No existe ningún deporte que genere mayor número de noticias, conversaciones o tertulias que el fútbol. Muchas veces lo hace desde la irracionalidad, en otros desde la demagogia y en la mayoría desde la disparidad de opiniones. No son pocos los estereotipos o tópicos que emanan del mismo, algunos tan manidos o casposos como esos que dicen aquello de que «el fútbol es así» o «es un deporte de hombres».
Es parte de un juego fascinante, con tantas historias como relaciones son la sociología, la política y la cultura popular. Porque muy por encima de las desorbitadas cantidades que se pagan por parte de clubes convertidas en transnacionales futbolísticas, sueldos astronómicos, relaciones interesadas entre agentes y periodistas, lobbies directivos o la corrupción estructural detectada en los grandes organismos internacionales, están las y los aficionados. Y, en muchos casos, los futbolistas, con sus historias particulares.
Hay quien dice que el fútbol es el «opio del pueblo», desplazándolo intelectualmente a un escalón inferior, clasista incluso, a quienes nos gusta el fútbol. Una lectura tan simplista que choca con la propia realidad, despreciando los sueños y pasiones más de Galeano, Gabo, Fontanarrosa, Camus, Pasolini, Benedetti, Sartre, Priestley, Vázquez Montalbán o Kirmen Uribe. Letras y música, la que le han puesto Bob Marley, Manu Chao, Kasabian, Oasis, Amy MacDonald, Quique González, el Gol de Mendieta o en Euskal Herria amigos como Josu Bergara y Norte Apache.
Una de las escenas de la maravillosa, desgarradora e inquietante «El secreto de sus ojos» de Campanella, quizá una de las mejores películas de los últimos años, nos deleita con una revelación en la búsqueda del asesino de la trama: «El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de novia, de familia, de religión, de dios, pero hay una cosa que no puede cambiar: de pasión». Sí, porque el fútbol tiene un punto absolutamente irracional en la pasión, que surge en muchos casos por la vinculación emocional a un club, en la mayoría de las veces, derivada de una relación afectiva.
La liturgia de acudir al campo con un familiar, el compartir ese trayecto, esas rutinas dominicales, el mismo metro, el mismo bus, las mismas caras, las mismas paradas en la tienda cercana el estadio, hablamos de momentos de absoluta complicidad. Así llega el primer partido, el primer gol y los abrazos con padre, abuelo, madre, hermana, hijo, hija, nieto o nieta. La camiseta, la bufanda, la colección de cromos, las fotos con los jugadores, todo es parte de un proceso natural, una especie de bautismo tribal. La llama de una pasión irracional que se extiende con el tiempo y va incorporando nuevos actores y matices importantes a la hora de entenderlo.
Sin embargo, el tiempo y el entorno marcan. Al igual que con el fútbol, la conciencia política, muchas veces, también se activa en casa, al igual que la pasión por la música, la literatura o las artes escénicas. En otros casos, la arquitectura ideológica se construye de forma autodidacta, mediante vivencias, experiencias en el entorno de las amistades y el propio convencimiento. Y en la vida, no hay prácticamente ningún ámbito que se escape de la sociopolítica. Algo tan masivo como el fútbol, menos aún.
Y es que lo que denominan como «el opio del pueblo» puede ser una extraordinaria herramienta pedagógica para explicar numerosas realidades históricas. Recuerdo la primera colección de cromos que hice, fue la del Mundial de 1990, en el mismo una serie de datos llamaban mi atención. Por ejemplo, la alta cantidad de apellidos vascos que tenían las selecciones argentina y uruguaya. Buena manera de acercarse a una realidad propia, la de la emigración y exilio de miles de vascos durante el siglo XX. Es un ejemplo, como el escocés e inglés, dos naciones que pertenecen al Reino Unido sin ser ninguna de ellas un Estado. En aquella colección aparecían las selecciones de la Unión Soviética o Yugoslavia.
Pocos meses más tarde, estalló el conflicto de los Balcanes y un servidor sabía que Prosinecki era croata, Kodro bosnio, Pancev macedonio, Mijatovic montenegrino, Stojkovic serbio y Katanec esloveno. Una sencilla forma de comprender a mis ocho años que existían nuevos países en el mundo en el medio de una guerra que destrozó el corazón de Europa en medio de la indiferencia general. Geopolítica en estado puro, nexo de unión para entender el mundo.
La lista de lugares del mundo se ampliaba en mi cabeza sin parar, capitales, ciudades o gentilicios que ganaban espacio en mi cabeza. A la par que el despertar de mi mente me hacía devorar, en los inicios de internet, informaciones que hablaban de la relación entre el Old Firm y el conflicto irlandés, al tiempo se firmaban los Acuerdos de Viernes Santo en Stormont. Todo en el mismo año en el que Francia ganó el Mundial con un equipo multicultural.
La ikurriña que sacaron Iribar y Kortabarria en Atotxa es una imagen icónica de un tiempo histórico en Euskal Herria, imposible de entender sin conocer el contexto social, político y cultural de nuestro país desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta. Las imágenes de los márgenes de la Ría llenos de gente esperando la Gabarra tampoco se pueden comprender sin hablar de crisis, paro, reconversión industrial, los años del plomo, Guerra Sucia, la entrada masiva de la droga, el plan ZEN, el crudo retrato de «El Pico» de Eloy de la Iglesia o la devastación provocada por las inundaciones de 1983. La celebración de la Gabarra es el grito emocionado de un pueblo necesitado de buenas noticias que celebrar conjuntamente. Pasión y adhesión colectiva, dos de los elementos imprescindibles para entender el fenómeno de masas que supone el fútbol.
Dos porterías y un balón, no hace falta más, un juego que llega a todos los rincones del mundo, incluso a los más desfavorecidos. En Villa Fiorito emergió Maradona, Tévez creció en Fuerte Apache antes de convertirse en el jugador de la gente, Guidetti describe a Kibera, la segunda mayor barriada pobre de África como «el mejor lugar del mundo», mientras que Henok Goitom o Zlatan Ibrahimovic crecieron en Rosengard, la cara B de la comodidad del modelo escandinavo. En el caso de Zlatan, se inició en el Balkan, equipo de la comunidad de la antigua Yugoslavia en Suecia, en una época en la que para sus impulsores, las imágenes de la guerra y el alcohol tenían mucha más fuerza que el fútbol.
Merece la pena acercarse a la realidad sociopolítica que acompaña a muchos clubes y jugadores, parte intrínseca de la cultura popular de muchos lugares, desde Bilbo hasta el barrio de Sankt Pauli, pasando por La Boca, el Palestino de Chile, el paraíso de Parkhead o la grada de Vallecas. Saber de legados como el del Vasco Langara en San Lorenzo de Almagro, tener consciencia de que el odio acérrimo que se profesaron Margareth Thatcher y Brian Clough - mucho más que los inquilinos del banquillo del City Ground o la residencia del número 10 de Downing Street- era de clase. Hay más, la autogestión de la Democracia Corinthiana de Sócrates o Walter Casagrande en los estertores de la dictadura brasileña en un momento de esplendor artístico de la cultura popular marcó una época, el beso de Abby Wambach y su mujer tras la final del Mundial de 2015 rompió muchas barreras de invisibilidad en EEUU o que nadie como Pep Guardiola ha dotado de una dimensión internacional a las demandas independentistas del pueblo catalán. Escenarios de reivindicación, lúdica y pasión.
No se trata de maquillar ni negar la cara más infame del fútbol, conservadora, retrógrada, patriarcal, violenta o clientelista en muchas ocasiones. Eso está ahí, se trata de entender que lo que algunos buscan como un opio adormecedor, se puede convertir en un elemento de la cultura popular con elementos transformadores. Con historias, vivencias y protagonistas que ayudan a cimentar la idea de que otro mundo es posible. Así son las que aparecen en este libro ¡que lo disfrutéis!
Beñat Zarrabeitia
pd: El contenido del texto es el prólogo del libro «Opio Errebeldea: Futbola, iraultza eta gizarte aldaketa» que se puede adquirir estos edición en el stand de Taupaka en Durangoko Azoka.