7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

La trampa del amor


Amar es siempre difícil de definir con palabras, probablemente porque es una vivencia tan universal y subjetiva al mismo tiempo que ninguna definición podría capturar los matices y la profundidad de la experiencia de un vínculo así. Y la vez, se nos hace evidente que queremos cuando nos apetece estar cerca, cuando nos es imprescindible la presencia de ese o esos otros para cubrir esas necesidades propias de ser humanos y que ilustran íntimamente que tenemos, efectivamente, ese lugar deseado en nuestras relaciones. Y entonces podemos respirar y descansar, con la tranquilidad de que “es así”, con la certeza interna de que esas personas representan vínculos incondicionales y que muy mal se tienen que dar las cosas para que deje de ser así…

Pero no siempre la cosa es tan lineal y, digamos, tan absoluta; la sensación –y a veces esta conclusión– de amar tiene que convivir con otras vivencias también reales, aunque en ocasiones incongruentes e incluso opuestas en la misma relación. Las sensaciones incongruentes llevan también a pensamientos que divergen de ese marchamo “es así”, y cuando van creciendo, se acumulan hasta cuestionar que amamos, o que nos aman, por lo menos con esa incondicionalidad que creíamos o queríamos creer.

Quizá una de las ideas más instauradas es que el amor es precisamente eso, una sensación, vivencia, o como queramos llamarlo, que lo inunda todo y hace que todos los aspectos de la relación estén en completa sintonía, y cuando no es así, “por el amor” aceptemos, toleremos e incluso participemos de lo que sentimos que simplemente está mal. Y quizá también, aunque pueda ser interpretada como una expresión mercantilista o interesada, el amor siempre tiene condiciones, aunque no las prioricemos en determinado momento. Las situaciones más confusas son aquellas en las que, para recibir de vuelta la sensación de ser amado o amada, sentimos tener que hacer ciertas cosas que realmente no queremos hacer, condiciones que, al mismo tiempo, terminamos calificando “de poca importancia” en comparación con el resultado esperado. Podemos aceptar críticas que no creemos merecer, comentarios devaluadores o incluso, muestras de envidia con tal de que, cuando se pase, podamos sentir, o por lo menos, mantener la ilusión del amor. Y por tanto, del vínculo.

Cuando estas expresiones poco amorosas suceden en la familia –y sí, existe la envidia entre progenitores y prole, por ejemplo–, la distancia o la separación es más complicada, y la autodefinición de decir “basta” puede conllevar una ruptura que en el fondo se nos aparece como insoportable. Por ejemplo, a pesar de que duela, decirle nítidamente a un padre o a una madre que deje de criticar el aspecto, o de anticiparse en las decisiones que implican a su hija, o a un hermano que no le dé la vuelta a un logro propio para dejar mal al otro, aunque sea de broma, se hace harto difícil, incluso aunque lo hiciéramos con soltura fuera de esas relaciones íntimas. Tememos abrir un conflicto antiguo o que nos exijan aceptar lo que siempre hemos aceptado. Sin embargo, volviendo a cerrar la incomodidad –o a veces, algo más que eso, lo insoportable–, “por amor” olvidamos que dicho amor es más real –e incluso el único posible– cuando es el mío, el nuestro, el que yo necesito, y lo es más que aquel idealizado, que aquel que construimos en aquel momento del pasado con aquella figura, cuando éramos diferentes.

Como todas las vivencias humanas, amar también es una vivencia en continuo ajuste, en relación, y por tanto, cambia con nosotros. Comer todos los días es una necesidad, sin embargo, no comeríamos lo mismo que cuando teníamos tres años. Amar no es comer, pero es igual de imprescindible para nuestra naturaleza, nuestra salud y nuestra felicidad y quizá, aunque no siempre podemos elegir qué queremos comer, sí a quién queremos amar y cómo queremos que nos amen.