La sinfonía n.9 de Beethoven es uno de los grandes hitos en la Historia de la música, una obra absolutamente sorprendente y arriesgada que abandona las formas rígidas del Clasicismo para empezar a adentrarse en la libertad de lo que llegará a ser el Romanticismo, que introduce la voz humana y la convierte en protagonista en una obra conceptualmente instrumental, que toma un poema humanista de Schiller y lo utiliza como guía, como hilo programático para el movimiento final de la obra, dotándola de un significado real, mucho más concreto, claro y universal que el de cualquier otra sinfonía escrita hasta ese momento.
La Novena es, sin la menor duda, una obra excepcional que, ya desde su estreno en 1824, viene cautivando a cualquier oyente con su fuerza, su belleza y su pasión. Esto es así, es un hecho. Pero lo es de igual manera que su fama la ha convertido en una pieza que no puede faltar en cualquier disco de greatest hits –grandes éxitos– de la mal llamada música clásica y que lo mismo suena en un anuncio de la tele, que la ponen de fondo en cualquier evento con cierto aroma europeísta, que se presta a ser versionada por Miguel Ríos o a ser –literalmente– ejecutada por los niños en el cole con su flauta de pico –imposible llamarla flauta dulce en este caso–.
La novena sinfonía de Beethoven se ha convertido, cuando menos, en una manida obra de repertorio para cualquier orquesta. Y la RPhO no se escapa. Cuando algo se interpreta tantas y tantas veces, cuando se han tocado tantas y tantas versiones, por muy bella y trascendente que sea la obra hay una cierta inercia inevitable, un peso, una reluctancia que lleva a las orquestas a volver una y otra vez a los caminos trillados. Así, a diferencia del concierto del jueves, la conexión entre la formación neerlandesa y su director fue menor, dificultando la labor del israelí y obligándole a un mayor esfuerzo para conseguir la respuesta deseada.
De nuevo el sonido de la orquesta de Rotterdam fue grande y poderoso, sin fisuras, aunque en esta ocasión hubo más espacio entre secciones para jugar con los planos sonoros. Fantástica la cuerda de contrabajos, con un sonido de gran presencia y cálido color en el primer movimiento, así como las trompas, de gran redondez y claridad.
El segundo movimiento, tan vitalista, sufrió especialmente la lucha de tempi entre aquél al que arrastraba la orquesta de forma natural y el que Shani quería imponer, mucho más vivo, provocando que todo el movimiento sonase un poco precipitado, desasosegado, a pesar de que la coherencia respecto a los otros movimientos fuera la adecuada.
Con el tercer movimiento llegó el esperado reposo, con las cuerdas graves marcando un pulso estable y cómodo. Fue aquí donde el joven israelí intentó marcar su diferencia y sello, estirando el fraseo, suave, elegante y mórbido, pero poco se puede aportar a una obra tantísimas veces interpretada.
El esperado cuarto movimiento no defraudó. La enérgica versión de Lahav Shani fue irreprochablemente secundada por la orquesta, así como por un Orfeón Donostiarra que demostró que domina la obra, con una gran labor de empaste y sonoridad, así como un destacable trabajo temático en la doble fuga y un exquisito mimo en las entradas en pianissimo.
Los solistas tuvieron también un destacable desempeño: la soprano Chen Reiss cantó con voz dulce y de agudo cómodo mientras que Carmen Artaza, en el discreto papel que escribió Beethoven para la mezzo, aportó un color cálido y vibrante; muy bien el barítono José Antonio López, con voz potente pero amable en el canto, y sorprendente pero muy adecuado el timbre del tenor Matthew Newlin, menos heroico que los tenores habituales, menos penetrante, pero de voz más redonda y homogénea, sutil y bien modulada.
Ver a la Rotterdam Philharmonic y a su magnífico director Lahav Shani haciendo la Novena es como ver al gran Juan Mari Arzak preparando un plato de jamón. Indiscutiblemente, será un producto de la mejor calidad perfectamente presentado, pero ahí hay poco lugar para la cocina y aún menos para la innovación. Por supuesto, hablamos de algo exquisito pero, culinariamente hablando, sólo es un plato de jamón, por muchas jotas que tenga.