7K - zazpika astekaria
Testimonios de inmigrantes

LOS ROSTROS DEL CIE

Según el Gobierno español, un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) es un establecimiento público de carácter no penitenciario donde se retiene de manera cautelar y preventiva a los extranjeros sometidos a un expediente de expulsión. En  la práctica, han sido descritos como prisiones administrativas. Dada la falta de regulación y de normativas legales, las condiciones de hacinamiento, frío y falta de lavabos en las celdas, junto con las prácticas rutinarias de humillación y maltrato hablan por sí solas. Estos son los relatos de algunas de las personas que han pasado por un CIE.


«Pienso que la causa de mi tuberculosis es el CIE, porque yo antes no tosía. Cuando llegué allí, empezó todo»

Mamadou Balde. Senegal, 30 días en un CIE
«Yo les dije que no estaba bien, que me mandaran al médico, que no podía comer, que no podía dormir, que no podía hacer nada. Estuve mucho tiempo pidiendo que me llevaran al hospital, pero no querían», recuerda Mamadou Balde, quien hoy en día ya se encuentra interno en un hospital, concretamente en el único centro médico de Catalunya especializado en tratar la tuberculosis. «Yo pienso que la causa de la enfermedad es el CIE, porque yo antes no tosía. Pero cuando llegué allí empezó todo», reflexiona este senegalés.
Hace diez años que Mamadou Balde abandonó el trabajo agrícola en su Senegal natal y emprendió el viaje en busca de su hermano, que vive en el Estado español. «La entrada fue un poco difícil porque pasamos dos días en el mar. La patera estaba muy estropeada y la Policía nos rescató a todos. Si no, aún estaríamos allí», señala. Mamadou desembarcó en la isla canaria de Fuerteventura y posteriormente fue trasladado a Andalucía, en donde posteriormente fue liberado.
Su experiencia en el campo le permitió encadenar varios trabajos agrícolas durante algunos años, pero en 2012 se encontró sin opciones laborales y decidió instalarse en un piso ubicado en Lleida, cerca de su hermano. El 25 de marzo del 2014, nos explica, «vinieron a la casa donde vivíamos siete personas y detuvieron a todos los que no teníamos papeles».
Los síntomas de la dolencia que sufre Mamadou Balde empezaron al cabo de diez días de encierro en el CIE de la Zona Franca de Barcelona. Tenía frío,  fiebre y no podía comer. Había perdido las fuerzas. «Yo cogí esto allí dentro, antes no estaba enfermo –agrega–. Un día tosí y ví que sacaba sangre. Bajé a buscar una enfermera, pero, como era domingo, no había nadie». Hasta que cumplió treinta días de encierro no fue trasladado al Hospital Clinic. Allí dio positivo en una de las enfermedades más antiguas que afectan al ser humano: tuberculosis. En ese momento se le otorgó la libertad.
Mamadou Balde lleva tres meses de tratamiento y, en el mejor de los casos, le faltarían otros tres más para dejar atrás la enfermedad. «Yo de momento estoy aquí para curarme, esta es la idea que tengo. En el centro hay gente que lleva uno o dos años, yo no sé cuanto tiempo voy a pasar aquí», concluye.

 

«He estado en una cárcel de Marruecos, pero allí no te ponen a diez funcionarios que te revientan la cara como aquí»

Mustapha Karroumi. Marruecos, 75 días en un CIE
El 14 de febrero del 2000, Mustapha Karroumi se escondió en la caja de un camión durante 36 horas para llegar a Catalunya. Tenía 18 años y se había quedado solo en Marruecos. Toda su familia vivía ya en tierras catalanas. El viaje fue un éxito y consiguió llegar a Molins de Rei, donde trabajó en la construcción hasta que la crisis empezó a golpear. «En 2007, la empresa empezó a ir mal y comenzaron a despedir gente. En la misma empresa trabajábamos mi padre, mi cuñado y yo. Luego estuve un tiempo en el paro», nos cuenta.
En 2011, Karroumi perdió la residencia, pese a que tenía más de cinco años cotizados: «Sin mirar cuánto tiempo llevaba aquí, sin mirar si he trabajado, sin mirar por mi familia ni por nada». El 16 de enero de ese año le pidieron la documentación en una estación de tren. «Cumplí casi los sesenta días, que es el máximo que se puede estar en el CIE, pero cuando me faltaban seis días me deportaron». A las 4 de la mañana se presentaron en su celda: «Levanta el culo que tienes 5 minutos para recoger tus cosas, te vas a tu país», le dijeron. «Estuve en Marruecos un año y cuatro meses, ya deportado y con una orden de expulsión. Allí me sentía como un loco perdido, no tenía a nadie, mis padres vivían aquí, tengo siete sobrinos viviendo aquí. Sentía que me habían quitado el derecho a estar con mi familia. En el verano de 2012 volví nadando hasta la playa de Melilla y conseguí esconderme en un ferry», añade. Dos meses después de regresar a Catalunya, Karroumi se casó con su actual esposa. Un año después fue enviado, por segunda vez, al CIE de la Zona Franca de Barcelona. «Una semana antes de salir yo, a uno le tenían la cara desfigurada. No te digo que te peguen con la porra, no, no, a puñetazos, a codazos… te desfiguran la cara, a mí me la han desfigurado». En una ocasión, le encontraron un encendedor en la celda: «Entraron como diez agentes de golpe. Me tocó que estaba con cuatro internos que no hablaban bien castellano, yo era el único que hablaba bien. Empecé a hablar y, al hablar, pues recibí. Los otros eran jóvenes». Resulta que el castigo eran nueve segundos de descarga eléctrica con un taser, a escoger entre la espalda y los pies. «Al que era mayor le comenté: ‘Bueno, vamos a comernos el marrón tú y yo y dejamos a estos tres’. Elegimos los pies. ‘Nueve segundos’, me dije. Asumimos el castigo». Los policías nacionales dijeron que iban a castigar a los cinco, pero el taser no tenía batería, así que lo harían de otra manera. «Antes de que pudiera entender a qué ‘manera’ se referían ya había recibido un guantazo. Llevaban guantes, pero cada golpe me tumbaba al suelo. Luego me cogían dos agentes y me ponían de pie, y uno me estiraba del pelo hacia atrás poniendo bien la cara. Y otro guantazo y al suelo. Seis veces me lo hicieron». Todos los internos recibieron, solo el más joven se libró.
Mustapha es uno de los pocos inmigrantes que se han atrevido a denunciar judicialmente las agresiones sufridas en los Centros de Internamiento de Extranjeros. Su proceso se encuentra en fase de instrucción, pero ya ha podido declarar. «Por eso te digo: allí se maltrata a la gente. Yo he estado en una cárcel de Marruecos un mes, pero que se te pongan diez funcionarios y te revienten la cara así... no, tío, así no. No es por lo que me han hecho a mí. Murieron dos personas allí dentro y no quiero que les pase a otras» Mustapha Karroumi no tiene el dato correcto: son cuatro las personas que han muerto en el interior del CIE de la Zona Franca.

«Me dijeron que maltrataban a la gente en el aeropuerto. Vi a tres mujeres dañadas, una hasta tuvo un aborto»

Marisol. Guinea Ecuatorial, 33 días en un CIE
Marisol no se llama Marisol. Ha elegido el nombre de una de sus hijas para este relato, que empieza el día en  que su marido murió en su país: «Vine para buscar la vida de mis hijos, porque me quedé viuda. Tengo cuatro y uno de ellos está enfermo; no habla, no anda, está inválido. Yo quería traerle para que le trataran aquí, porque en mi país no hay buenos médicos». En 2007, Marisol había conseguido juntar el dinero suficiente para comprar un billete de avión y un visado de tres meses para el Estado español, donde residía una hermana de su madre. Viajó sola, dejando a sus hijos atrás.
Durante los siguientes tres años fue capaz de evitar los controles policiales, hasta que un día de junio de 2010 fue arrestada. Se dirigía a un curso de formación para mujeres migrantes. «Eran las diez de la mañana cuando bajé del autobús. Los policías me cogieron, me preguntaron por los documentos y les contesté que no tenía nada. Al día siguiente me llevaron a Madrid, yo sola, no sabía que me iban a hacer allí. Después de tres días (en el pabellón para mujeres del CIE de Aluche) me trasladaron al aeropuerto. Les dije que no iba a subir al avión: ‘Desde que he venido aquí yo no he hecho nada malo, he venido por mis hijos, no puedo irme así…’». Sufrió un ataque de ansiedad, se desmoronó a las puertas del avión y en ese estado fue imposible deportarla a Guinea Ecuatorial. Los policías la devolvieron al CIE, a la espera de un nuevo vuelo. «Estaba con un montón de mujeres de diferentes países. Me dijeron que maltrataban a la gente en el aeropuerto. Yo he tenido suerte, no me han tocado ni nada, pero vi a tres mujeres dañadas. Me contaron que les estaban pegando. Hasta había una brasileña que estaba embarazada de dos meses y tuvo aborto», rememora.
Aunque el recuerdo le provoca lágrimas, no deja de hablar: «Mi paisana también tenía un niño de cuatro años nacido aquí y le dijeron que ‘aunque tengas un hijo español, irás a tu país directamente, no importa’. Le pegaron en el aeropuerto. La segunda vez que se la llevaron la ataron con cuerdas y la subieron al avión así». Marisol pasó treinta días más en Aluche, treinta días temiendo que le enviaran de vuelta, pero eso nunca ocurrió. «No me avisaron. Yo estaba en el salón en el momento del desayuno cuando me dijeron ‘coge tus cosas y vete’». Años después, ha conseguido regularizar sus papeles. «Solo quiero trabajar y ayudar a mis hijos, que puedan estudiar, y que mi hijo que está enfermo pueda venir aquí. Pero para traer un familiar necesitas contrato de trabajo y de vivienda. Está complicado».

«Al CIE traen un perro y no come.
Entré con 84 kilos de peso y, en dos meses, me he quedado en 60»

Ion Starescu. Rumania, 56 días en un CIE
Ion Starescu era vigilante de seguridad en Rumania, un oficio que lo convirtió en un hombre rudo. Vino hace ocho años. Trabajando en la construcción en Madrid se gana mucho más que como custodio en Buzău, su ciudad natal, pero al  poco tiempo se quedó sin trabajo y en la calle. Pensó en regresar pero su pareja, una inmigrante peruana con problemas de salud, le hizo quedarse. Actualmente vive en un descampado a cambio de vigilarlo.
Durante la conversación su novia le llama en varias ocasiones, tiene miedo de que sea demasiado sincero. Ion está amenazado. «Vino el jefe de la Policía y me dijo: ‘Piénsate lo de hablar al periódico o a otra cosa, porque puedes morir en cualquier momento; sabemos donde vives’. No pasa nada, nadie tiene dos vidas, por Dios». A Ion lo detuvieron volviendo de un comedor social, era el 29 de abril de 2014 y lo encerraron en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Madrid. «Es más como una cárcel de Guatemala, por Dios, traen un perro y no come. Entré con 84 kilos y mira como estoy ahora: peso 60 kilos, en dos meses».
A Ion Starescu le notificaron cinco veces la orden de expulsión. Cuenta como en dos ocasiones le subieron a un vuelo comercial que se dirigía a Rumania. Iba maniatado y escoltado por cuatro agentes, pero encontró la manera de impedir su deportación. «Les pedí que quería hablar con el comandante del avión. ‘Yo tengo la familia aquí, no quiero viajar a Rumania’, le dije. ‘No pasa nada, en cinco minutos eres libre. Yo soy el comandante y el avión es mío’». Repetidamente, los policías golpearon a Ion en las costillas pidiéndole que se expresara en castellano, pero el piloto del avión solo hablaba rumano. Los pasajeros estaban asustados. Asegura que en el furgón de vuelta los golpes se repitieron, siempre en el cuerpo. Nunca en la cara.
Starescu cuenta que, después de las agresiones, ni el doctor del centro ni Cruz Roja le quisieron hacer un parte médico. También afirma que recibió golpes dentro del CIE: «Los que más reciben son los sudamericanos, les dan mucho más, no sé porqué».
«Yo tengo mi pasaporte, me voy solo a Rumania, pero no con violencia, ni con golpes. Me voy cuando yo quiero –reitera–, porque soy europeo. Hoy estoy aquí y mañana en Francia o donde quiera».

«No hay servicios dentro del ‘chabolo’, hay poca comida y hace mucho frío. Nos tratan mal, pegan a la gente»

Zauhi Mohamed. Argelia, 135 días en un CIE
A Zauhi lo han deportado tres veces y otras tantas ha regresado subido en una patera. Su familia está en el Estado español. Su mujer, embarazada, y un hijo de cinco años también se encuentran en situación irregular. Viven en la misma ciudad, pero Zauhi prefiere no compartir hogar con ellos, por miedo a que los expulsen por su culpa. Sin dinero ni trabajo, este joven argelino de 27 años pernocta en el suelo de una minúscula habitación prestada por un paisano suyo. Habla como un hombre hundido y cada una de sus palabras transmite una enorme tristeza.
La condición de inmigrante de Zauhi empezó en 2007 en una playa de la ciudad de Orán llamada El Aaiún. En esa playa se puede comprar el derecho a jugarte la vida en una patera que navega hasta las costas de Almería por 10.000 linares (unos 1.000 euros). Zahui pagó la cuota y emprendió el viaje, pero en cuanto tocó suelo andaluz fue arrestado y trasladado al Centro de Internamiento de Extranjeros de La Piñera, en Algeciras.
Desde esa fecha hasta hoy, Zahui ha sido arrestado cuatro veces por ser un extranjero indocumentado. Tres de las detenciones terminaron en deportación. Cada una de ellas acabó en una patera de vuelta a Almería. Zahui ha pasado un total de 135 días encerrado en tres Centros de Internamiento de Extranjeros, los correspondientes a Algeciras, Tarifa y Barcelona. Muy a su pesar, Zahui se ha convertido en un experto en los CIE.
«Mal, muy mal, tratan mal, pegan a la gente. No hay servicios dentro del chabolo... La comida está fría, no hay nada, la cama es de plástico, no hay almohada, no hay manta y hace mucho frío... El mes pasado un paisano mío fue a ayudar a un marroquí que se iba, eran las cuatro de la mañana, te lo juro, y vino un policía y pum, le metió un golpe en la boca. El chico, sangrando a tope, se cayó al suelo», comenta.
En octubre de 2010, Zahui participó en una huelga de hambre para protestar por las condiciones de su encierro, una de las muchas que se suceden en los centros. Después de eso fue deportado por tercera vez. «No sabía nada, estaba durmiendo y vinieron diciendo ‘levántate, estás libre’. Yo pensaba que me dejaban en libertad, dejé la ropa allí para mis paisanos y, cuando estaba abajo, la Policía me dijo: ‘Tienes cacheo, te vas para tu país’».
El último regreso fue el peor: veinte personas se quedaron sin gasolina en una patera de cinco metros de largo. Pasaron siete días en altar mar.

«Vienen los de expulsiones, me atan las manos con una soga y me entero que me expulsan cuando veo el avión»

Salvador Adolfo Bank. Argentina, 60 días en un CIE
«En julio de 2011 decido venirme para Europa –explica este argentino–. Traía conmigo 400 gramos de cocaína y eso fue lo que me encontró la Guardia Civil en el aeropuerto. Cumplí 3 años y 4 meses en la cárcel de Lladoners (situada en Manresa)».
El 28 de noviembre del 2014, a sus 44 años, Salvador salió de la cárcel. «Me estaba esperando la Policía Nacional. De ahí na’más, de la puerta de la cárcel me llevan al juzgado y, bueno, el juez me manda al CIE. Yo le dije al juez que, por favor, no me encerrara de vuelta y me respondió: ‘Pero no, ¡eso no es una cárcel, es un centro de internamiento!’, rememora.   
«Y cuando vi el CIE... Prefiero hacer seis meses en la Modelo que cinco días en ese centro. Eso es para animales. La soberbia que tienen los policías, como nos tratan... ¡Como una mierda! Nunca me sentí tan mierda como en el CIE».
«Yo quería que pasaran los sesenta días y pensaba que iba a salir antes, pero el día sesenta, calculo que sobre las 6 de la mañana, me vienen a buscar, sin avisar. Pensaba que me iba a la calle. Ni desayuno, ni nada. Vienen los de expulsiones, me atan las manos con una soga, tipo bridas. Ni me dicen que iba a volar, nada de nada. Me entero que me expulsan cuando veo el avión», recuerda Bank.
«Me llevan en furgoneta (hacia el avión) y allí me asusto en serio,  porque un tipo se subió con una bolsa negra… Luego me atan los pies y las rodillas, como a un animal, como a un cerdo. Eran cuatro policías. ‘¿Cómo voy a caminar con esto?’, pregunto. Un policía me responde: ‘Si no subís, te voy a moler todos los huesos’. Me arrastran hasta arriba y allí me golpean y empezamos a forcejear». Salvador Adolfo Bank todavía guarda una foto en su móvil con un moratón que le ocupa todo el muslo.
«Gritando, gritando, aparece el piloto: ‘Déjenlo, este muchacho no va a volar’, sentencia. Entonces me bajan y me dan un par de castañazos en la cara. No sé… de la bronca que hubo no me pudieron subir, supongo». En ese mismo momento a Bank le dieron el acta de libertad y le quedó una expulsión de Europa para los próximos cinco años. La Policía Nacional lo dejó en una cuneta en la carretera de camino a Barcelona. Salvador se tuvo que espabilar para volver a por sus maletas, que ya estaban facturadas, y retornar a la capital catalana. «Me dejaron en la carretera, con el pie que no podía andar, de lo que me habían pegado, y el cuello amoratado, de lo que me habían ahorcado para que no gritara. No me avisaron de nada. Todo en el último momento y como riéndose de la gente».

«El CIE es inhumano, lo peor que he visto en mi vida. Te tienes que portar muy bien o agachar la cabeza para que no te toquen»

Hibra. Senegal, 39 días en un CIE
Hibra es un nombre falso. Este hombre de 34 años siempre usa el apelativo de un sobrino cuando habla con desconocidos sobre su historia. «Me fuí para conseguir un futuro mejor para mis hijos, un futuro que nunca he tenido; por eso arriesgué mi vida, por ellos. He venido tres veces: en 2006, 2007 y 2008. Las dos primeras no tuve suerte, pero me mandaron a Senegal sin ningún problema. Cuando me pillaron en 2008, me juzgaron y me acusaron por ser el capitán del barco (la patera). Me condenaron a tres años». Hidra era pescador en Dakar y tenía una barcaza.
«Esos tres años yo los he pagado como se tiene que pagar, porque tampoco hay otra solución ¿no? Y lo pago dignamente, no he tenido problemas con nadie (…). Ahora mismo el mejor amigo que tengo es el capellán de la cárcel, que es también el mejor amigo de todos los inmigrantes aquí. Yo le llamo ‘viejo Nacho’. Él me ayudaba a mandar a mi familia lo poco que ganaba en la cárcel», señala.
Terminada su condena, Hibra volvió a la calle. Vivió y trabajó durante tres años en la localidad de Valeria la Buena (Valladolid) como cuidador de caballos. «Me gustaba, pero no es lo mío, aunque yo intento trabajar en lo que sea, porque a mí en la vida lo que me da felicidad es trabajar y cuidar a mi familia». El 17 de enero de 2014 Hibra se dirigía a la capital pucelana a comprar alimentos cuando fue detenido por no tener documentación. Fue trasladado al Centro de Internamiento de Aluche, en Madrid: «El CIE es inhumano. Yo pasé tres años en la cárcel y un mes y medio en el CIE. Si quieren llevarme al CIE prefiero estar el doble de tiempo en la cárcel, es lo peor que he visto en mi vida».
«Yo pensé que aquello era grave, porque salía un avión el día 13 de febrero para Senegal. Por eso me cogieron». ONGs, amigos y funcionarios públicos de Valeria la Buena enviaron escritos a su favor para que no lo deportaran. «Por eso estoy hablando contigo, si no fuera por el apoyo de toda la gente ahora no estaría aquí. El alcalde de Valeria, la gente de Cubilla de Serrato, el viejo Nacho. Las personas que me ayudan están colaborando con los inmigrantes todos los días, pero no se ve». Él se salvó, pero, según Hibra, ese 13 de febrero 34 personas que estaban encerradas en el CIE de Aluche fueron deportadas a Senegal. «Te tienes que portar muy bien o super bien para que no te toquen. Yo no tuve problemas: si pides tus derechos pero no te los dan, no los pidas. Agaché la cabeza y hasta ahora».
El día que Hibra fue liberado, los vecinos de Valeria la Buena lo celebraron organizando una fiesta.

«He venido con amigos de mi barrio que se han muerto delante mío en la patera.
La gente te mira, te cogen y al agua»

Abdou Seth. Senegal, 53 días en un CIE
Adbou no se llama Abdou. Escogió este nombre para aparecer en el reportaje en recuerdo de un amigo suyo deportado hace poco más de un mes. Esconde su identidad por la orden de expulsión que tiene vigente. Su historia empieza en 2008, en un hospital de la periferia de Kaolack (Senegal) donde su madre agonizaba. «Yo no soy el mayor, pero mi madre, cuando se murió en el hospital, me dijo sus últimas palabras: Cuida de tu familia». Abdou Sech se quedó sin padre ni madre y con seis hermanos. «Y desde ese día he sacrificado mi vida para venir aquí. He pasado cuatro días en el mar, sin comer, sin beber…He venido con amigos de mi mismo barrio que se han muerto delante mío, en la patera. Te mueres, la gente te mira, estás muerto, te cogen, y al agua», relata sobre su experiencia marítima.
Abdou vive en uno de esos pueblos de la costa mediterránea que los turistas invaden durante tres meses al año. El 31 de marzo de 2016 fue detenido en la estación de tren del aeropuerto del Prat en Barcelona. Fue entonces cuando supo que tenía una orden de expulsión del país que nunca se le había notificado. Fue entonces también cuando conoció el CIE de la Zona Franca de Barcelona.
«La comida es… tú sabes que esto no lo vas a comer, es malísima. Nunca comería eso en la calle. Y los policías, cuando vienen enfadados, te hacen pagar los platos rotos. Yo he iniciado dentro una huelga de hambre. Cuando estaba dentro, coincidí con un paisano mío (se refiere a Mamadou Balde). Al cabo de cinco días nos empezamos a conocer, hablamos, compartimos tabaco y tal. Cada vez lo veía peor, se encontraba flojo. Cada día más delgado, tosía y le salía sangre».
Una noche, justo antes de entrar en las celdas, Mamadou Balde se desplomó delante de todo el mundo. A las pocas horas estaba hospitalizado y diagnosticado con tuberculosis. Al día siguiente, aproximadamente la mitad de personas internas en el CIE de la Zona Franca se declararon en huelga de hambre para pedir análisis médicos: «Están jugando con mi vida, yo no lo voy a permitir. He entrado sano y, si me expulsan, me tienen que llevar sano a mi país; si me sueltan, también. Me tienen que soltar sano».
Los huelguistas consiguieron negociar directamente con el director del centro, quien aprobó una revisión médica para las personas más cercanas a Mamadou Balde. Abdou Sech estuvo entre los seis primeros internos a los que se les realizó un análisis. Los seis dieron positivo en tuberculosis y se les estableció una segunda prueba al cabo de cuatro días para confirmar el diagnóstico. La mayoría de estas pruebas nunca se llevaron a cabo. Cinco de los seis que dieron positivo fueron puestos en libertad antes, incluyendo a Abdou. «Me he encontrado bien. Fui al médico, pero aún tengo que esperar a que me manden la tarjeta del médico de aquí». 

«Yo no tengo culpa: no he vendido
droga, ni me han denunciado. Aunque tenga hambre, no robo»

Mohsan. Pakistán, 25 días en un CIE
Mohsan escogió este nombre por ser el del más querido de sus seis hermanos, todos ellos residentes en Pakistán. La primera vez que hablamos pidió esconder su identidad por miedo a ser detenido de nuevo. No sirvió de mucho. Pocos meses después de nuestra entrevista fue deportado. Cuando tenía 21 años, Mohsan abandonó la pobreza en la que había crecido para iniciar un éxodo de un año que empezó en Islamabad y terminó en Gipuzkoa. En la CAV aún se otorgan ayudas económicas a personas solas en situación de desarraigo y eso le hizo decidirse.
A principios del mes de julio del 2014, Mohsan tuvo una discusión con su pareja en una cafetería. La discusión se encendió y la Policía intervino. El joven pakistaní fue trasladado a una comisaría cercana, donde pasó 24 horas antes de ser puesto en libertad. Para su sorpresa, en la calle le esperaban dos policías nacionales vestidos de civil que le obligaron a irse con lo puesto a la Comisaria General de Extranjería en Donostia. Allí Mohsan descubrió que existía una orden para mandarlo de regreso a su país.
Tramitada la expulsión, Mohsan fue trasladado al CIE de Aluche en Madrid. «Mal, ni la comida es buena, ni se puede dormir, ni nada. Yo no tengo culpa: no he vendido droga, no me han denunciado nunca. Así que, ¿por qué me encierran un mes? Una persona, si es culpable, va a la cárcel, pero yo nunca antes había estado en la cárcel, tampoco me habían denunciado antes. Aunque tenga hambre, no robo». Lejos de su casa, Mohsan no pudo recibir ninguna visita en el CIE. Sus conocidos en Madrid también son pakistaníes, pero ninguno se atrevía a acercarse al centro por temor a ser detenidos. «No solo yo lloraba, mucha gente mayor allí también lo hacía: paquistaníes, marroquíes…» El 28 de julio de 2014 fue puesto en libertad de nuevo. Una libertad que solo duró hasta el 26 de noviembre a las 8 de la mañana.
El joven aún dormía en su casa cuando la Policía Nacional llegó a detenerlo. Dos días después ya estaba en un avión en dirección a Islamabad con otros setenta compatriotas y 140 policías que custodiaban su deportación. Eso es lo que relata el mismo Mohsan, ahora ya por Skype. «Todo el mundo lloraba, todo el mundo estaba mal». Es difícil imaginar el ambiente de un vuelo con setenta historias de fracaso todas juntas.
Durante la detención previa a la deportación, los conocidos se acercaron a la Policía a preguntar por Mohsan. Un agente les respondió: «Muy bien, de los mejores». Al parecer, no tuvo en cuenta que Mohsan se cortó las dos muñecas en un intento desesperado para no ser enviado de vuelta a casa. Ahora Mohsan nos enseña unas largas cicatrices por videoconferencia. Aunque el duro recuerdo de la deportación sigue muy presente, ya piensa en volver para Europa. En el Punjab no hay futuro para él.