10 JUL. 2022 - 00:00h Desconocidos Igor Fernández Nosotros sintiéndonos solos y el mundo lleno de gente deseando encontrarse. Es inevitable notar las diferencias en la manera en que las personas nos relacionamos, en comparación con cómo se relacionan entre sí instituciones, comunidades e incluso estados. La cotidianidad de la vida en los pequeños círculos –al menos en este lado del mundo– nos demuestra que los encuentros y desencuentros se gestionan de mejor o peor manera pero en ellos tratamos de mantener un equilibrio que nos permita continuar e incluso crecer. Si bien los conflictos nos hacen fantasear con la posibilidad de aislarnos, de ‘dejar de saber nada de nadie’ o de encontrar justificaciones para incluso condenar a quien participa de nuestros conflictos, todo, absolutamente todo lo que tenemos, se lo debemos a otros. Y se lo debemos a otros, en gran parte, desconocidos. El hecho de poder leer estas líneas se lo debemos a personas desconocidas; incluso para mí, el poder escribirlas también se lo debo a personas desconocidas. Desde quien imprime el papel a quien lo inventó; desde quien transporta este soporte físico al punto de venta, a quien lo diseña en su ordenador; desde quienes convirtieron la escritura manual en una serie de códigos que permiten convertir mi gesto de presión sobre una pequeña palanca llamada ‘tecla’ en signos que miles de personas van a poder leer a lo largo del tiempo, hasta quienes investigaron y probaron antes que yo lo que yo escribo; por no hablar de lo que vestimos, lo que comemos y bebemos… La gran mayoría de lo que usamos materialmente cada día para la vida, se lo debemos casi por completo a gente a la que no hemos conocido y que no nos conoció. Del mismo modo, nosotros, nosotras, pasamos una parte de nuestro tiempo haciendo tareas que tendrán un impacto en personas a las que no vamos a conocer nunca pero que están o estarán aquí. Hay quien podría tratar de simplificar esta cuestión con el concepto de dinero, como si este fuera el origen y el fin de toda acción humana de intercambio –y puede parecerlo en una sociedad como la que hemos montado–, sin embargo, sabemos que este soluciona una serie de problemas pero no otros, y está sujeto también al mundo de lo externo –si nos lo dan o no–, suponiendo una motivación de menor poder que otras, como el sentido, las relaciones, el prestigio, o la salud general. Cuando estos elementos están en serio peligro, el dinero pasa a un segundo plano. La mirada exclusivamente enajenada del entorno, retirada del encuentro con las personas con quienes compartimos no solo la vida que nos toca, sino la evolución de nuestra sociedad, también nos aleja del futuro común, de la sensación de proyecto compartido, del deseo de crecer como grupo. Y perder de vista esta perspectiva, en una ilusión de disociación con respecto a de dónde y cómo suceden las cosas que usamos y a la participación de los iguales, de los ancestros, e incluso de las personas que hacen algo por nosotros del otro lado del mundo, también produce precariedad y pobreza tanto cercana como lejana, perpetuando y agravando ‘la casa sin barrer’. En tiempos de profunda incertidumbre, de tensión, de polarización, una rebeldía interna, íntima con respecto a los mensajes de exclusión, o peor aún, de desinterés por los desconocidos, se hace indispensable para mantener la humanidad, el sentido. En particular porque esos desconocidos somos todos hasta empezar a escucharnos, a sentir algún tipo de cercanía (y para las personas es muy fácil si estamos relajadas, sucede muy rápidamente), algún tipo de interés. Y no nos engañemos, lo que produce inmediatamente es vínculo, empatía y compañía. Quizá esta soledad endémica, y también la dirigida, la promovida por otros intereses, encuentre oposición en la simple y llana curiosidad por lo que no se conoce; quizá la curiosidad puede ser el primer paso para unirnos, protegernos y crear el mundo que vamos a querer para los que vienen después… Aunque no les conozcamos.