IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

De verdad, soy incapaz

Día a día nos enfrentamos a la necesidad de tomar acciones para conseguir resultados, objetos, seguridad, etcétera. Hacer implica tomar una decisión que nos acerque a una resolución deseada de los problemas que se nos plantean en la cotidianidad. Y algo que parece espontáneo, directo, objetivo y lógico, puede convertirse en un vericueto enrevesado cuando la inseguridad nos atenaza.

Cualquier persona podría pensar en un asunto que ha postergado más de lo razonable, o en un problema cotidiano aparentemente irresoluble al que no hay «por dónde meterle mano». Desde una llamada un tanto comprometida, a un trámite financiero o la necesidad de comprar unos zapatos pueden ser el escenario de una lucha interna entre lo que a veces llamamos imprecisamente «pereza» y el impulso de «venga, lo hago ya».

Al entrar en ese remolino mental cualquier opción parece insuficiente o incluso fuera de lugar y el resultado de nuestros devaneos pasadas unas horas o días es probablemente que dicho asunto se quede aparcado, y mientras tanto nosotros nos llenemos de una ansiedad que a veces incluso nos da vergüenza, «¿cómo no puedo resolver algo tan sencillo?».

Si nos paramos a analizar esa sencillez, efectivamente nuestra capacidad lógica nos dice que haciendo a, b y luego c podríamos parar la sensación de malestar, pero cuando nos disponemos a ello algo se pone delante diciéndonos: detente. Entonces puede que de los múltiples resultados posibles a nuestra toma de acción, empecemos a fantasear con los resultados negativos, de modo que al final nos convenzamos de la idoneidad de no hacer nada, de dejarlo estar, de esperar un poco más, a ver si se nos ocurre algo. Y mientras le damos vueltas a nuestras hipotéticas respuestas a esos escenarios, hay otras posibilidades que por alguna razón no vemos, o vemos pero por improbables o indeseables descartamos de inmediato.

Así, el camino se va estrechando hacia una sensación de incapacidad y encierro irresoluble. Es cierto que a veces los avatares no nos permiten reaccionar, o simplemente no tenemos fuerza o recursos suficientes para hacerlo, pero si no es así, probablemente estamos haciendo algo activamente para no salir del atolladero. Y es que a menudo la resolución real supondría atravesar no solo la vergüenza acumulada sino probablemente también una idea enquistada cercana a la incapacidad, o una creencia más bien. Cuando nos vemos atrapados en estos juegos mentales normalmente imaginamos escenarios que no vamos a poder superar o afrontar porque creemos firmemente que tenemos alguna dificultad. Al hacerlo, en cierto modo, nos quitamos ese valor, nos descontamos un porcentaje de nuestra capacidad real para afrontar el mundo y, al mismo tiempo, magnificamos los obstáculos del exterior como algo que nos va a superar. De este modo, convertimos en lógico el seguir echando mano de lo que siempre hemos hecho, aunque el problema no se resuelva (y de hecho crezca día a día).

Somos muy buenos dotando de un discurso que justifique lo que no podemos o queremos hacer, y a menudo parece que son posturas manipuladoras, porque tratamos de convencer a otros de los beneficios de no hacer nada ante algo que otros (evidentemente desde fuera de nosotros) resolverían en un abrir y cerrar de ojos. Y es cierto que a veces queremos decirlo para que suene sensato, nos den la razón y haya una nueva evidencia de que es mejor no hacer. Sin embargo, curiosamente, al mismo tiempo necesitamos que nos confronten la «pereza», que nos apoyen en el temor de las fantasías que nos inventamos y que nos devuelvan una visión capaz. Y es que a veces creernos la incapacidad produce ese efecto extraño y cómodo de las zapatillas viejas que deberíamos cambiar porque ya no aíslan del suelo pero que tantos recuerdos nos traen y tienen la forma de los pies.