14 AGO. 2022 - 00:00h Por una ranura Igor Fernández A veces nos gustaría tratarnos como si fuéramos una máquina, como si nuestros mecanismos internos, tanto psicológicos como fisiológicos, pudieran ser descritos detalladamente e inventariados con la suficiente perseverancia y conocimiento, con el fin de intervenir sobre ellos a voluntad. Querríamos apresurarnos a cambiar lo que detectamos e interpretamos que necesitamos cambiar de nosotros mismos, de nosotras mismas en un momento dado, y que dicho ritmo se ajustara al programa, a la expectativa. Es una maravillosa fantasía pensar e imaginar que desde una parte de nosotros vamos a tener la capacidad de supervisar todo esto y ejecutarlo con pulcritud aunque la realidad sea mucho más tozuda y rotunda a la hora de colocar nuestro comportamiento en un carril prefijado y mantenerlo ahí, al punto de que terminamos conformándonos con una intervención superficial y algo artificial como la que describíamos más arriba y poco más. Los intentos grandilocuentes de intervenir volitivamente sobre el curso de los acontecimientos van aplacándose en ese diálogo con la vida, mutando a modificaciones más modestas al servicio de conclusiones, creencias y dinámicas de relación que se han ido cristalizando, llegando a percibirnos una imposibilidad de actuar, sentir o pensar de forma distinta. A medida que pasa el tiempo y las experiencias, las placas formadas por estas conclusiones sobre el mundo se van alicatando como los azulejos de un baño, encajando a la perfección unas con otras... hasta que un día, no se sabe bien por qué, algunas de ellas empiezan a levantarse. Y es que, al igual que los materiales con los que hacemos nuestras casas, también las creencias o las relaciones basadas en ellas envejecen con el uso o el paso del tiempo. Cuando empezamos a percibir estos 'desperfectos' bien porque ya no disfrutamos como antes, bien porque nos encontramos de pronto cargados de amargura o cinismo, bien porque no soportamos lo que solíamos, o bien porque simplemente algo se ha detenido por dentro, estamos detectando los efectos visibles de una progresión que viene sucediendo inconscientemente desde hace un tiempo. ¿Puede que haya algo creciendo tras la pared, algo vivo como la hiedra que se mete por cualquier parte? Al igual que sucede con las casas, ese momento en el que vemos una grieta es clave para entender lo que pasará en adelante. Si hemos descuidado nuestras incomodidades o nuestras opiniones, si hemos dejado de expresar lo que queríamos para ser tenidos en cuenta, y si venimos haciéndolo desde hace tiempo, para el momento en que notamos la ruptura, el hastío, puede ser tarde para una reforma superficial. En algún momento, cuando construimos esa ‘casa’ de valores o creencias donde viviríamos en adelante, quizá subestimamos el poder de la Naturaleza a la hora de abrirse camino, incluida la ‘naturaleza’ personal. Y, si bien el poder de la negación es grande –y el de la tecnificación también–, por una ranura desborda una esencia a la que atender en cada momento de cambio. Puede que lo que envejezca no sea la personalidad sino las maneras en las que hemos intentado estar a salvo o no sufrir, de colaborar o competir, de mantener el equilibrio, al fin y al cabo. Bien haya sido apoyándonos en otros para que nos marquen el camino o en el extremo opuesto, en una individualidad absoluta ficticia, ambos pilares envejecen rápidamente por la presión que reciben, porque, en el fondo, somos más como la hiedra que como el cemento, y la búsqueda de luz y nutrientes, no se encuentra entre cuatro paredes, por muy bien raseadas que estén. ¿Qué saldría a la luz si quitáramos los azulejos levantados, si cerráramos lo que ya no funciona en nuestras relaciones o nuestras rutinas para aprender algo nuevo o encontrarnos con alguien nuevo? Quizá lo que queden no sean solo ruinas, quizá lo que surja sea un vergel oculto demasiado tiempo, pero que sigue creciendo en secreto.