Tasmania, el edén en las antípodas
Esta singular isla de Oceanía es, además de un estado de Australia que evoca a viaje épico y remoto con una historia convulsa, un paraíso natural único que afronta un futuro incierto. Su aislamiento ha dejado una flora y una fauna endémica alucinante y única.
Nieva y el termómetro marca 4 grados bajo cero. Estamos en pleno invierno austral. El cielo está cubierto, pero el sol consigue penetrar por algunas ventanas, que se abren en el manto de nubes grises, creando una atmósfera etérea y surrealista.
La sensación se acentúa por la presencia de una vegetación extravagante y antediluviana: los pandanis de Tasmania (planta angiosperma de la familia de las ericáceas), de aspecto tropical y cubiertos de nieve, recuerdan que no hace tanto tiempo de la existencia del supercontinente Gondwana y su escisión durante el Jurásico y el Cretácico, dando lugar a la formación de los actuales continentes. Tampoco hace tanto de la desaparición de la Tierra de Sahul, la masa de tierra austral emergida antaño –de la cual forma parte Tasmania– hasta la crecida de los océanos por el deshielo de la última glaciación, hace unos 10.000 años. Al menos, no tanto tiempo si se mide tomando como referencia la edad geológica del planeta. Un suspiro. Una eternidad.
Lo que hoy es el parque nacional Cradle Mountain y Lago Saint Claire, donde se alzan los pandanis antes mencionados, son los restos de territorio mejor preservados –y que, junto a otros parques nacionales del suroeste de la isla, forman el Área del Patrimonio Mundial de la Reserva Natural de Tasmania– de aquella tierra prístina y primigenia que era toda una y que hoy se separa en Australia, Nueva Guinea y Tasmania. Dos grandes islas, las primeras y una pequeña perla al sur, la tercera, en forma de manzana dicen algunos, aunque también parece un corazón. El corazón de Sahul.
Flora y una fauna endémica alucinante y única
El aislamiento de Tasmania ha dejado una flora y una fauna endémica alucinante y única, un jardín del edén actual. Una riqueza que los tasmanos han querido preservar –un 30% del territorio son parques nacionales y un 50%, reservas naturales protegidas– tras una época de devastación y sobreexplotación incontrolada. Algunos reductos de bosques húmedos alpinos como el de Weindorfers, con los pinos King Bill y cubierto de helechos, o las frondosidades cercanas a las cataratas de Pencil Pine o a las de Kenyvet, con su manto de musgo, por citar solo algunos puntos accesibles cercanos al lago Dove, son auténticas joyas prehistóricas para los pragmáticos científicos.
Y son también el hogar de hadas y trolls para los románticos aventureros. Aunque, en realidad, hoy sean el hogar de especies más reales e igualmente extrañas, como el wombat, el equidna, el ornitorrinco, el pademelon, el demonio de Tasmania o el ya extinto tigre de Tasmania (también llamado lobo marsupial), aniquilado por los colonos durante el siglo XIX y cuyo último ejemplar murió abandonado y hambriento en el zoo de Hobart, capital de la isla, hace ya 81 años. De él solo queda la leyenda y el mito de que aún existe, oculto en las montañas y bosques más inaccesibles de la isla.
Desgraciadamente, más real es la peligrosa situación de los demonios de Tasmania (Sarcophilus harrisii). Esta especie marsupial es la última carnívora del planeta y solo habita algunos bosques de la isla. Su ferocidad, su desagradable olor y su inquietante grito son los motivos por los que recibió su poco favorecedor nombre común. Así se le dibujó en la popular serie de dibujos animados de la Warner ‘Looney Tunes’, donde se le dio un nombre tan conciliador como representativo: Taz. A principios del siglo XX fue considerado, exageradamente, una amenaza para el ganado y la caza indiscriminada casi logró su extinción. En 1941, y tras reflexionar sobre la dramática experiencia acaecida con el tigre de Tasmania, se declaró especie protegida. Pero su poco afortunada historia no acaba aquí.
Desde los años 90, esta especie sufre el azote de un misterioso y devastador cáncer facial que la está exterminando. La enfermedad aparece en los ejemplares adultos y les causa la muerte en un periodo relativamente breve, de 3 a 5 meses. Se contagian unos a otros debido a su costumbre de luchar entre ellos y morderse. En la actualidad, se calcula que el 65% del territorio donde habitan ya está afectado y que la población de demonios se ha reducido en un 80% desde 1995 debido a esta enfermedad.
Desde 2008, la especie está considerada en peligro de extinción y diversos programas de conservación tratan de preservarla y criarla en cautividad para luchar contra su desaparición, que podría llegar en unos treinta años. Aun así, un reciente estudio realizado por el científico Andrew Strofer y su equipo de la Universidad de Washington arroja algo de esperanza: los demonios podrían estar evolucionando para resistir la enfermedad de una forma asombrosamente rápida, entre cuatro y seis generaciones. La vida, que parece abrirse camino.
Pero más allá de la enfermedad, otro de los graves problemas que afrontan, no solo los demonios si no otras especies, son los atropellos en las carreteras. Sobre todo los wallabies y los pademelons, dos especies de marsupiales parecidas a los canguros pero de tamaño más pequeño, que suelen ser las víctimas más numerosas por esta causa. Es impactante y triste ver docenas de ellos arrollados en las cunetas, sobre todo a primera hora de la mañana. Si se conduce de noche es habitual verlos cruzar o que estén a punto de hacerlo, por lo que es importante extremar las precauciones cuando las señales avisan de su presencia en muchos tramos de carretera de la isla.
Importante industria maderera y ganadera
Pero no solo los coches o las enfermedades amenazan la fauna de la isla. Tasmania tiene una importante industria maderera y ganadera. Los campos de cultivo y las tierras para pastos se alternan con los espacios vacíos de bosques talados y el hábitat de especies animales y vegetales se reduce de forma drástica día a día. En 2011, los gobiernos australiano y tasmano acordaron proteger 400.000 hectáreas de bosques nativos de la isla. Un acuerdo que fue bien recibido por los conservacionistas pero muy criticado por la industria maderera que, en los últimos años, ha talado más de 10.000 hectáreas de bosques para exportar su madera, sobre todo a Japón.
El problema no solo radica en las empresas madereras y en su negocio, si no en las familias que viven de trabajar en esa industria y que vieron como, de la noche a la mañana, la actividad se reducía y los empleos caían de forma sustancial. Ante tal desajuste, el Gobierno australiano aportó ayudas a las familias por valor de 83 millones de dólares australianos (unos 56 millones de euros), con el fin de diversificar la actividad económica de la zona y una partida adicional de 43 millones más (unos 29 millones de euros) para la preservación de las áreas naturales protegidas.
Condenados en el paraíso
La historia de Tasmania es la historia de Australia pero con un matiz, si cabe, más dramático. Si nos remontamos a los orígenes, se calcula que los primeros asentamientos aborígenes de la isla se pueden datar en unos 35.000 años. Mucho más tarde, el primer europeo en avistar sus costas fue el explorador holandés Abel Tasman, en 1642, cuando aquellas tierras deberían ser lo más parecido posible a cómo era el planeta antes de la aparición del hombre. Tuvieron que transcurrir 135 años desde aquel primer contacto para que el célebre marino británico James Cook llegara a la zona y no fue hasta 1803 que se estableció la primera colonia británica en la entonces llamada Tierra de Van Diemen. Aquel momento supuso un giro oscuro para la isla y sus habitantes: el principio del fin para los aborígenes tasmanos.
Al igual que en el resto de Australia, los primeros colonos fueron convictos británicos y los integrantes de los destacamentos militares del imperio que los vigilaban. Una de aquellas colonias-prisiones es hoy una de las principales visitas turísticas de la isla: Port Arthur. Los edificios, algunos mejor conservados que otros, evocan con detalle la época en que 12.500 convictos cumplieron allí condena entre 1830 y 1877. Resultó ser un lugar ideal y aislado, en la península de Tasman, al sur de Hobart, para evitar las fugas.
Solo un estrecho paso separaba la península del resto de la isla y estaba custodiado por toda una línea de perros que disuadían a los ansiosos de libertad. Saltar al Mar de Tasmania podía suponer una muerte igual de terrible: ser devorado por los tiburones, si es que conseguías sobrevivir a las frías aguas.
Por otro lado, los colonos libres necesitaban tierras donde vivir y cultivar, y el enfrentamiento entre estos y los aborígenes no se hizo esperar. La aplicación de una serie de leyes entre 1828 y 1832 contra la población aborigen y a favor de los colonos dio lugar a la llamada Guerra Negra. Un genocidio en toda regla que solo finalizó con la muerte del último habitante nativo varón en 1860 (poco después murió la última mujer) tras una serie de matanzas y atrocidades entre las que se encontraban la esclavitud, la caza legal de seres humanos y la venta y exhibición de sus pieles como trofeos. Así hasta la aniquilación total de toda una nación, de toda una etnia.
Hoy, al igual que los lobos marsupiales, ya no existen los habitantes originales de Tasmania. El naturalista Charles Darwin manifestó en su visita a la isla en 1836 que, afortunadamente, aquella era ya «una tierra libre de negros», tras comprobar el exterminio llevado a cabo y que los pocos que quedaban estaban confinados en prisiones.
De una forma o de otra, fueron aquellos colonos y convictos los que cimentaron en buena medida lo que hoy es Tasmania a nivel social y cultural. Tanto para bien como, por supuesto, para mal.
Más allá de las apariencias
Cuando uno viaja a lo largo y ancho de la isla no puede dejar de imaginar que bien podría hallarse en uno de los mejores lugares del mundo en los que vivir. Grandes extensiones de tierras cultivadas y frescos pastos para el ganado que anuncian una buena alimentación, playas solitarias y limpias, montañas primigenias y bosques cargados con la esencia de la naturaleza que auguran un Jardín del Edén donde existir como individuo o crear una familia. Pequeñas y tranquilas aldeas propias de la campiña inglesa como Swansea, Stanley o Richmond y ciudades moderadas y limpias como Hobart, Lauceston, Devonport o Burnie, donde la gente trabaja y habita de forma apacible y con una buena calidad de vida.
Por ejemplo en Hobart, en el barrio de Salamanca, abundan los mercadillos, las galerías de arte y los relajados y modernos cafés donde conversar en persona o chatear por Internet, además de poseer un museo de referencia en el país, el MONA (Museum of Old and New Art). La cultura podría ser a priori un indicativo de que se trata de una sociedad con pocas preocupaciones o carencias. Hay barrios residenciales, como el de Battery Point, donde se vive en condiciones envidiables. Una capital con aire limpio y calles impolutas asomada al mar.Todo real, ciertamente, pero la verdad completa es que no todo es ideal en la isla con forma de manzana.
Maravilla amenazada
La isla y el mar que la envuelve en gran parte, el de Tasmania, son una maravilla natural única. Un clima oceánico templado que propicia tierras de cultivo y pastos que alimentan los mejores viñedos de Australia y a los mejores corderos y terneras del país. Prados verdes o dorados salpicados de viejos eucaliptos que guardan la tierra que los vio nacer y que los verá morir. Tierras cubiertas por cielos australes de una luz irreal, decorados con nubes moldeadas por los vientos que recorren la isla, como los llamados Rugientes Cuarenta, aquellos que soplan al noroeste. Costas que alternan las playas suaves con los acantilados bruscos y un interior de colinas suaves traspasado por rangos montañosos escarpados. Paisajes modelados por la mano del hombre que contrastan con espacios salvajes y prehistóricos.
En el verano de este 2017, un estudio científico australiano publicado por la revista ‘Nature Communications’ alertaba que lo que ya es una realidad en el resto del planeta había golpeado también a Tasmania: el calentamiento global provocado por la acción de la humanidad. La ya conocida como «la ola de calor del Mar de Tasmania», acontecida durante el último verano austral, duró 251 días y elevó la temperatura del agua hasta casi tres grados centígrados. Fue la más larga registrada en la Historia.
Una ola provocada casi con total seguridad (un 99% afirman los científicos) por el fenómeno del cambio climático que afectó a una gigantesca área marina en torno a la isla. Cambios en el clima que afectan a la propia naturaleza y a sus diversos ecosistemas, con consecuencias como la llegada de especies invasoras y perturban la propia actividad del ser humano, bajando la productividad en granjas de pescado o aumentando la mortalidad en criaderos de moluscos y otras especies comestibles. Una ola de calor que se puede repetir en un futuro cercano con efectos cada vez más devastadores sobre un ecosistema ya golpeado y debilitado.
En definitiva, Tasmania afronta un futuro lleno de retos y obstáculos. Una maravilla amenazada por la humanidad que no ha perdido la esperanza.