Andar y andar los caminos, de la mano de viajeros, aventureros y pensadores
Caminar erguidos desarrolló nuestro cerebro y nos hizo humanos. Andar fue determinante para la libertad y el pensamiento humano. Pensadores y viajeros literarios así lo han atestiguado. Pero los hábitos de la sociedad posindustrial parecen querer arrinconar el libre deambular de la gente.
En el siglo pasado nuestros abuelos caminaban del pueblo a la capital en alpargatas, resolvían sus asuntos y estaban de vuelta a casa al anochecer. No imaginaron seguramente que la raza humana se empeñaría en sustituir el relajado vagar natural por salir a hacer jogging, footing, running, cicloturismo y aceleres similares. No pensaron que la sociedad prohibiría prácticamente el andar improductivo y libre en zonas residenciales. Y ni soñaron con la existencia de la cada vez más popular cinta de andar-correr de los gimnasios.
¿Saben los sudorosos usuarios de ese artilugio que el británico William Cubitt lo inventó en 1818 para el correccional de Brixton? «La original era una rueda con dientes que servían como peldaños que los prisioneros debían pisar durante un tiempo determinado. Su objetivo era racionalizar las mentes de los presos, pero en su origen ya era una máquina para hacer ejercicio». Su exportación a la prisión neoyorquina de Bellevue (que acogía a hombres y mujeres vagabundos junto a convictos y «maniacos») reveló que «lo terrorífico de la cinta no es su dificultad sino la monotonía que supone caminar y caminar y que suele terminar quebrando los espíritus obstinados… La vagancia, el deambular sin propósito aparente o sin recursos era y es a veces aún un crimen, y hacer tiempo en la cinta de andar era el perfecto castigo para esa vagancia».
La información y reflexión son de la escritora Rebecca Solnit (San Francisco, Estados Unidos, 1961), quien analiza el radical cambio de hábitos en su gran obra ‘Wanderlust: A history of walking’, publicada en castellano por la editorial madrileña Capitán Swing como ‘Una historia del caminar’. Solnit califica la cinta de correr como «el más perverso de todos los aparatos de gimnasio», desgrana el esfuerzo tecnológico, energético e industrial que supone fabricar y hacer funcionar el artefacto móvil frente al ejercicio natural y gratuito de andar-correr al aire libre y concluye con la idea de que «al medir el viaje en términos de tiempo, esfuerzo físico y movimiento mecánico, el espacio –como paisaje, territorio, espectáculo y experiencia– ha desaparecido».
El tiempo entre medio
La investigadora californiana arranca su libro recordando a Doris Haddock, quien a sus ¡89 años! se echó a caminar en 1999 atravesando Estados Unidos para exigir una campaña de reformas financieras. Y recuerda también que, tras muchas protestas, los británicos ganaron por fin en el año 2000 el derecho a deambular con menos restricciones por parte de los dueños de propiedades privadas. La autora profundiza en el estudio del cambio de hábitos móviles del ser humano hasta afirmar que andar se puede estar convirtiendo en un gesto revolucionario.
Marchar juntos en manifestación ha sido el recurso utilizado por la gente más agredida y menos favorecida para exponer sus reivindicaciones. Con momentos históricos como las marchas por los derechos humanos en EEUU, Sudáfrica, Irlanda del Norte… hasta las movilizaciones antiglobalización o las antiguerra de febrero de 2013. Entre nosotros, ¿cuántos kilómetros se habrán recorrido de los cines Golem a la Plaza del Castillo, del Sagrado Corazón al Arenal, de Ondarreta al Bulevard, gritando una y mil consignas? Pero en paralelo al uso rebelde de la calle, el espacio público se ha convertido en negocio de la industria del coche y sus derivados. Tras años de invasión, las urbes intentan maquillar el poder invasivo y contaminante del auto vigilándolo con cámaras, reduciendo la velocidad, cerrando el acceso en domingo, intentando que florezca la bicicleta, que los peques puedan ir andando a la escuela… ¿Demasiado tarde?
Solnit entona palabras mayores a favor del andar: «Caminar en sí no ha cambiado el mundo, pero caminar juntos ha sido un rito, una herramienta y un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de resistir ante la violencia, el miedo y la represión». ¿Pero qué queda del caminar solidario cuando regresamos al individualismo pasivo del coche? Solnit reivindica el «tiempo entre medio», esa parte de nuestra vida para deambular, ver gentes y espacios, hacer recados... Un tiempo que estamos estresando y reconvirtiendo en presión tecnológica a base de móviles y audífonos musicales que aíslan el deambular colectivo.
Leer con los pies
«Este camino es una forma de leer con los pies», dijo Bernardo Atxaga en la presentación de su itinerario literario de Asteasu, llamado ‘Muskerraren bidea’, en relación a su novela ‘Obabakoak’. Rebecca Solnit apunta: «Caminar puede ser también imaginado como actividad visual, cada caminata un paseo lo suficientemente relajado como para mirar y pensar sobre las vistas, integrar lo nuevo en lo conocido. Quizás este sea el origen de la singular utilidad del caminar para los pensadores. Las sorpresas, las liberaciones y los esclarecimientos de un viaje pueden alcanzarse tanto dando una vuelta a la manzana como alrededor del mundo, y caminar es viajar cerca y lejos a la vez. O quizás el caminar debiera considerarse movimiento, no viaje: uno puede caminar en círculos o viajar alrededor del mundo inmovilizado en un asiento, y una determinada ansia viajera puede ser apaciguada solo con los actos del cuerpo mismo en movimiento, no con el movimiento del automóvil, el barco o el avión. Es el movimiento, junto a las vistas que se suceden, lo que parece hacer que ocurran cosas en la mente y esto es lo que vuelve el caminar ambiguo e infinitamente fértil: caminar es a la vez, medio y fin, viaje y destino».
Solnit apunta una lista de pensadores del andar, de Aristóteles a Rousseau, Thoreau, Kierkegaard, Eco y otros muchos. Y nombra a pioneros de la pasión naturista-romántica y de la literatura relacionada con sus caminatas, la mayoría anglosajones: Robert Louis Stevenson, Colin Fletcher, John Hillaby, Charles F. Lummis, James Joyce, Peter Jenkins, Alan Booth, Gary Synder, Jack Kerouac, Dorothy Wordsworth, Ffyona Campbell... Habría que añadir otros como Jack London, el prolífico francés Jacques Lacarrière o a viajeros-periodistas tipo el polaco Kapuściński. Lúcidos pensadores (Mike Davis, Manuel Delgado, Agustín García Calvo…) han dejado además constancia escrita de su defensa del derecho a ir libres por la vida contra las vallas al campo y a los espacios urbanos impuestas por el interés particular o la burocracia pública.
Caminatas épicas
Andar es parte sustancial de romerías y caminos con destinos espirituales (Santiago) y está en la historia a través de marchas épicas, huidas, éxodos o migraciones colectivas como las que se viven hoy entre las fronteras europeas. La grandiosidad natural americana ha dado pie a grandes caminatas y algunos de sus protagonistas han sabido comunicarlas con dinamismo. Por ejemplo, el montañero, periodista y escritor Jon Krakauer, con libros como el polémico ‘Into Thin Air’, sobre la tragedia del Everest en 1996, o ‘Into the Wild’ (‘Hacia rutas salvajes’), que analiza brillantemente la vivencia de Christopher McCandless, quien murió en el riesgo del deambular extremo; la experiencia fue noblemente llevada al cine por Sean Penn.
La también norteamericana Cheryl Strayed recorrió en algo más de tres meses los 4.000 kilómetros del Sendero del Macizo del Pacífico, entre México y casi Canadá. Contó con desgarro y humor en el éxito literario ‘Wild’ (‘Salvaje’) la necesidad de romper con su tormentosa existencia sirviéndose de esta depurativa escapada, que Jean-Marc Vallée pasó al cine como ‘Alma salvaje’. La australiana Robyn Davidson cruzó el desierto de su país con cuatro camellos y un perro y lo contó en ‘Tracks’ (‘Pistas’), llevado al cine por John Curran. También tuvo éxito como libro y película la obra ‘Come, reza y ama’, escapada vital de la americana Elizabeth Gilbert a Italia, India e Indonesia.
En ‘A Walk in the Woods’ (‘Un paseo por el bosque’), del director Ken Kwapis, los veteranos actores Robert Reford y Nick Nolte recrean en discutible clave de humor la caminata por el sendero de los Apalaches que narró el británico Bill Bryson.
Otros grandes libros de viajeros intrépidos son los referidos a caminatas en el frío como ‘El peor viaje del mundo’ (1922), del británico Apsley Cherry-Garrard, superviviente de la expedición Terra Nova del capitán Scott al Polo Sur. O los escritos del expedicionario noruego Frithof Hansen, premio Nobel de la Paz. En el Estado español han existido también ilustres andarines-intelectuales: Camilo José Cela, José Antonio Labordeta, Javier Reverte…
De la capital de la Ribera navarra salió el aventurero y escritor judío Benjamín de Tudela (siglo XII). En Gasteiz nació el notable explorador y analista Manuel Iradier. Y nos dejaron su huella de viajeros estudiosos el germano Wilhelm von Humboldt, el galo Louis Lucien Bonaparte o el irlandés Antoine Thomson d’Abbadie. El periodista-escritor Ángel Martínez Salazar ha elaborado la guía ‘Aventureros, exploradores y viajeros vascos’. Y el especialista radiofónico Roge Blasco recogió en libro y CD notables escapadas por el mundo en su recopilación de entrevistas del programa ‘Levando anclas’.
Viaje mínimo
También el donostiarra Julio Villar Gurrutxaga anduvo de joven en aventuras montañeras y marinas. Escaló las paredes más empinadas de Pirineos, Picos de Europa o Alpes y el Mont Blanc le hizo frente en 1966 con un accidente en la integral de Peuterey del que salió por los pelos. La convalecencia le dio alas para, en 1968, tomar prestado el pequeño velero Mistral y embarcarse en cuatro años y medio de singladura. Saludado como «el primer español que dio la vuelta al mundo en un velero» dejó constancia de sus vivencias en el bello libro ‘¡Eh Petrel!’, que recorrió los escenarios con un monólogo teatralizado a cargo de Mikel Sarriegi.
Retornó a las grandes cumbres en la frustrada primera expedición vasca al Everest de 1974 y no volvió más a las citas montañeras extremas, ganándose la vida primero en el transporte oceánico de veleros y después en excursiones montañeras de altura y cada vez más por tierras más bajas. En 1986 se publicó su segundo libro ‘Viaje a pie’, con las sensaciones y reflexiones vividas en una lenta caminata entre Oiartzun y el Mediterráneo, que siguen presidiendo su existencia: «Voy al monte, pero no soy un montañero, me da igual Nepal que los Monegros. Para intentar ser libre no hace falta ser gran alpinista o navegante, hay gente libre en sus tareas diarias y el mejor alpinista puede ser un esclavo en su obsesión por los récords; o de su personaje. No soy más que un hombrecillo que viaja a pie, que sube aristas no muy fáciles ni muy difíciles, que toma un café en el pueblo al que llega, que habla con el pastor…».
Vivió de cerca la lucha humana por conquistar retos y récords y prefirió caminar con paso pausado: «Cada vez he ido haciendo viajes más pequeños. Tras la primera expedición al Everest no quise volver a esos líos: recurrir a firmas comerciales, estar obligado a subir por un país o una bandera, llegar a un lugar diferente a atropellarlos con nuestro dinero y nuestra histeria. Quizás esos montañeros han destruido más que nadie lo que encuentran a su paso: encareces su vida con tus privilegios de adinerado, los usas como asalariados… Prefiero irme a Teruel y estar hablando con los pastores en un país auténtico de gente auténtica»
Y así suele explicar su indefinición laboral: «Cuando me preguntan en qué trabajo, abriría los brazos y sonreiría. Pero nadie lo entendería. Por eso siempre contesto: ‘Marinero, marinero de la mar’».
El pre Pirineo, Teruel y Castellón, la Castilla alta y Picos de Europa, los límites con Portugal, Pirineos… son terrenos a los que retorna, como lo hizo por Alto Campoo. En esa ocasión sin coche, solo en autobús y el antiguo tren minero La Robla-Bilbo. Andando sin prisa, con lo justo. Parando bajo un majestuoso roble o en la acogedora taberna de un pueblo. Durmiendo bajo el resguardo rocoso de una «balma», en el corazón del bosque o en los pórticos de las iglesias del románico palentino. Dejando que el frío de la mañana le lave la cara, que la hoguera vespertina le caliente el alma y el cárabo le dé las buenas noches. ¿Antimontañismo?
«Veo obsesión por los récords, por machacarse corriendo o vestirse el domingo de ciclista para hacer 200 kilómetros. La gente necesita desfogarse. Estamos enfermos por consumir deportes, viajes, aventuras y pasamos de largo al lado de lo mejor de la vida. Hay quien tiene el pasaporte lleno de sellos, de Cancún a Tailandia. Pero no son viajeros. Viajero pude ser alguien que se mueve muy poco; es más bien una actitud ante la vida. En el monte me gustan los sitios sin gente, pero en la ciudad me gusta ver a cada uno en lo suyo. Necesitamos la referencia de los demás, yo no escapo de la gente, porque soy sociable y vulnerable como todos. Pero el mundo tiene muy cortadas sus posibilidades: en una simple semana andando por el monte, pasando un poco de frío o calor, se aprende a vivir sin prisas, a charlar frente al fuego como amigos. Cada uno verá, a mí me gusta la naturaleza y me lo paso bien. No quiero ser considerado un especialista en nada. Podría haber sido bailarín, yo qué sé…».
Un espíritu que busca ser libre, sin purismos ni auto exigencias forzadas: «Lo que más me gusta es entrar en los mercados, allí se siente el pulso de la vida, se descubren las costumbres y alegrías diarias de las gentes de un lugar. Solo ahí soy consumista. Y me gustan tantas cosas que no sean solo subir montañas que me pregunto si soy montañero o si lo he sido alguna vez. Pensándolo bien, ser solo montañero es algo escaso. ¿Y los hombres, los libros, el desierto, una página en blanco? No sé lo que soy, si es que soy algo».
Urbanismo del miedo
Solnit redondea el análisis de los cambios humanos avisando sobre una sociedad sedentaria al pairo de artilugios electrónicos y comida industrial. «La obesidad y su relación con la crisis de la salud son una pandemia transnacional; las personas se inmovilizan y sobrealimentan desde la niñez; una espiral decreciente donde la inactividad hace que el cuerpo se haga menos capaz de activarse. Esa obesidad no solo es circunstancial –entretenimiento digital, parkings…– sino conceptual en su origen; la gente olvida que sus cuerpos pueden estar capacitados para los retos que se afrontan y que es un placer usarlos».
Frente al artificio tecnológico, deambular observando y pensando nos une a la tierra y nos vincula y socializa con los demás. Solnit afirma: «Al caminar, cuerpo y mente trabajan juntos; pensar se convierte casi en acto físico y rítmico. Los grandes caminantes se mueven de la misma manera entre lugares urbanos y rurales; hasta pasado y presente convergen cuando caminas como caminaron los ancestros o revives eventos históricos o de tu propia vida al desandar la ruta… Mucha gente vive en una sucesión de interiores desconectados: hogar, vehículo, gimnasio, oficina, tiendas… A pie, en cambio, todo permanece conectado; uno ocupa los espacios entre interiores del mismo modo que ocupa esos mismos interiores. Vive en un mundo completo».
El propio diseño de las nuevas ciudades cambia radicalmente formas de vida que persistían durante siglos. «En muchos lugares nuevos el espacio público ni siquiera se considera en su diseño: lo que antes fue espacio público se diseña para albergar la seguridad de los coches; los centros comerciales reemplazan las calles principales; las calles no tienen aceras; a los edificios se entra por sus garajes; los ayuntamientos ya no cuentan con su plaza y todo tiene muros, barrotes, portones. El miedo ha creado un estilo de arquitectura y diseño urbano, especialmente en el sur de California, donde ser peatón es caer bajo sospecha para muchos vecinos de esos barrios y urbanizaciones».
Parece que caminar erguido fue un primer sello distintivo de lo que terminó siendo la humanidad. Hay estudiosos que ven el caminar bípedo como el mecanismo que obligó a nuestros cerebros a expandirse y la estructura que definió nuestra sexualidad. Rebecca Solnit llama a reflexionar y repensar el simple pero vital uso que hacemos de nuestros pies.
«Una caminata se mueve por el espacio como un hilo atravesando una tela, cosiéndose juntos en una experiencia continua –a diferencia de cómo los viajes aéreos cortan el tiempo y el espacio, e incluso los coches y los trenes–. Esa continuidad es una de las cosas que perdimos en la etapa industrial, aunque podemos escoger reivindicarlo, una y otra vez, y algunos lo hacen. Los campos y las calles lo están esperando».
¿Quién les iba a decir a aquellos abuelos que vieron incrédulos subir al ser humano hasta la luna que lo revolucionario iba a ser pronto tratar de recuperar la calma natural de su nomadeo por sendas y veredas?