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Rold Skov, el bosque habitado

Un tercio de la superficie terrestre es bosque. La ONU calcula que en 2050 la mitad de la población vivirá en grandes urbes. ¿Cómo convive el arbolado con la ciudad? Este es el relato de cómo se mantiene este equilibrio en Rold Skov, el segundo bosque más grande de Dinamarca.

Rold Skov, el segundo bosque más grande de Dinamarca.

El mundo se divide entre los que saben que existen las grasas buenas y las grasas malas (alimentos procesados o naturales). O entre los que todavía creen que Dinamarca es un paraíso natural o, más bien al contrario, que es el país con menos naturaleza salvaje de Europa», nos explica Raasmussen, uno de los nuevos habitantes del bosque. Un ejemplo lo encontramos en Rold Skov (80 kilómetros cuadrados), el segundo más extenso de Dinamarca, territorio de leyendas, mitos y demiurgos que transmitían las tradiciones de generación en generación y que ya ha privatizado el 75% de su extensión. Aunque sostenibilidad y desarrollo pueden converger, en espacios como estos el equilibrio es delicado.

En el extremo sur del bosque hay una gravera que tiene previsto crecer el triple (un kilómetro cuadrado actual) por la demanda de esta materia prima en las ciudades. Keld Adersen vive a 270 metros del nuevo hoyo de la gravera y está preocupado. No solo por la contaminación acústica sino porque sospecha que esta explotación empeorará el agua potable. «El ruido y el desorden ya me dan igual. Pero jugar con la potabilidad del agua me parece feo para nuestra salud», argumenta.

Los árboles y el agua siempre han estado relacionados. Hay lugares en la tierra, como la Taiga siberiana –la mayor extensión de árboles del planeta–, donde se produce más agua potable que en todas las selvas tropicales juntas. Aquí también encontramos agua, pero para ello hay que adentrarse hasta el centro del bosque y llegar a Store Økssø, un precioso lago que en los días sin viento brilla como un espejo, lo cual atrae a numerosos nadadores de toda Dinamarca que se zambullen en sus frías y nítidas aguas.

Para un habitante del sur de Europa resulta extraño encontrar a tanta gente (hay días en que pueden venir hasta 300 nadadores) reunidos en un silencio casi absoluto. Pero aquí a la gente le gusta escuchar al paisaje. Hay parejas que se bañan desnudas sin que nadie se altere. Lo hacen como un rito iniciático o como una muestra de respeto ante los dioses y este magnífico lugar. Incluso cuando hay carreras ciclistas (Red Bull organiza una bastante tumultuosa), los 450 participantes van tranquilos.

«El bosque es lento», opina Preben Palsgaaard, guarda forestal desde hace treinta años. «Cuido de este lugar, que es muy anterior a mí, para que la gente pueda continuar disfrutándolo después de que ni tú ni yo estemos aquí». Paseando con este guardabosques discreto y enamorado de su profesión, nos explica que hay árboles tan antiguos como las pirámides de Egipto. «Por ejemplo: en el Bosque Nacional Inyo (California) encontramos el árbol más antiguo del mundo, ‘Matusalén’ (en referencia al personaje bíblico), con una edad estimada de más de 4.700 años», nos explica. Nada que ver con los árboles más longevos de la península, que no llegan a 2.000 años. La mayoría se encuentran en bosques del norte del Estado español, como el Tejo de Santa Coloma (Asturias).

El bosque vigilado

Caminamos. Subiendo una ladera nos encontramos con una sorpresa en medio de lo que creíamos un paraíso virgen a la presencia humana. Entre los árboles silvestres, los brezos y las ramas, una valla de dos metros se alza como un muro. El guarda nos explica que él mismo se encargó de plantarla para evitar que furtivos roben la Cypripedium, una orquídea salvaje que está en peligro de extinción en toda Europa y que en Dinamarca solo crece en este bosque. «A pesar de esforzarnos mucho, el pasado verano, justo después de que la mayoría de las plantas florecieran, una noche el campo fue saqueado –denuncia Preben–. Como resultado, la Agencia de la Naturaleza ha decidido vigilar con cámaras de vídeo todo el cercado», advierte.

Aparte de por su exclusividad y su belleza, una de las razones que convierte a esta orquídea en una planta codiciada son sus propiedades de sedante nervioso. No obstante, los bosques siempre han sido lugares de recogimiento y tranquilidad. Son espacios que sirven para reconectar a las personas con su yo más ancestral, una práctica que han sabido apreciar en alojamientos como el Blue Cross. Aquí reside Michael Rasmussen, quien llegó al bosque huyendo de su adicción a las drogas desde la pronta edad de trece años. «Todavía tengo pesadillas y no me suele gustar recordarlo», confiesa.

Rasmussen define al Blue Cross «más como un albergue para personas con problemas que un centro de desintoxicación». Llegó hace dos meses y no piensa irse todavía. Cada día se levanta, coge su bici y se adentra por el bosque para ir a pescar. «La naturaleza es mucho más adictiva que las drogas. Con la diferencia de que aquella te sana y las otras pueden matarte», compara.

En la medicina alternativa cada vez son más quienes defienden las propiedades curativas de los bosques. En Japón y Corea una práctica habitual es darse shinrin-yoku (baños de bosque) y en Europa, autoras como la investigadora británica Liz O’Brien aseguran que «son entornos restaurativos donde los sonidos, la vista y los olores experimentados juegan un papel fundamental para reducir el estrés y estimular los sentidos». Los estudios realizados por O’Brien defienden que la calidad de vida que se deriva de «frecuentar el bosque –recalca– se traduce en bienestar físico, psicológico y social». Esta experta apunta que nadie debería vivir a más de cuatro kilómetros de un área forestal accesible de 20 hectáreas como mínimo.

Ignacio Abella, uno de los grandes conocedores de los bosques de la península, explica que «el árbol es el eje alrededor del cual se construye toda la humanidad. En todos los pueblos había uno bajo el cual se reunía la comunidad. También ha sido el motor de nuestra sociedad: su fuego nos ha calentado, sus alimentos nutrido y ha recogido la luz del sol para transformarla en aire y lluvia (…), cuando, debido a la tecnificación la sociedad, se urbaniza alejándonos de los árboles, perdemos esas raíces y se produce una desorientación en los individuos», añade.

Aunque no para todos: Rasmus Raevedis es uno de los habitantes más peculiares del entorno. Llegó hace unos años de la vecina Suecia y su deseo es que Dinamarca se pueble de grandes bosques como se pueden encontrar en su país de origen, por más que él no se considere de ningún lugar en particular. Es brujo y muchas noches se adentra en lo más oscuro de la foresta para practicar sus rituales, heredados de la más antigua tradición nórdica. Busca un espacio donde se sienta durante toda la noche y absolutamente solo, lo que le permite experimentar una conexión con los animales y sus espíritus. Y con los equinocios, verdaderos augurios del ciclo natural según la tradición vikinga.

Murciélagos y posadas

Para encontrar lugares perdidos, el brujo Rasmus se desliza por los antiguos túneles de la mina de piedra caliza que horadan los caminos de la foresta en Rold Skov. La mina fue cerrada hace ochenta años pero alberga alguna escultura en sus paredes, además de profundas grietas que alojan a las especies más inhóspitas de este paraje. De día los turistas vienen para admirar sus esculturas, mientras que por la noche los murciélagos se adueñan de la cueva.

Esta inquietante ambivalencia también la encontramos en las paredes de los restaurantes para turistas, como en las de la posada Rold Storkro, donde las cabezas de ciervos (esencia de la iconografía nórdica) y las figuras de trols conviven con pinturas de paisajes románticos. Esto es Dinamarca y ahora estamos en el elegante restaurante de Rold Storkro, una posada que lleva alojando y dando de comer a viajeros y habitantes de la noche desde 1747. Desde finales de los años 60, Helge Qvistorff es su gerente y desde entonces no se ha cansado de documentar las historias de transmisión oral de este lugar. Hombre elegante y un verdadero apasionado del lugar, confiesa que, aunque ha viajado en grandes barcos por América y Asia, es en el Rold Skov donde verdaderamente se siente como un explorador. Helge ha publicado quince libros sobre el bosque. «La gente viaja por todo el mundo. Pero pocos se aventuran a adentrarse en su propio bosque», asevera.

Además del Rold Storkro, otro lugar, más sencillo pero no con menos sabor, es el Rold Tavern, una posada donde los sábados hay baile después de servir un menú de tres platos, y es más frecuentada por los locales que por los turistas. Es un espacio amplio con una sala de baile con vistas panorámicas. En la pista encontramos al matrimonio Jensens. Ella siempre quiso ser bailarina y desde hace cuarenta años asiste con su marido a clases de baile. La pista se les hace pequeña. Bailan con vigor con ritmos lentos, suaves y precisos. Un camarero nos comenta que, después de trabajar en siete lugares diferentes y tras un año de vivir aquí, no se arrepiente para nada de su elección. «Nunca vengo a trabajar de mal humor y no sé qué es mirar el reloj cuando trabajo», dice.

Pero la vida en el bosque no es solamente romántica. Erik Knudsen es un granjero que encontramos en el mismo local. Él prefiere fumar que bailar. Tiene 69 años y, aunque está jubilado, todavía realiza alguna tarea en la arboleda. «Nací y crecí en Rold, así que no me preocupo demasiado por los turistas. Reconozco que los fines de semana me tocan las narices porque estacionan sus coches en la entrada de mi granja. Pero ¡qué se le va hacer!», exclama resignado. «Por lo demás, no me molestan. Yo no soy de salir los domingos a pasear. Vivo aquí».