase media en su país, escribían que Starmer, al convertirse en líder del Partido Laborista, realizó una «purga masiva» de los militantes de izquierdas, incluido James Corbyn, lo que a sus ojos convertía a Starmer en un candidato «pro-empresarial» perfecto. “The Guardian”, en un editorial de 2023, afirmaba que era difícil «saber qué defiende claramente» Starmer. «Evita tomar posiciones contundentes que disgusten a la mayoría de su electorado», declaraba malhumorado, un militante laborista. A pesar de su origen de clase trabajadora, quienes le definen como un «centrista moderado» opinan que, en el Gran Bretaña «ha salido una derecha y ha entrado otra». Y es que desde que, en 2015, Syriza y su presidente Tsipras, dieron la espalda al mandato del pueblo griego para rechazar las severas medidas que el Eurogrupo les impuso en favor de los bancos franceses y alemanes, la existencia, en la UE, de una izquierda crítica y beligerante se difuminó en el tiempo del posibilismo y el desencanto.