Hace unos días, las calles celestinas me tropezaron con una amiga. Hacía mucho que no cotorreábamos, tanto que su criatura ha pasado de los primeros años de ikastola, a la universidad. A su hijo le chiflaban las faldas y las alas de hada desde txiki, y bien que las lucía por todas partes. Recuerdo la presión que sufrió mi amiga a principios de milenio para que aceptase que había parido a una niña trans, y cómo ella se negó a que nadie interviniera en el devenir identitario de su criatura. Sabía lo que hacía, su hijo en concreto no ha transicionado: sigue vistiendo fantasía. Le dije que eran la primera familia no binaria que había conocido, cuando todavía lo no binario nos sonaba a extraterrestre.

Vuelvo a mi amado Miquel Missé, sociólogo trans que acompaña a adolescentes en sus confusiones de género, ¡y quién no las tiene, afortunadamente! «Yo sencillamente es que no creo que exista gente con cerebros de hombre y de mujer, no creo que exista una identidad innata preestablecida. A los discursos que dicen que la identidad de género se fija en torno a los dos o tres años, creo que les faltan complejidad y matices porque tú puedes no tener en la infancia una identidad definida o tener una identidad que no es la que se te ha asignado al nacer porque estás explorando y tratando de entender. En la infancia hay muchos momentos en los que, mientras están aprendiendo que el mundo es binario, hay mucha fluidez y yo creo que la fluidez hay que cultivarla. Para mí es muy liberador haber podido pensar: bueno, igual en otro contexto no hubiera necesitado tomar hormonas».

Tengo muy cerca transiciones consideradas tardías, según las estrictas normas sobre la identidad de género, que no tienen nada de dramáticas. Que mutes cerca de los cuarenta de vampiresa a demonio, supuestamente de mujer a hombre, no significa siempre que no pudiste hacerlo antes. Para combatir la dolorosa transfobia, nacemos hombres o mujeres, a menudo caemos en otro esencialismo trampa: nacemos cis o trans. Como decía Roberta Marrero, ¡nacemos bebés!