Igor Fernández

Una de cal y otra de arena

Somos seres gregarios, estamos predispuestos al encuentro social en cualquier situación porque sabemos íntimamente que necesitamos del otro casi para cualquier aspecto de la vida. Muy poca gente es autosuficiente, de hecho, nadie tendría nada de lo que tiene hoy si otros no lo hubieran construido a lo largo del tiempo, si otros no estuvieran dispuestos al intercambio.

Quizá por esta razón, ante una situación de incertidumbre, cuando nos sentimos inseguros, somos capaces de vincularnos con desconocidos con pasmosa facilidad. Lo hacemos, eso sí, en torno a unas cualidades que percibimos como comunes a simple vista. En esos casos, nos asociamos y posicionamos a favor del grupo sin darle demasiadas vueltas. No hay más que pensar en qué sucede cuando vamos de viaje al extranjero y nos encontramos con otros vascos, o cómo en las reuniones de vecinos son reconocibles las facciones y se mantienen cohesionadas en la discusión de aspectos diversos de la vida común a lo largo del tiempo.

Cabría pensar que las decisiones son similares porque, precisamente, se han asociado en torno a una idea común; pero, a veces, dichas decisiones tienen más que ver con la lealtad que con un análisis pormenorizado. Hay multitud de experimentos que muestran la facilidad con la que las personas renunciamos a posiciones personales en favor de la pertenencia, a través de la presión del grupo pero también debido a esa necesidad de no vivirnos a solas.

Y así como es imprescindible pertenecer, toda pertenencia nos resta de algún modo espontaneidad, autonomía, nos exige que cedamos y, como cualquier otro sistema, con cierta velocidad se cierra sobre sí mismo, con sus propias normas. El efecto inmediato es que esa pertenencia adquiere una suerte de entidad propia, en la que la asociación de dos personas no solo es la suma de cualidades, deseos, necesidades, etc. de ambos, sino que ‘la relación’ se convierte en un ente vivo. Ese ‘nosotros, nosotras’ existe en sí, y se alimenta de nuestras similitudes pero también nos exige gestionar las diferencias, ya que la relación no tolera una absoluta independencia emocional. Si lo hiciera, esa relación se convertiría en mercantilista, en un mero intercambio de bienes o servicios y, en el fondo, no llegaría a servirnos para crecer.

Al mismo tiempo, las relaciones de pertenencia y, por tanto, de cierta intimidad, reparten entre las personas que la crean, una cierta responsabilidad emocional. Pertenecer implica llevar la vulnerabilidad propia y colocarla en los brazos de la otra persona y viceversa. Según los grados de intimidad, la vulnerabilidad compartida variará en grado. Sin duda, en los ejemplos que poníamos antes, tanto en el viaje al extranjero o en las reuniones de vecinos, la vulnerabilidad compartida será probablemente poca, pero si hablamos de la pertenencia a una familia o a un grupo de amigos, la cosa cambia.

Y es precisamente esa sensación de ser frágiles estando juntos la que paradójicamente nos hace sentir fuertes, protegidos, tranquilos. Tanto hacia afuera como hacia adentro. Las relaciones de intimidad en general nos permiten avanzar, crecer, porque nos aseguran la protección, la vivencia de seguridad e incluso de sentido. Es algo así como ‘puedo dormir tranquilo porque sé que puedo contar con alguien que me va a cubrir las espaldas, que va a poder ver lo que yo no puedo o pensar en lo que a mí no se me habría ocurrido. Y esa persona o esas personas tendrán lo mismo de mí’.

Si para conseguir eso tenemos que renunciar a ciertos aspectos propios, o desarrollarlos en otra parte, por lo general, estamos dispuestos, dispuestas a hacerlo. Quizá no se hable de ello pero quienes formamos parte de esa asociación, sabemos lo que le debemos a esa relación porque, al mismo tiempo, sabemos lo que nos ofrece.