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Preservarnos


Vivimos fascinados por la tecnología y sus posibilidades. La tecnología nos permite tener la vida que tenemos hoy, ni más ni menos, y la incorporamos sin plantearnos particularmente cómo funcionan, cuáles son los intereses de que se desarrolle una tecnología u otra, ni de las repercusiones en nuestra forma de pensar y organizarnos. Y es que, a pesar de todo lo que hemos avanzado, de cómo hemos hecho ‘pensar’ a los ordenadores, sabemos bien poco sobre cómo pensamos nosotros; en concreto dónde se origina esa sensación de ser nosotros mismos, la creatividad, la permanencia de nuestra identidad a lo largo de los años, etc.

Nadie puede negar la experiencia del amor, del miedo, de la ilusión por una nueva fase vital que comienza o la tristeza por la pérdida y, sin embargo, no podemos más que retratar cómo el cerebro se ‘enciende’ en unas áreas u otras a medida que experimentamos tales cosas, sin saber si dichas experiencias se generan ahí. Para la vida cotidiana esto da igual. Nos reiríamos de alguien que insistiera en que no nos sentimos de tal o cual manera, o que no podemos saber quiénes somos si la ciencia no lo comprende primero. No: hay experiencias humanas que nos conforman y dan sentido a la vida, más allá de su tecnificación, no ya en términos de comprensión científica, sino en un intento mecanicista de reducir lo que nos pasa a protocolos, fórmulas, y asociaciones de estímulos que llevan solo a una respuesta posible.

De hecho, también nos resistimos a las posturas que nos reducen a una simple –o muy compleja– sucesión de experiencias y nos definen como irascibles, sensibles, impulsivos o reticentes por una aparentemente sensata narración de acontecimientos concatenados que han dado como resultado esas posturas –de ahí lo del estímulo-respuesta–. De alguna manera experimentamos que somos más que eso, que somos ‘nosotros, nosotras’, seres únicos aunque parecidos, que no cabemos simplemente en una clasificación o en varias. Y, al mismo tiempo, es precisamente esta ‘unicidad’ la que más nos asusta o nos inquieta, en relación con el mundo. Quizá queramos ser especiales pero serlo demasiado nos deja solos, solas; o quizá queramos que nos entiendan pero no nos definan; o que nos faciliten la vida pero no nos controlen. Todas estas alternancias hacen que, realmente, podamos predecir al otro lo justo.

Cuando nos apoyamos en la tecnología, y en particular en su rama social –las redes sociales pero también la automatización de cobros o trámites en los que desaparece un interlocutor– que pretende simular mundos en los que nos sintamos seguros, tengamos la sensación de que podemos predecir y controlar lo que no podemos en la vida cotidiana, en cierto modo, también corremos el riesgo de tener que alejarnos de nuestra naturaleza cambiante para encajar en una categoría diseñada por otros para nosotros, para nosotras.

En cierto modo, aceptar que las relaciones que van a conformar la vida, van a estar mediadas por el interés de un tercero –la empresa que provee de esos servicios–, nos enajena de una de las necesidades básicas e inalienables de las personas: el contacto real. Es muy curioso que, a pesar de tratarse de una necesidad tan básica desde el minuto uno de vida, haya que justificarla y defenderla ante las presiones individualistas de una sociedad basada en la productividad, o de una empresa que recorta el contacto humano a favor del supuesto beneficio de la automatización del trato, como si este no valiera nada.

Sea como fuere, quizá este sea un bastión que defender, muy tocado por las circunstancias de la pandemia –razón, entre otras, por la cual han aumentado tanto los casos de depresión y ansiedad–, la necesidad del trato humano, en todos los aspectos de la vida, porque ello mantiene el contacto tanto con el mundo como con nosotros mismos. Sepamos cómo funciona o no, nos inquiete o no, sea o no productivo para los poderes económicos; el trato real, nos protege a todos y preserva nuestra identidad.