Siekopai, el pueblo indígena que lucha por regresar a su tierra amazónica
Se llaman a sí mismos «gente multicolor», o siekopai, por la llamativa pintura corporal y los adornos que solían usar en su hogar en el corazón de la Amazonía. Pero las coronas de plumas y los collares de dientes de animales ahora son para ocasiones especiales.
Desplazados por décadas de guerra e intrusiones comerciales y culturales, los siekopai se encuentran actualmente dispersos en aldeas a ambos lados de la frontera entre Ecuador y Perú, lejos de su forma de vida de cazadores-recolectores y su territorio ancestral, que luchan por recuperar.
Hoy se ganan la vida haciendo trabajos ocasionales en pueblos rurales rodeados de campos petroleros, plantaciones de palma aceitera y carreteras muy transitadas. Sus hijos visten jeans, camisetas y zapatillas deportivas, escuchan reguetón y se mueven sobre motos chinas. Y, cuando no están en la escuela, en lugar de aprender a pescar, a cazar y a usar hierbas medicinales, pasan horas con sus celulares como adolescentes en cualquier otra parte del mundo.
Al borde de la extinción cultural, los líderes del pueblo siekopai dicen que es una cuestión de supervivencia reclamar su tierra ancestral, a la que llaman Pe'keya en lengua paicoca y aún en buena medida intacta en una parte remota de la Amazonía.
«Nuestro gran sueño es reconstruir nuestro territorio, volver a unir a nuestra nación, a nuestras familias, en estos ríos donde viven los espíritus y las criaturas de las que me habló mi abuelo», dice uno de los líderes comunitarios de los siekopai en Ecuador, Justino Piaguaje, durante un encuentro celebrado en Pe'keya.
Los siekopai son uno de los 14 grupos indígenas reconocidos en Ecuador, un país donde el 7% de la población se identifica como tal. En total, suman solamente unos 1.200, repartidos entre Ecuador y Perú.
Durante el conflicto limítrofe entre ambos países, que tuvo choques armados en 1941, 1981 y 1995, intensos combates expulsaron a los siekopai de Pe'keya, que, según ellos, se extendía por unos tres millones de hectáreas a lo largo del río Lagartococha, que forma parte de la frontera entre Ecuador y Perú.
Del lado ecuatoriano, la mayoría de los desplazados terminaron a unos 160 kilómetros al oeste de su tierra natal, en el asentamiento rural de San Pablo de Kantesiya, un pueblo ribereño que subsiste principalmente gracias al aceite de palma y al petróleo. «Desde la guerra, nunca hemos podido realmente regresar a nuestro territorio. Hermanos y familias fueron separados (...) y nos cortaron nuestras raíces nutritivas», sostiene Piaguaje.
«Todo viene de aquí»
Recientemente, cerca de 200 siekopai de San Pablo y otros lugares se congregaron en la aldea de Mañoko, en el lado peruano de Pe'keya, donde un puñado de estos indígenas habitan en casas de madera sobre pilotes cerca de las tumbas sagradas de sus venerados chamanes.
Se necesitan cerca de 12 horas en llegar a bordo de un bote a motor desde San Pablo hasta Mañoko, a orillas del río Lagartococha, «el río de los caimanes», en paicoca.
A lo largo del viaje, en un calor sofocante, peces y reptiles mecen las oscuras aguas, invadidas por una multitud de pájaros de colores, entre los gritos de los monos aulladores posados en las copas de árboles gigantes cuyas raíces se aferran a las orillas fangosas.
Al llegar a Mañoko, un pequeño caserío en medio de un océano verde, se nota el bullicio de los grandes eventos. Los siekopai desembarcan y levantan tiendas de campaña entre las pocas casas. Luego, cuenco en mano, hacen fila frente a la cocina comunitaria donde sobre un fuego de leña se prepara arroz, lentejas y pescado recién sacado del río. Niños descalzos interrumpen alegremente entre gallinas y charcos. Las mujeres lavan ropa en el río y se peinan sentadas en canoas en la orilla.
Durante los días siguientes, los siekopai se reúnen en la rudimentaria cancha de fútbol o en la única aula de la escuela ataviados para la ocasión con coloridas túnicas tradicionales y tocados de plumas, con collares de perlas, semillas y dientes de animales.
Con pinturas a base de plantas, hombres y mujeres han decorado sus rostros con motivos inspirados en animales de la selva: serpientes, panteras y arañas. Todos hablan paicoca.
«Este regreso a Pe'keya es para encontrarnos con nosotros mismos. Para los siekopai, todo viene de aquí», resume el líder de la comunidad siekopai en Ecuador, Elías Piyahuaje, quien lleva un apellido común en la zona, que tiene una variedad de grafías.
«Las nuevas generaciones no conocen este lugar, su historia, su energía especial. Este encuentro pretende estrechar los lazos entre viejos y jóvenes», agrega Piyahuaje, con una brillante banda de plumas rojas y amarillas ceñida en la frente. Entre los que hacen el recorrido hay adolescentes, como Milena Piaguaje, de 18 años, quien dice que viaja para «aprender sobre hierbas medicinales y escuchar las historias de los mayores».
Orgullosa de ser siekopai pero cansada de la «discriminación en la escuela», reconoce que le gustaría volver a la patria ancestral con su familia. «Estoy feliz aquí, rodeada de mi familia y mi comunidad. Esas son mis raíces...», asegura.
Los jóvenes siekopai «viven en una realidad compleja: con un pie en el mundo occidental moderno y el otro pie en su territorio», comenta Sophie Pinchetti, de Amazon Frontlines, una ONG que apoya a los pueblos de la Amazonía y colaboró con el reencuentro de Mañoko.
El partido de fútbol cotidiano, los niños hipnotizados por los dibujos animados en las pantallas de las tabletas o incluso un ruidoso culto evangélico nocturno, marcado por los “¡Aleluya!” en el micrófono, recuerda este dilema persistente.
Violación de derechos
Con el acuerdo de paz de 1998 entre Perú y Ecuador, los siekopai recuperaron la esperanza de regresar finalmente a su tierra. En 2017, presentaron una demanda al ministerio de Medio Ambiente de Ecuador para obtener el título de propiedad de una porción de 42.000 hectáreas de Pe'keya.
Desde entonces, «hemos tenido discusiones con cuatro ministros sucesivos, sin ningún resultado», dijo Justino Piaguaje. Por eso en septiembre de 2021 decidimos emprender acciones legales para que el Estado reconozca nuestro territorio». La demanda, aún sin resolverse, busca títulos de propiedad, una disculpa del Estado ecuatoriano por las «violaciones de derechos» de los siekopai y garantías para un retorno seguro a la tierra.
Sin embargo, existe una complicación importante: Pe'keya se encuentra en el centro de una vasta área protegida en Ecuador, la Reserva de Producción de Fauna Cuyabeno (RPFC), creada en 1979 y que abarca cerca de 600.000 hectáreas en el noreste de la región amazónica del país.
La reserva es parte de un ecosistema acuático complejo, con cientos de ríos, esteros y lagunas, catalogado en 2017 como humedal de importancia internacional bajo la Convención de Ramsar, un tratado ambiental mundial establecido por la Unesco. Alberga más de 200 especies de reptiles y anfibios, 600 especies de aves y 167 de mamíferos. Muchas son especies amenazadas, como el delfín del río Amazonas, la nutria gigante, el manatí y el arapaima, uno de los peces de agua dulce más grandes del mundo. En 2007, grupos indígenas firmaron un acuerdo con el gobierno de Ecuador que otorgó a los siekopai los derechos de uso, pero no de propiedad, de 8.000 hectáreas de la reserva en un área que se superpone con Pe'keya.
A los miembros de las etnias kichwa, shuar, cofan zabalo y siona se les otorgaron derechos sobre otras tierras cercanas.
Obsevadores dicen que el gobierno y las compañías petroleras y mineras avivaron las rivalidades entre los grupos para frustrar sus reclamos de tierras y mantener el acceso a tierras que contienen recursos naturales como el petróleo, que aún se puede encontrar en la Amazonía. «El Estado no quiere protegernos. Solo quiere explotar la riqueza de nuestros territorios», denuncia Justino Piaguaje.
«No podemos abandonar la lucha»
El encuentro en Mañoko ofreció una mirada al pasado y a una cultura en peligro. «Somos gente de los ríos (...), gente de la sabiduría de las plantas y de las lagunas», manifiesta Justino Piaguaje, quien como muchos siekopai sueña con volver a la vida anterior de pesca, caza y agricultura ambulante.
En Mañoko, los ancianos organizaron talleres informales para explicar las técnicas tradicionales de pesca utilizando huevos de hormiga, frutas y semillas a la generación más joven. Los jóvenes también aprendieron sobre la caza de caimanes, de noche y con arpón, una tarea peligrosa ya que estos reptiles de un metro de largo atacan a las embarcaciones pequeñas.
Los monos, colorados, aulladores o lanudos también son una fuente preferida de carne, pero ya no se los caza con cerbatanas y dardos envenenados como en los viejos tiempos, sino con escopetas. Los siekopai se enorgullecen de tener conocimiento de «más de mil» plantas, incluida el yagé, utilizada en los ritos chamánicos que crean un puente hacia el mundo de los espíritus.
«El yagé es vital para nosotros. Si perdemos el yagé, perdemos nuestra espiritualidad. Caeremos en la ignorancia, perderemos la sabiduría de los ancianos. Ya no escucharemos a los animales y a los espíritus de la selva y a los ríos», afirma Justino Piaguaje, cuyo abuelo, hoy de 109 años, lo tomaba.
Para conservar este conocimiento, los siekopai insisten que deben regresar a su territorio. «No podemos abandonar la lucha (...) porque, si no, los siekopai desaparecerán como algunos animales de la selva han desaparecido de la noche a la mañana», remata Elías Piyahuaje.