Gigantes
El miedo es una emoción imprescindible. A pesar de que a veces puede dar la sensación de ser una crueldad de la naturaleza por el desagrado que nos genera, es innegable su función protectora, o al menos, preventiva. Sin un grado de tensión ante las potenciales amenazas, de tendencia a la huida, los primates hace tiempo que ya no estaríamos dando vueltas por aquí. Hay tantas cosas que nos dan miedo que solo la soberbia y la desconexión interna nos pueden hacer experimentar la invulnerabilidad.
Si uno no se ha enloquecido lo justo como para no tener miedo a nada, es posible que se encuentre saltando cada cierto tiempo internamente ante lo que le pilla desprevenido, puede que con sobresalto per se o con sus diversas formas. Y no habrá demasiada diferencia entre un ruido desconocido en la noche o ante una reacción incomprendida por parte de otra persona. Ambas nos tensan, nos hacen atender con mayor intensidad, nos predisponen al rechazo y por tanto a la retirada, la congelación o la lucha, por si acaso.
En ese punto, la naturaleza verdadera de ese ruido o esa reacción está más allá de lo que importa (siendo, como se puede comprender, lo más relevante), y no interesa pararse a investigar ni a cualquier otra cosa. Es una reacción efectiva en lo que a prevenir el efecto de la cercanía a un peligro potencial se refiere pero primitiva, burda y poco precisa en lo que a entender el mundo respecta. Desde dentro del miedo es muy difícil llegar a la comprensión de las razones reales de nada porque la reflexión, la investigación, implica cierta implicación en las cosas, tolerar la presencia de aquello que no entendemos y podría en ese interim dañarnos. Al menos el tiempo suficiente como para notar algún tipo de dinámica en ello, de mensaje interno, de lógica.
No podremos entender nada si no somos capaces de tolerar que no lo entendemos, si no podemos ir más allá de la reacción en la que intentamos introducir a la fuerza a eso ajeno dentro de nuestro mundo de percepciones, achicándolo o deformándolo si fuera necesario. Cuando hacemos esto, cuando desprestigiamos, juzgamos o expulsamos lo que no entendemos, estamos ya invadidos no por aquello que tenemos delante sino por aquello que imaginamos o proyectamos al respecto. Estamos invadidos por nuestros fantasmas, que pueden coincidir o no con las características del objeto. «¡Que no son gigantes, mi señor, que son molinos!», decía el prototipo de cordura de la literatura universal al observar con estupor cómo un hombre imbuido por sus temores y deseos estaba a punto de hacerse daño a sí mismo. Cabría preguntarse hasta qué punto nuestras respuestas abruptas, categóricas, lapidarias o reactivas prematuramente ante lo que no entendemos del todo, no serán más dañinas que promotoras de comprensión, no ya en su acepción empática, sino en el sentido amplio de las cosas.