IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Basta de entender

En la sociedad del conocimiento, de la información, de la comunicación, los discursos y los argumentos que esgrimimos cotidianamente tratan de acotar la realidad en la que vivimos para entenderla, predecirla y manejarla a un nivel asequible. Es decir, la realidad que nos rodea es compleja, a menudo demasiado compleja y rica como para poder resumirla en un solo pensamiento, una sola idea o conclusión. «La vida es…», «La gente es…», «Los hombres son…», «Las mujeres son…»...; y al mismo tiempo, parece que no hay otra manera de comunicarnos unos con otros que no sea a partir de frases más o menos cerradas, en particular cuando hablamos o pensamos sobre temas complejos. De algún modo, necesitamos poder agarrarnos a una serie de guías, de conclusiones que nos sirvan de asideros para movernos por la vida. Lo que pasa es que a menudo nos olvidamos de que esas frases cerradas que usamos para pensar y vivir son conceptualizaciones que construimos y que en sí mismas no existen como tales. Las vamos condensando a partir de experiencias emocionales, físicas, relacionales que se digieren en forma de palabras y construcciones verbales pero, como se suele decir, el mapa no es el territorio.

En particular, cuando la vida se pone difícil, a menudo nos aferramos con más firmeza a esas frases o ideas que nos han servido para caminar hasta el momento. Sin importar que la realidad esté desafiando nuestras creencias con un cambio drástico y, aunque estas ya no sirvan para guiarnos, tendemos a seguir tratando de encajar los nuevos datos en el viejo marco. Como si se tratara de uno de esos juegos de piezas de los niños pequeños en los que se mete un cilindro en un agujero circular o una pirámide en uno triangular, la pieza que nos ofrece el hoy, con una forma diferente, no va a encajar en un viejo agujero. De hecho, lo que más sufrimiento nos produce a veces es el desafío que lo que vivimos supone para lo que hemos estado pensando y creyendo de la vida hasta el momento. Y cuando nos damos cuenta de este impacto, nos lleva un tiempo ajustarnos.

A menudo, la primera aproximación que hacemos a esa incongruencia es en términos de errores o aciertos. Los «debería haber» surgen como una búsqueda de un fallo en nuestra ejecución –que no en nuestra concepción– de aquello en lo que creemos: «debería haberme esforzado más», «debería habérselo preguntado», «debería haberlo sabido»... Buscando de este modo encontramos, por un lado, lugares en los que aplicar una carga extra de nuestra creencia, y por otro, un cierre a la incongruencia que nos hace no cambiar nuestra perspectiva, sino simplemente «hacerlo mejor la próxima vez».

Cuando nos quedamos ahí, en ese mea culpa, a menudo no abrimos la puerta a una concepción diferente de la situación que nos ha impactado; simplemente usamos más de lo mismo para una situación nueva. Por ejemplo, si imaginamos a la madre de un muchacho de quince años que no estudia y cuya concepción de la motivación es la disciplina –la de la madre, que no la del hijo–, podemos anticipar cómo va a afrontar los seis suspensos de su hijo. Quizá, si esta madre no tiene en su haber una idea comodín como «su falta de motivación puede tener que ver con algo diferente a la falta de disciplina, que yo no estoy viendo», el aferrarse a su creencia y ejecutarla con más fruición, probablemente no haga reaccionar a su hijo como ella espera. Nuestras ideas, pensamientos, creencias y argumentos no dejan de ser nuestros, y están basados en experiencias, valores y culturas de las que provenimos. Quizá, la idea de que somos objetivos, asépticos, de que “sabemos” cuando analizamos una realidad nueva, y dejemos fuera nuestras limitaciones, nuestra subjetividad, suponga un peso ante la incertidumbre que nos impide adaptarnos con libertad.