La política –es decir, el poder– se parece más a la naturaleza que a las actividades sociales. Y esto es algo que tienden a desconocer u olvidar algunos políticos. Sobre todo los menos conscientes de que su papel en política es ejercer el poder y no hacer amigos. En nuestra sociedad vivimos inmersos en la cultura del intentarlo. «Lo importante es participar», se les dice a los niños que pierden el partido. La política no se parece al deporte escolar sino a la cadena trófica. El pez come o es comido, pero no pretende que le den una palmada en la espalda por casi conseguirlo.Esta reflexión me ha martilleado en los últimos meses al observar cómo conciben las izquierdas europeas su papel en un mundo cambiante y peligroso. Las tipologías son variadas, pero no es exagerado resumir la situación en que la mayoría está satisfecha con, simplemente, estar ahí. No haber desaparecido del mapa o simplemente estar dando lo mejor de sí misma (sea lo que sea eso) parece ser un triunfo para una izquierda que, por lo visto, aspira solo a existir y como máximo a una palmada en la espalda. Pero la gente no quiere una izquierda que lo intente, sino que mejore sus condiciones de vida. Voy más allá. No espera solo que las mejore, sino que las cambie radicalmente. El descrédito es amplio y nadie podrá decir que injustificado. Lo contrario a poder cambiar las cosas no es haberlo intentado, sino haber contribuido a mantenerlo todo como está. Y, asumámoslo, el presente es un proyecto que solo ilusiona a unos pocos. Me cuento entre quienes entienden la dificultad, entre quienes valoran el intento y entre quienes ven injustos algunos reproches al que lo intentó y no pudo. Pero también entiendo perfectamente por qué un gran segmento de las clases populares han desconectado, desconfían de promesas y no se tragarán nada que no suponga para ellos una conquista aquí y ahora. ¿Quién podría reprocharles una desconfianza que, conveniente o no, nos hemos ganado a pulso?