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Imagen del Atyla, al atardecer.

Atyla, el navío que dialoga con el mar


Avanzada la noche, escucho su respiración rítmica y grave. Dicen que la madera es un ser vivo. La siento real, entre las cuadernas de un barco que nace de los bosques y toma forma en la ribera de un río, al amor de la antigua tradición marinera, fruto de un sueño y lanzado a dialogar con el mar.

Cuando allá por el mes de mayo me ofrecieron navegar en el Atyla, se me avalanzó toda la fascinación que ejerce sobre mí el mar. Sería pretencioso considerarme marinero, pero sí es cierto que surco ondas a la mínima ocasión. El piélago actúa como un imán que atrae con fuerza todos los polos de mi alma. Porque su añil, intenso e inabarcable, representa un espacio de vida, de libertad y de aventura, teñido –lo confieso–, de un halo de romanticismo hasta cierto punto idealizado. Pero también lo vivo como una oportunidad de superación donde, ante todo, se impone la realidad: de los elementos por un lado, pero, especialmente, de los límites y de las fortalezas que a veces ni se conocen de uno mismo.

La tentación estaba servida. Además, era una navegación diferente a todas las que había realizado antes. Una navegación oceánica cuajada de historia entre Canarias, Azores y Bilbo, triangulando el Atlántico por los archipiélagos que fueron escala en los viajes entre Europa y América. Una navegación repleta de mar, mar y mar con días interminables sin costa cercana, con la única referencia de un horizonte circular en los cuatro puntos cardinales.

Y una navegación en el Atyla, que no es un barco al uso. Sus 30 metros de eslora y los dos mástiles que se elevan 16 metros sobre cubierta desplegando jarcia y trapo, dibujan la estampa de una goleta de velacho inspirada en los navíos de finales del s. XVIII. Navegar en él es enfrentarse a las maniobras tal y como lo hacían los navegantes de antaño, largando sus 400 m2 de velas a golpe de músculo en las drizas y sin piloto automático, luz y noche a la caña, al timón, manteniendo el rumbo con los ojos en el compás y la vista en proa. Embarcarse en el Atyla, más que una promesa de viaje y lance, suponía aceptar una apuesta al mismísimo Poseidón.

Rumbo a las Azores

Afrontar el reto y formar parte de su tripulación implica apertura de miras, estar dispuesto a recibir sorpresas y a soportar rutinas, a hacer lo que toca en cada momento, a disfrutar en compañía, pero sabiendo encontrar el rincón interno de soledad en un espacio escaso limitado por las bordas de babor y estribor. En un barco así en mitad del Atlántico, desafiar al gran azul es desafiarse a uno mismo. Porque no hay vuelta atrás, y porque llegar a buen puerto entraña trabajar en equipo con espíritu colaborador, cultivar la empatía, la responsabilidad, el pensamiento crítico y la disciplina. Es un ejercicio de convivencia multicultural con participantes de diferentes edades, condiciones, motivaciones y nacionalidades, y donde, a diferencia de otros navíos, prima la cercanía, limitándose las jerarquías a lo imprescindible para el buen funcionamiento del barco. Porque el Atyla navega para las personas.

Salimos de Tenerife el 27 de octubre rumbo NO con mar rizada y vientos del NE. Por delante 2.000 millas de travesía, 3.700 km de los cuales más de 2.800 sin tierra a la vista. La primera etapa nos lleva a las Azores. Tiempo soleado y con buenos vientos, constantes, de hasta 20 nudos, que nos empujan hasta lograr 8 nudos, una óptima velocidad para nuestro barco, panzudo, con poca quilla y escasa ceñida, aunque muy seguro. Sacamos vela casi todo el trayecto, trinqueta y mayor algo rizadas más el velacho y dos foques. La única incomodidad es que Eolo levanta olas de hasta tres metros lanzándolas sobre la banda de estribor zarandeando el bajel. Así, tras una semana de arrebatadas singladuras en la que el mar había jugado con el casco como un niño con su sonajero, arribamos a las islas del anticiclón.

Afortunadamente, la factura en forma de mareo es corta, apenas dos días, Aun así, quieres morir hasta que el cuerpo logra habituarse. Después, tras otro par de días donde el luto es el temor, los malos momentos se olvidan y las horas comienzan a ser disfrute de azul en azul. Eso sí, el mar siempre te recuerda que cualquier actividad sencilla en tierra multiplica su dificultad hasta límites insospechados. Es cuando se admira a nuestras cocineras, capaces de lidiar con unos fogones bamboleantes para ofrecernos tres de los momentos más gratificantes de la jornada. Las horas pasa sin lugar para el aburrimiento, entre guardias, limpieza, lecturas, viajes hacia el interior, maniobras en el aparejo, pesca, clases, contemplación del infinito y charlas y más charlas, con sentimientos encontrados que nadan entre el ansia de gritar tierra y el deseo de seguir perdidos en el océano.

El Cantábrico más allá del horizonte

Tras una escala de cinco lunas, el 8 de octubre partimos de las Azores con nuevo rumbo. Nos dirigimos al NE, a la península. La etapa es larga, 13 días y 1.200 millas. El 16 avistamos costas gallegas y fondeamos en A Coruña. La mañana siguiente doblamos el cabo Ortegal y enfilamos por fin el Cantábrico. La navegación resulta sorprendentemente tranquila, con viento muy suave del N y del NE y mar reposada, lo que nos obliga a poner motor. La calma reinante hace que los únicos sobresaltos sean las visitas siempre gratificantes de delfines y calderones y los soplidos lejanos de varios rorcuales.

Tomar el timón en estas condiciones de sosiego es más amable, pero igualmente requiere de atención y de la pericia que ofrece la experiencia. Pilotar un barco está lleno de sutilezas y el Atyla tiene sus propios caprichos. Solo cuando se ha tenido la rueda del gobernalle en las manos se puede decir que se ha sentido su pulso y su voz. Porque late y habla con cada golpe de ola, con cada empuje de corriente, con el rolar del viento, con sus tiempos de reacción al giro de la pala y con las inercias de su volumen. Y no escucharlo supone errar la derrota y perder el trimado del velamen. También es mas sencillo subir a los mástiles hasta la cofa para lidiar con vergas y cabos o, simplemente, ver la vida en gran angular; o transformar en hamaca el guardamancebos junto al bauprés, para arrebujarse en la tela de alguno de los foques mientras la proa parte las olas salpicándote de espuma.

En cualquier caso, navegar a mano y madera como en el Atyla, te hace sentir un respeto profundo por el mar y sus gentes. Especialmente cuando existes tanto tiempo rodeado solo por la redondez neta del planeta, por un paisaje radial, limpio, lejano y eterno. El horizonte se metamorfosea en desesperación y esperanza, en una llamada hacia lo que hay después y en el sueño con recalar en algún lugar. Lo miras, y sabes que nunca lo vas a alcanzar pero intuyes que más allá está siempre esperando un regazo cálido y acogedor. Y pronto aprendes que quienes navegan a vela aman sobre todo dos cosas, el viento que los mueve y la tierra que los aguarda, tierra de la que de nuevo van a querer partir. Así, vagas pequeño y humilde ante la inmensidad pero empoderado por el ingenio y el coraje que supone enfrentarse al vacío garzo superando aprensiones, incertidumbres… Y se rinde pleitesía a quienes en épocas pretéritas se internaban en sus misterios sin más guía que las estrellas, a quienes aún hoy en día lidian con sus arrebatos para ganarse el pan.

El litoral cantábrico nos recibe con inusitada placidez. Navegamos a buen ritmo y con suavidad. Van quedando atrás las costas asturiana y cántabra con atardeceres de fuego presididos por los perfiles dentados de los Picos de Europa. A levante el azur se apastela en rosa y en la noche riela la luna en blancos y ocres diamantinos. Euskal Herria está cerca. Por fin el 20 de octubre pasamos bajo las filigranas férricas de Puente Colgante. El Atyla llega a casa. Tras casi un mes acariciados por sus susurros, la alegría se mezcla con la melancolía. Alegría por los reencuentros, pero nostalgia por el desembarco, por abandonar el cascarón que ha sido casa y aventura. Un sueño hecho realidad vivido con intensidad entre risas, trabajo, soledades, confidencias… en mitad del todo y la nada y con la sensación de haber estado décadas fuera del mundo y de sus prisas. Como vivencia viajera es extraordinaria y como experiencia personal un tesoro pirata. Quizá por eso aún siento que el suelo se balancea bajo mis pies y que el mar no se ha despegado de mis retinas, ni el sabor a sal y a madera de mi piel.

Fruto de un anhelo

El Atyla nace de un anhelo, el de emular a Elkano dando la vuelta al mundo en un barco construido al modo tradicional, como una goleta de finales del XVIII. El soñador es Esteban Vicente, quien recorre los bosques de su Soria natal para elaborar las primeras piezas. Pero para dar forma a la nave necesita unos astilleros de ribera y elige las orillas del Lea en Lekeitio, donde se construirá el casco para, posteriormente, ver levantada en Erandio su arboladura.

En 1984 el barco está listo para navegar y si, bien el plan de circunnavegar el mundo se ve truncado, comienza un periplo de varios años surcando el Atlántico y el Mediterráneo con proyectos de diversa índole. Desde 2015 el barco tiene su puerto base en Bilbo tras alcanzar un acuerdo de colaboración con el Itsasmuseum, y en 2016 se crea la Atyla International Training Ship Fundation, organización sin ánimo de lucro con sede en la capital de Bizkaia. Funciona como escuela de navegación, de crecimiento personal y habilidades para la vida, con un programa de becas para que la falta de recursos no sea impedimento para participar.

Navegar y visitar la goleta

La temporada de navegación suele comenzar en mayo y finaliza en octubre. Toda la información sobre tipos de viaje, requisitos y precios se halla en en su web.  La tripulación se compone de cuatro profesionales (capitán, primer oficial, maquinista y cocinera), cuatro watch leader o jefes de guardia voluntarios y 12 aprendices o trainees.

Con respecto a sus visitas, el Atyla abre sus puertas al público a partir de noviembre. Las entradas se adquieren en el Itsamuseum de Bilbo. También hay un programa de visitas destinadas a centros escolares gestionadas por el museo.

Mientras el barco está en su puerto base de Bilbo entre otoño y primavera, se ofrece un programa de voluntariado para colaborar en el mantenimiento y en las actividades culturales en las que participa.