7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Poner nombre


El lenguaje es, probablemente, una de las herramientas evolutivas más efectivas. Conseguir transmitir el mundo interno de pensamientos, sensaciones, emociones, sueños, etc. a otra persona, y que esta, solamente con tener disponibles los oídos sea capaz de pensar, sentir o imaginar lo mismo que nosotros, que nosotras, parece mágico; algo así como lo parece el wifi de casa, que comunica los aparatos sin elementos tangibles. Y ambos mecanismos son reales y efectivos, a pesar de no ver las palabras o los videos de internet volar por el salón.

El lenguaje por fuera es pensamiento por dentro, son la misma cosa, y el primero da forma tangible al segundo, aunque en ese proceso se producen transformaciones que a nosotros, a nosotras, nos sorprenden. Nos encontramos diciendo lo que no pensamos, o utilizando estructuras de lenguaje que explican mejor lo que pensamos o sentimos que el propio proceso mental. Algo sucede en esa exteriorización que nos desvela, o nos completa. Necesitamos ponerle un nombre a lo que nos sucede porque, al hacerlo, aparte de la evidencia de poder compartirlo a partir de entonces, también el nombre limita la realidad.

A menudo me sorprende el alivio que sienten las personas al poner etiquetas y categorías a los aspectos más ‘líquidos’ de la experiencia humana. Poner nombre es como ponerle asas a la vivencia, unas asas que después nos permiten manipular internamente eso que puede ser desbordante o confuso y que domesticamos al reducirlo a un concepto. Sin embargo, por el mismo precio, el concepto corre el riesgo de limitar el potencial de elaboración de una experiencia dada o de aprendizaje sobre ella; por ejemplo: “¿y si resulta que a quien yo llamé egoísta entonces realmente estaba demasiado preocupado como para tomar en consideración otras posturas? ¿Y si haberle puesto el calificativo ‘egoísta’ me hizo perder cualquier curiosidad posterior sobre lo que realmente paso?”.

Dicho de otro modo, poner nombre a las cosas cierra o limita las posibilidades de que la naturaleza de eso que se nombra sea distinta a la que se retrata, llegando a sustituir la esencia por el nombre. Y quizá lo que nos empuja a nombrar y categorizar las cosas que vivimos y nos desafían, sea lo difícil que nos es tolerar y sostener la incertidumbre, la duda y el efecto en nosotros, en nosotras, de lo desconocido. Y al mismo tiempo, apresurarnos puede tener el resultado de incorporar a nuestra comprensión de las cosas, de la gente, o de sí, un mal axioma que permanezca.

Por otro lado, quizá también ponerle nombre a ciertos fenómenos ambiguos o difíciles nos da la sensación de que fuera algo compartido, que “si mi malestar tiene un nombre es porque no es solo mío y podré, por tanto, aprender de la experiencia de otros al nombrárselo, beneficiarme de lo que otros han hecho con signos parecidos –y esta palabra es importante–, aunque para mí no sea exactamente así”. Y es que, cuando se trata de tratar de comprender y manejar un malestar difuso, a veces este lo mitiga la pertenencia, y con tal de pertenecer al grupo definido con un nombre o característica, desestimamos otras muchas cualidades propias que nos mantendrían en el aire.

Y la identidad es un tema peculiar a este respecto; si pensamos en qué cualidades hay que dejar fuera para definirnos y afiliarnos con un nombre concreto. Y es que, incluso definirse a uno mismo, a una misma como “incapaz”, a pesar de resultar incómodo, da una identidad… Con sus beneficios inherentes. En definitiva, poner nombres a lo que nos pasa nos abre o cierra puertas, nos sirve de base para avanzar y compartir pero también de techo a la hora de ir más allá de lo evidente o deducido con anterioridad; dar nombre nos permite creer que dominamos la incertidumbre pero puede limitar nuestra curiosidad. Desafiar los nombres ya puestos es difícil, pero el nombre es, de por sí, una herramienta, una convención, y por tanto, desafiable.