Siempre nos pilla de sorpresa la ingenuidad con la que nos aferramos a ciertas convicciones a la hora de tomar decisiones. Ingenuidad y sorpresa porque se nos pasa desapercibido el hecho de que, cuando nos encasquillamos en una decisión, realmente estamos queriendo aferrarnos a que pase algo que solo está en la imaginación. Queremos creer que nos volvemos ‘objetivos’ en los análisis, pero lo que está pasando es que se está poniendo en marcha un duelo del que aún no nos percatamos. Y es que, parte del proceso de tomar decisiones conlleva ser conscientes y atravesar la renuncia a alguna de las opciones que nos imaginamos. Por ejemplo, ¿qué hago en esta situación de trabajo, me quedo o lo dejo? Probablemente no podremos tomar una decisión final hasta no haber descartado suficientemente una de las dos opciones, hasta no haber hecho el duelo por ella. Si me quedo, renuncio a irme, lo cual implica renunciar a los escenarios que me imagino si me voy –imaginados, claro; la realidad después sería otra cosa con seguridad–. En ese caso, quizá imagino tener más tiempo libre en un nuevo e hipotético trabajo, estar más realizada, poder cuidar de los míos o hacer planes de fin de semana con tranquilidad mental.
Normalmente en una situación como la de este ejemplo, lo que imaginamos es lo ideal, debido a nuestra necesidad de cambio, de cubrir otras facetas que no están cubiertas en la actualidad y que son esenciales. Nos solemos imaginar ‘huyendo’ a este otro extremo ideal si hemos creído que no hay posibilidad de negociar las condiciones hoy para que la satisfacción de esas otras necesidades se dé y, por tanto, hemos ido dejando de expresarlas e incluso sentirlas abiertamente. Una incomodidad se ha ido acumulando sin que nos demos cuenta, hasta que no podemos soportarlo más y empieza la consciencia de que “no podemos seguir así”, y empezamos a fantasear. Sin embargo, si hemos decidido quedarnos, si hemos considerado que es lo más conveniente, algo tendremos que hacer con esa necesidad de ‘huida’ que hemos notado, que todavía está en el cuerpo en forma de inquietud, independientemente de la decisión consciente. Esta inquietud, a menudo física, es la que implanta las dudas. Ya hemos decidido, pero entonces, ¿por qué no estamos tranquilos? ¿Estaré tomando la opción adecuada? Normalmente esto lo solemos saber siempre a posteriori, así que, a partir de un momento solo nos queda arrojarnos y asumir las consecuencias de los que intuimos que será lo mejor y hemos pensado suficientemente. Es entonces cuando empezamos a elaborar el duelo de lo que no se va a dar –una de las consecuencias de las decisiones–, y empezamos a mediar entre la imaginación de lo ideal y la realidad de lo posible.
Siguiendo el ejemplo del comienzo del artículo, quizá no podamos dedicarnos a los nuestros durante tanto tiempo, o tener todo el tiempo libre del mundo, o eliminar toda la preocupación del fin de semana pero, si nos quedamos en este trabajo, de algún modo tendremos que incluir estas necesidades a la vida que hemos elegido a través de la opción por la que hemos apostado.
En este punto, no se trata de decidir y esperar con fe a que la nuestra se revele como la mejor de las opciones, sino a elegir y hacer de esa la mejor de las opciones posibles dadas las circunstancias; entre otras cosas, incluyendo creativamente acciones que permitan cuidar de las necesidades que se rebelaron en otro momento. Para ello necesitaremos negociar por dentro y por fuera para que la vida no sea un todo o nada, sintiendo, en el proceso, que esa creación es propia, que somos protagonistas, y que no nos pille desprevenidos esto de tener que hacerla funcionar para nosotros, para nosotras. Crear, por incómodo que sea, es un ejercicio vital de pleno derecho y, del otro lado, el duelo, la duda, la dicotomía, habrá dado paso a una tercera vía, una imprevista en un primer momento.