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Entre trufas negras en Sudáfrica

Conoció el oficio en Alemania, de la mano de su abuelo. Y, una vez jubilado, se atrevió a cultivar trufa negra en Sudáfrica, en los montes de Cederberg. Pocos años después de lanzarse a la aventura, asegura que lo ha logrado, pese a las dificultades que ha tenido que sortear. Es Volker Miros.

Volker Miros, con la ayuda de su perro.

Solo arbustos magros crecen en los suelos arenosos y ácidos de Sudáfrica escogidos por Volker Miros para cultivar sus trufas, pero, aun así, no dudó ni un instante, convencido de que el precioso hongo crecería bien en este lugar.

Fanático de las setas, nostálgico de las cosechas de su infancia con su abuelo en Alemania, escogió las mesetas de los accidentados montes de Cederberg, a dos horas de Ciudad del Cabo, para arrancar su aventura.

La costa atlántica no está lejos, pero el clima del lugar es mediterráneo. «Nosotros nos informamos de dónde se cultivan las trufas en el resto del mundo y es, principalmente, en el hemisferio norte, a alrededor de 32 a 35 grados norte», explica Miros, de 81 años, con su barba blanca y su gorro negro, preparado para enfrentarse con éxito a los rigores del invierno austral. «De hecho –prosigue–, a la inversa, estamos exactamente a 35 grados sur». Se refiere a su proyecto agrícola familiar, situado en un valle a 1.100 metros de altitud.

Miros es pionero en la reciente truficultura sudafricana. En 2009 importó las esporas de trufas de Périgord (Francia), un «diamante negro» de la gastronomía conocido por la intensidad de su aroma y que él siembra entre las raíces de robles jóvenes. Eso sí, fueron necesarios seis años de pruebas y toneladas de cal para corregir la acidez del suelo antes de desenterrar las primeras trufas.

Actualmente, junto con su hijo Paul, Miros es el primer productor sudafricano de trufa negra, con casi un centenar de hectáreas plantadas. Su producción puede alcanzar alrededor de 10 kilos por hectárea cada invierno sudafricano, entre junio y agosto.

«Campesinos locos»

Hoy sonríe al recordar sus inicios; no puede evitarlo. Tampoco su hijo Paul, de 56 años: «Éramos los campesinos locos de lo alto de la montaña», bromea esquivando con la mano el sol que se asoma entre los robles y arbustos. Su perro se sienta dócilmente a su lado después de encontrar una gran trufa del tamaño de una bola de tenis. Una vez más, su desarrollado sentido del olfato no le ha fallado.

Y es enconces cuando intervienen las cifras en la conversación. «Las de mejor calidad se venden a 1.155 euros el kilo, con precios alineados al mercado europeo». La mayor parte de los compradores son los elegantes restaurantes de esta región turística y vinícola. Es más, «la gente en Sudáfrica conoce muy poco de las trufas», continúa Paul, quien compara su sabor con «el olor de un sotobosque húmedo».

Entre los numerosos obstáculos que han tenido que sortear estos últimos años, destaca uno en especial. «Uno de nuestros mayores problemas era vender las trufas frescas, porque hay que consumirlas en las tres semanas siguientes tras sacarlas de la tierra», admite. Por eso lamenta que «este no es un producto para cualquier chef».

Lo que no lamenta, en absoluto, es tener la oportunidad de disfrutar de las trufas en combinaciones impactantes, como a él más le gustan. Y lo reconoce mientras degusta un helado de vainilla y comparte sin alzar la voz un secreto que, al parecer, ha reservado a fuego lento para un buen final: «Por su textura cremosa, la vainilla combina perfectamente con la trufa y, además, potencia su sabor».