IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Destellos de desnudez

En estas semanas, las noticias y las redes sociales se han hecho eco de un incidente que no deja de ser una ilustración de la confusión de pensamiento sobre ciertos temas en la sociedad de la información en la que vivimos, queramos o no. En este caso, le ha tocado a la desnudez. Una famosísima red social censuró en la página de una de sus usuarias una fotografía de la “Venus de Willendorf” por pornografía –esa imagen paleolítica de piedra que representa a una mujer desnuda con grandes pechos y caderas– y, no siendo el primer caso en lo que a estas redes se refiere, y ya que las hemos venido a llamar “sociales”, cabe darle una pensada. En particular, a esa fina línea con la que últimamente delimitamos lo íntimo y lo público y ya no solo en los medios diversos sino en un paulatino tinte interno.

Llegamos a mezclar por dentro ambos espacios sin gran mediación consciente, como si nadáramos en una sopa de pensamientos y sensaciones, aderezadas de creencias morales, costumbres y deseos. De ahí la confusión entre lo que es la pornografía y la vivencia de la desnudez o el sexo, directamente. Evidentemente, aunque hablemos del cuerpo y sus usos, realmente dicha línea puede ser trazada entre las “desnudeces” y las “pornografías” referentes a otras facetas de la crudeza y naturalidad de lo que somos.

Vivir en grupo nos inclina generalmente a la homogeneidad con ese grupo, a unificar criterios sobre lo que todos vemos y a controlar/esconder/limitar lo que nos diferencia, “no vaya a ser que…”. Lo peculiar del momento que vivimos es que nuestras pertenencias parecen ser tan frágiles que percibimos la censura potencial y el rechazo de los otros con gran facilidad. A esto, evidentemente, contribuimos todos cuando lo primero que tenemos en la boca o en la punta de los dedos es la crítica del otro, o cuando lo miramos como un objeto, no como un igual o un par. Cuando hacemos esto, cuando convenimos y abrimos la veda para el desuello moral, emocional, de otros, también firmamos un contrato de conformidad por el cual, llegado el momento, podemos ser nosotros mismos los nuevos sujetos de ataques similares.

Si jugamos a esto, a todos nos puede tocar. Y sí, todos tenemos responsabilidad –y potestad– en cuanto a crear un clima de “garras fuera”, de todo vale porque hay que extraer la disonancia que nos cuestiona. Una forma estupenda de evitar que llegue nuestro turno –y de contribuir al juego– es meter bien dentro lo que es potencialmente la puerta de entrada, lo visible que “puede” generar cierta incomodidad. Y la palabra “puede” es importante porque en el cálculo de probabilidades y, teniendo en cuenta que nuestra imaginación puede llegar muy lejos, cualquier faceta que haya recibido un comentario disonante alguna vez “puede” ser el asa por el que nos atrape la crueldad del criticón. Así que, para evitar sustos, “es mejor no hablar de ciertos temas”, aunque sean importantes, formen parte intrínseca de mí, o sean inofensivos –no porque alguien no se pueda sentir ofendido, sino porque en el fondo, compartirlos no pueden de facto dañar a nadie–. Hace unos cuantos años un profesor de psicología social que yo tenía en la facultad decía que la emoción que probablemente más veces sentimos sea el miedo –no hay más que ver noticias–, y cuando uno se para a mirarse, igual, como grupo estamos añadiendo la vergüenza sin darnos cuenta a nuestro ADN emocional y cultural. Y si eso es así, sin duda nuestra audacia para cambiar las cosas y salir de nosotros mismos en busca de otros sistemas u horizontes va a encontrarse con un gran escollo.

Evidentemente, éstas son solo reflexiones a raíz de unas noticias curiosas, asociaciones de aquí y de allá entre la experiencia vital y el conocimiento profesional, íntimas quizá y potencialmente criticables, pero prefiero pensar en voz alta.