Igor Fernández
Psicólogo

Ese refugio

En el mundo exterior, cuando las condiciones climáticas empeoran y el clima arrecia, prácticamente todos los animales buscan refugio. El refugio no deja de ser un lugar cuyas características pueden asegurar la supervivencia y/o el bienestar cuando vienen mal dadas; uno al que hay que ir, ya que no todos los lugares en los que desarrollamos la vida son como estos. Otros, en cambio, son lugares más abiertos, expuestos, a los que también nos acercamos en busca de lo que necesitamos, como hacen los ñus en la amplia sabana, en busca de brotes frescos pero a la vista de los depredadores.

Estas escenas que suceden, como decíamos, en el mundo exterior, son análogas a las que suceden también en el interior de nosotros, de nosotras. Y es que, en ocasiones, también psicológicamente vienen mal dadas, el clima interno se pone extremo o existe una amenaza en los ‘muros exteriores’ de la mente. La mente, en particular en su aspecto perceptivo, incorpora al ecosistema virtual la información externa que es relevante para la supervivencia, para el bienestar y para la preservación de la identidad, entre otras cosas. Nos fijamos en lo que nos afecta, de entre la vastísima cantidad de estímulos que la realidad externa nos envía. Creamos entornos virtuales dentro del ecosistema, algo así como salas temáticas en las que vivimos, al mismo tiempo que lo hacemos en el exterior.

En este mismo instante, mientras leemos estas líneas, lo que dicen y lo que quieren decir se despliega de forma muy distinta entre los lectores, evocando recuerdos particulares, opiniones, sensaciones quizá, que las hacen habitar de manera única en cada cual. Sin excepción, todas las personas habitamos en nuestro mundo, no en otro, en uno construido en parte por los estímulos externos y en parte por ese retrato coherente con la propia identidad que hacemos del mundo. E incluso en ese sitio creado ad hoc, necesitamos refugio, si acaso uno un tanto peculiar porque de lo que a veces necesitamos guarecernos es de nuestras propias ideas, más o menos intrusivas, de nuestros cálculos obsesivos, temores o críticas que parecen pulular por nuestro interior de tanto en cuanto.

A diferencia de la lluvia o el sol intenso, refugiarnos de nuestras propias conclusiones y creencias cuando son hiperestimulantes requiere de una cierta pericia. Si se ponen muy intensas es importante saber adónde nos vamos a retirar. En otras palabras, ¿en qué podemos confiar? ¿Qué no nos va a fallar? Quizá sea una convicción sobre cómo van a salir las cosas, un optimismo estable, o una relación a la que siempre volver, incluso aunque no resolvamos lo que nos aflige. ¿Qué sé de mí, que va a ser un mástil al que agarrarme cuando hay tormenta? Puede que mi identidad íntima, mi sensación de lo que es valioso y el recuerdo de esta idea me ayuden a capear el temporal ¿Con quién puedo contar para exteriorizar lo que dentro ya no me cabe? En otras palabras, saber quién nos va a ayudar a ‘achicar el agua’ cuando se nos meta por las rendijas. ¿Qué actividad me va a servir para conectar con mi cuerpo y notar cómo éste puede ser una constante que me vincula con lo básico, con ese sitio en el que no hace falta nada más que respirar?

Puede que el deporte, subir al monte, ir a nadar o tocar un instrumento, tumbarme al sol y centrarme en esas sensaciones me haga sentir la calma de que en el cuerpo uno no tiene que ocuparse. Y ¿qué escenas puedo imaginar que hagan hueco internamente a que suceda lo deseado? Quizá, desde el refugio de lo anterior, desde la calma resultante –esencial para cualquier movimiento futuro–, podamos empezar a crear virtualmente dentro de nuestra cabeza, un prototipo de nuevo escenario en el que vencer algunos de los desafíos, aceptar alguna de las derrotas y, en definitiva, adaptarnos desde nuestras limitaciones para cambiar el mundo pero también desde la dignidad de mantener preparado ese refugio en el que nadie pueda quitarnos la consciencia de quiénes somos.