15 MAY. 2022 - 00:00h ¿Juntos o qué? Igor Fernández La colaboración es siempre un tema complejo, ya que, a pesar de que la necesitamos para sobrevivir (no tendríamos nada sin los demás, ni siquiera un botón, fabricado por otras personas), es un baile que requiere de la participación de todos. Colaborar no es someterse o adaptarse, tiene un matiz diferente. Es más cercano a poner a disposición del conjunto los recursos de todos, por el bien común; en particular aquellos recursos que sean pertinentes según el sentido de una colaboración concreta. Sea como fuere, la colaboración conlleva el deseo del beneficio del otro mientras dure la asociación, al igual que el propio, y el uso de nuestra capacidad de adaptación y creatividad para ir más allá de lo que podría cada individuo por separado. Y esa palabra, ‘deseo’, o el verbo correspondiente, ‘desear’, es algo que pocas veces sucede a la fuerza, si es que alguna vez lo hace. Colaborar conlleva la libertad de hacerlo o no, independientemente de las razones de uno u otro; si no, hablaríamos, como decíamos antes, de sometimiento, adaptación, o cesión a un criterio ajeno. A veces, cuando las personas pedimos ‘colaboración’, puede que estemos pidiendo otra cosa, y ejerciendo una serie de intervenciones que dicen convocar esta popular virtud, pero que realmente se parecen más a la manipulación o la seducción que a la invitación. En otras palabras, cuando tratamos de forzar la colaboración de otros, u otros lo hacen con nosotros, ya tendríamos que cambiar de término. Esta palabra también conlleva renuncias. Colaborar implica ceder parte de mi energía, tiempo, o dedicación a mis asuntos, para aplicarla en algo que me beneficiará limitadamente en ese instante pero que, supuestamente, nos beneficiará más a todos en un momento dado –siempre y cuando, otros hagan lo mismo–. Y, así como convocar a colaborar implica dejar la puerta abierta a la libre adhesión, también implica el reconocimiento de lo que todos dejan de lado para hacer las cosas de una manera determinada. En ocasiones, la reticencia a la hora de colaborar, viene dada por la falta de reconocimiento dentro del grupo de estos dos aspectos. Si no se reconocen los esfuerzos que conlleva y la motivación individual para hacerlo, cabe la posibilidad de que empiece a crearse la idea de que unos ceden más que otros, que unos son los que se pliegan a otros. Otro factor a tener en cuenta, derivado de estos dos, es la necesidad de que el grupo incluya a los que van a colaborar teniendo en cuenta sus diferencias individuales. Y es que, si la colaboración implica la disolución de quién soy yo, es muy probable que las reticencias sean muy grandes. Por ejemplo, cuando una madre espera de su hijo adolescente que sea un adulto y ‘colabore en casa’, encontrará menos resistencia si el hijo en cuestión tiene la sensación de ser tenido en cuenta con sus idas y venidas, con su identidad fluida todavía –lo cual no siempre es fácil, claro está–. La colaboración con la inclusión de las distintas identidades también abre el abanico de recursos para todos, lo cual conlleva complejidad y superar la tentación de la homogeneización que vuelva la acción común más controlable por parte de quien lidera pero que genera un poso de agravios comparativos con extrema facilidad. Tanto más cuando los temas en los que colaborar sean más trascendentes, requieran de una motivación más profunda o de renuncias más dolosas. Estar dispuestos a colaborar es también un reto a la identidad del colectivo porque, al compartir libremente, es probable que se abran vasos comunicantes que terminen cambiando a unos y otros en relación a la situación anterior. Aunque parece algo deseable hasta cierto punto, dada la necesidad inicial de colaborar sentida por unos y otros. Al menos lo suficiente como para incorporar una nueva forma de hacer que resuelva lo que nos hizo necesitarlo.