Carolina Gamazo Aramendia
selva del petén, en guatemala

Devolver la selva a las comunidades para salvar los bosques del planeta

Nueve comunidades guatemaltecas manejan 500.000 hectáreas de selva virgen al norte del país. Esta área es la mejor conservada de la reserva natural, convertida en los últimos veinte años en una ruta para el narcotráfico y los migrantes. Países en procesos de paz, como Colombia o El Congo, o con altas tasas de deforestación, como Indonesia, están buscando copiar este modelo y devolver el bosque a sus propietarios originales.

Jorge Cruz va conduciendo un todoterreno Toyota Hilux por el camino a Uaxactún, una comunidad escondida en mitad de la selva, al norte de Guatemala. Esta aldea, además de contar con uno de los sitios arqueológicos mayas mejor conservados, un mirador astrológico conocido como “la Nasa de los mayas”, posee también la concesión forestal más extensa del país: 83.000 hectáreas de bosque tropical para gestión de los vecinos de la aldea de madera de cedro, de caoba y otros productos del bosque.

Para no hacer aburrido el camino, sin asfaltar, lleno de piedras y hoyos, Cruz, actual responsable de la organización Rainforest Alliance para la región de Petén, me va hablando de todo un poco pero, sobre todo, de la selva. Esta se ve a ambos lados, y prosigue hacia el norte y hacia el este, hacia las fronteras de México y Belice, a lo largo de 21.600 kilómetros cuadrados –un poco más de toda Euskal Herria– llenos de selva. Es la segunda extensión de bosque continuo más grande de América, después del Amazonas. La pregunta que subyace es cómo en un país con un Estado tan débil como el guatemalteco, y con tanto poder de la empresa privada, no se ha depredado la selva. La respuesta está en las comunidades.

En 1990, en los últimos coletazos del atroz conflicto armado interno, que provocó 200.000 muertes y 50.000 desaparecidos, el Estado decretó la Ley la Reserva de la Biosfera Maya. En aquel momento, como explicará más tarde el ingeniero agrónomo Raúl Maas, de la Universidad Rafael Landívar, la corriente internacional entre los ecologistas era totalmente proteccionista. Al modo Yellowstone. Las reservas debían quedar intactas, sin huella humana, para que nada se interpusiera en las interacciones entre fauna y flora.

Pero Guatemala no tenía los recursos de Estados Unidos para ofrecer una salida digna a las familias asentadas en la selva. Desde finales del siglo XIX, había comunidades viviendo en el bosque, organizadas en campamentos dedicados a la extracción de la resina del chicle. Y otras que, si bien no tenían sus casas en el propio bosque, sino en municipios adyacentes, vivían de extraer furtivamente cedro y caoba.

La conflictividad de los años previos, las armas en circulación, el paso de la gestión de la reserva de un ente militar a uno civil, hicieron que, para evitar un repunte de la violencia, el Estado optara por permitir que las comunidades asentadas siguieran viviendo en la selva. Y que las comunidades que vivían, de facto, de extraer madera, siguieran haciéndolo de manera formal. Los Acuerdos de Paz, firmados en 1996, les dieron un marco legal. Así comenzaron con las concesiones forestales.

Sin deforestación, sin penetración del narcotráfico. El camino sigue hacia Uaxactún. Es un día nubloso. Una ardilla pasa corriendo y, de vez en cuando, se escuchan aullidos estrepitosos que resuenan en toda la selva, como si fueran grandes bestias, pero se tratan de monos aulladores, unos simios de apenas un metro de alto, colgados de las ramas de los árboles. Cruz me va enseñando cada árbol y diciendo cuál es: cacao, pimienta, chechén caustico.

«Ese árbol de ahí es el chicozapote –dice señalando un tronco con zigzagueado en su corteza–. Se usaba para el chicle. Lo que sacan es la resina».

Su padre era un chiclero, asentado en la comunidad de Carmelita, otra de las concesiones forestales. Tanto esta comunidad como Uaxactún, o Paso Caballos, o el Cruce a la Colorada, estuvieron inhabitadas al menos dos milenios, desde que terminó el esplendor de la civilización maya, debido al abuso de los gobernantes de sus recursos naturales. A finales del siglo XIX, dos compañías japonesas, la Mitsui y Sumitomo, y una norteamericana, la Rigley, de Chicago, llegaron a la selva en busca del chicle natural.

Fue cuando un grupo de hombres y mujeres, la mayor parte llegados desde Chiapas y Campeche (México), volvieron a habitar la selva. Se asentaron en campamentos que más tarde se convirtieron en comunidades, hoy todas presididas por una pista de aterrizaje, donde llegaban los aviones DS2 de los japoneses a llevarse el chicle, “el oro blanco”, como lo llaman los vecinos de estas comunidades.

Cruz hace una parada en un alto, llamado el Mirador, una estructura metálica de cuarenta metros. Desde allí se puede contemplar el esplendor de la selva. Los árboles de caoba, de cedro, de pucté, de Santa María, de manchiche. Esta es la concesión forestal. No se ve ni un solo espacio vacío, ni un solo recoveco que dé a entender que en este lugar se aprovecha madera. Tiene poco que ver con las zonas de Brasil o Perú, donde empresas privadas se llevan sus árboles y están terminando con el Amazonas.

Los habitantes, en defensa de la tierra. Las humildes casas de madera, construidas alrededor de la pista de aterrizaje, no dan la sensación de que se trate de una comunidad con 83.000 hectáreas de cedro y caoba. Es una aldea con pocos habitantes, asentados en tierra de nadie, en un lugar húmedo y caliente. Una comunidad en la que, al igual que el resto de Guatemala, lo que predomina es la pobreza o la ausencia de bienes que se conoce como pobreza. Y es justo esta falta de ambición, de ansia de lucro, el buen vivir en armonía con la naturaleza, lo que ha llevado al éxito de la concesión.

Empezamos a caminar por la pista de aterrizaje, viendo las casas de madera, pintadas de azul, de naranja, amarillo. La panadería, la tienda, un comedor, rodeados de una inmensidad de árboles. Al llegar al aserradero hay varios hombres trabajando y troncos de caoba apilados. Allí nos encontramos con Rubén Hernández. Rubén es guía comunitario, uno de los que acompañan a los turistas que llegan a conocer las ruinas de Uaxactún y, este año, fue designado por la junta directiva de la Organización de Manejo y Conservación de Uaxactún como asistente de manejo forestal.

«De las 83.000 hectáreas que nos dieron de concesión, 28.000 son para madera, de esas aprovechamos unas 600 al año. Al principio nos permitieron utilizar 1.000, pero no estábamos seguros. Porque aquí, en Uaxactún, nosotros nos habíamos dedicado, desde nuestros abuelos, al chicle, a la pimienta, pero nunca a cortar árboles. Los árboles eran lo que nos aseguraban lo demás. Al principio no querían talar. Al final decidimos que aprovecharíamos 600 hectáreas al año, y ahí nos quedamos», explica Rubén. Este año, nos cuenta, han talado 598 árboles, es decir, menos de uno por hectárea.

Fernando Baldizón, responsable de las concesiones forestales del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (CONAP), explica que el plan de manejo forestal utiliza un método rotatorio, una especie de rueda, dividida en cuarenta fracciones, y se utiliza una al año. De modo que, al regresar a la primera parte aprovechada, después de cuarenta años, esta se ha regenerado de nuevo. A través de diferentes capacitaciones, con apoyo de organizaciones ambientales que han apoyado desde el inicio el proceso, se ha logrado capacitar a todos los vecinos sobre el modelo.

Cada año, en primer lugar, realizan un censo de todos los arboles aprovechables para venderlos y los marcan en base a sus características. Los mejores serán marcados como semilleros. Es decir, los árboles que, por contener la mejor genética, se dejan intactos para favorecer su reproducción. Solo se talarán los de diámetro mayor a 60 centímetros.

El Puente de Brooklyn o las guitarras Gibson: clientes de las concesiones. El trabajo de censo, marcaje y tala, por el esfuerzo que requiere, está restringido a los hombres. Sin embargo, a través de la recogida y selección del xate, una palma que se utiliza como planta ornamental, también las mujeres tienen el trabajo asegurado durante todo el año. Actualmente, el sesenta por ciento de los miembros de la organización de Uaxactún son mujeres. Los jóvenes se encargan, principalmente, de la gestión turística de sus dos sitios arqueológicos.

En otra de las comunidades, llamada Ixlú, que también cuenta con un importante sitio arqueológico maya, hay una organización compuesta únicamente por mujeres quienes, gracias a su concesión forestal, comercializan la semilla de ramón. Con esta preparan harina, café o galletas. «El ramón también lo consumían los mayas –explica Jorge Cruz, el representante de Rainforest Alliance– ellos lo llamaban ox. Ahora hay un joven que hace helados de semillas de ramón. ¿Sabe cómo les llama? Ice-ox. La creatividad de la gente, ¿verdad?».

Veinte años más tarde se han otorgado once concesiones –nueve comunitarias y dos a empresas– y solo dos de ellas han tenido que anularse por la penetración del narcotráfico. En esta zona, de paso para la cocaína hacia México, el narcotráfico, junto a la presión de la empresa privada, son las grandes amenazas. Para hacerse fuertes y presionar al Estado, las comunidades se han unido en la Asociación de Comunidades Forestales de Petén (ACOFOP), que se encarga de la organización y el desarrollo de estos colectivos y crear lobby en el Gobierno para defender sus intereses. Teresa Chinchilla, actual coordinadora de ACOFOP, explica que, a través de diferentes contratos madereros, logran un ingreso de unos 5 millones de dólares anuales (unos 4,2 millones de euros), de los cuales invierten unos 700.000 (589.600 euros) en desarrollo. Hay 14.000 personas beneficiadas directamente y, además, se invierte en desarrollo comunitario. «Aulas, puestos de salud, el pago de enfermeros, medicinas, becas escolares», cuenta Chinchilla.

Además, ACOFOP abrió en 2005 una empresa forestal, FORESCOM, que se dedica a venta de madera al por mayor. Ahora, por ejemplo, tienen un contrato para renovar el puente de Brooklyn, en Nueva York, con madera del árbol de manchiche. También venden madera para los cuellos de las guitarras Gibson Taylor Guitars a C.F. Martin&Co. Los músicos de Maroon 5 llegaron en 2016 a Guatemala a visitar las concesiones forestales de Petén, después de haber firmado una carta de compromiso junto a otros músicos, como Mick Jagger, para no usar guitarras hechas con madera proveniente de deforestación ilegal o malas prácticas.

Sin incendios y manteniendo a sus jaguares. La organización comunitaria, que se ha ido consolidando a lo largo de los años, destina fondos de la venta de la madera a patrullar su extensión forestal, lo que ha logrado que los incendios hayan disminuido casi a cero. El fuego ha arrasado este año la Reserva de la Biosfera Maya, cebándose en gran parte en un parque nacional conocido como Laguna del Tigre, en otro llamado Yaxhá, en incluso en Tikal. Las concesiones forestales quedaron intactas, los vecinos se habían encargado de protegerlas.

Este modelo también ha permitido un incremento de la población de jaguares. «Hemos hecho investigaciones sobre la abundancia de jaguares y hemos detectado que hay muy buenas poblaciones en las áreas de manejo forestal certificado manejado por las comunidades. Eso sí es una muestra de que está conservando la diversidad», explica Roan Balas McNab, responsable de Wildlife Conservation Society (WCS), que lleva apoyando a estas comunidades desde el inicio y que, a través de varios estudios científicos, ha demostrado la permanencia de los animales salvajes en el área concesionada.

«Es algo muy noble por parte un país como Guatemala que, de un solo golpe, ponga el 19 por ciento de su superficie terrestre en un área protegida, defendiendo la piedra angular del bosque que nos queda en todo Mesoamérica, que es la selva maya. A pesar de los retos que tiene un país como este, con los índices humanos más bajos de todo América y en un momento de crisis, porque el conflicto armado interno no había terminado, decide otorgar el bosque a sus comunidades. Guatemala merece el apoyo del todo el mundo, porque está cargando la responsabilidad de todos», explica Balas.

Referencia para el mundo. Este modelo, en el que los comunitarios son los encargados de gestionar sus recursos forestales, se ha convertido en referencia mundial. En Colombia, aunque el modelo concesionario no quedó plasmado en los Acuerdos de Paz, un alto número de organizaciones forestales comunitarias se han desplazado a Guatemala en los últimos meses para comprender la forma en que se podría implementar en el país.

Benjamin Hodgdon, responsable forestal de Rainforest Alliance, explica que se ha comenzado a expandir por diferentes países: «Hay muchas modalidades bajo el concepto ‘concesión’. Todos tienen el mismo carácter, en el sentido de que el bosque pertenece al Estado y se firma un contrato por un periodo determinado con actores locales. En América Latina, Honduras, Perú y Bolivia, por lo menos, aplican esa figura. En África, Camerún, Gabón, y en la República Democrática del Congo, en los acuerdos post conflicto se está diseñando un proyecto cuatro o cinco veces más grande que la Reserva de la Biósfera Maya. En Asia: India, Nepal, Myanmar, Vietnam y Indonesia. Guatemala y México fueron los primeros, fueron la punta de lanza, ahora estamos viendo la devolución en el resto del mundo», cuenta Hodgdon.

Hace unos meses, una delegación de Indonesia llegó a conocer el modelo de concesiones forestales de Petén, después de que el presidente electo de este país en 2015, Yoko Widodo, prometiera entregar 12.7 millones de hectáreas en concesión. «A nivel comunitario eso no existe, solo individual o grupal. No existe un manejo comunal, solo de forma tradicional, pero no hasta la comercialización», explicó durante esta visita Muhamad Sidik, representante de una empresa forestal comunitaria de Lampung, Sumatra.

Durante el intercambio de experiencias de esta visita puede verse cómo dos países ubicados en las antípodas del planeta, como Guatemala e Indonesia, tienen una trayectoria similar en cuanto a despojo de los pueblos indígenas, de un genocidio al que, bajo la lucha contra el comunismo, siguió la implementación de un modelo neoliberal y el actual uso de una gran parte de su extensión para monocultivos como la palma africana. Ahora Indonesia, el país más deforestado del siglo XX, quiere recuperar sus bosques, y Guatemala –un país extremadamente pobre, pero en el que el Estado entendió que, para preservar sus bosques, la forma era devolverlo a las comunidades– les sirve de faro.

Carolina Alvarado, administrativa de la asociación forestal de Uaxactún, se encuentra rodeada de los representantes indonesios quienes, sentados en el aserradero y mientras fuman sin parar, siguen atentos sus explicaciones. Después de varios días de visita, están impresionados por el modelo y buscan replicarlo en sus comunidades. Ella les va dando consejos: «Ustedes tienen que luchar por sus derechos, porque lo que no puede ser es que una persona multimillonaria, que ni siquiera vive en la tierra, se lleve nuestros recursos. En cambio, nosotros vivimos, comemos, nos educamos en esta tierra, nosotros somos los dueños de nuestra tierra».