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ARQUITECTURA

Un dado frente al paisaje


El edificio que analizamos en esta ocasión, el palacio de congresos Vegas Altas en la provincia de Badajoz, es un hito arquitectónico bien construido, con significado y funcionalidad, pero su interés arquitectónico va de la mano de una historia paralela, la de la financiación de las obras públicas y la instrumentalización de la arquitectura como motor y activador económico.

Los últimos baremos en el precio de compra y alquileres de viviendas estipulan una subida de alrededor de un 20% en los grandes centros urbanos del Estado español, llegando a superar los ratios de precios de 2008, el año del “calentón” definitivo antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. El proyecto ganador del concurso que la Junta de Extremadura convocó en 2008 para el palacio de congresos fue firmado por los arquitectos Pancorbo, Villar, Chacón y Martín Robles. La mayoría de ellos tenían prácticamente recién acabada la carrera de arquitectura, y su planteamiento para la propuesta ganadora rezumaba la frescura de una segunda hornada de arquitectos que se aupaba sobre la escuela de profesionales que había pilotado el efecto de los Juegos Olímpicos de 1992.

Extremadura ya contaba con un palacio de congresos en Badajoz, obra del estudio SelgasCano, y los planes para construir otros edificios en Plasencia, Mérida y Cáceres estaban en marcha. No era una tendencia particularmente extremeña; a golpe de fondos europeos, cada provincia del Estado español pretendía crear su propio “polo atractor” mediante una arquitectura de vanguardia.

En 2015, se inauguró en la población de Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, el palacio de congresos de Vegas Altas. La población, de apenas 25.000 habitantes, recibía una infraestructura de primer orden que había costado 10 millones de euros. Los de Serena eran afortunados, ya que la vecina Plasencia, con algo más de 40.000 habitantes, veía cómo su obra de vanguardia, también de los madrileños SelgasCano, pasaba de los 13 millones iniciales a los 21,5 finales, demorándose en su construcción más de once años. En comparación, un equipamiento como el Palacio Euskalduna costó alrededor de 80 millones de euros.

Teniendo en cuenta la fiebre de la construcción de la década del 2000, en la que muchos ayuntamientos se dieron de bruces con una financiación sin demasiadas cortapisas, resulta interesante ver los resultados de aquellos polvos. Mientras que determinados edificios se convertían en poco más que esperpentos vacíos, otros tenían la capacidad de generar espacios interesantes y, junto con una gestión adecuada, servir de referencia. Este es el caso de inmueble Vegas Altas.

El edificio que analizamos hoy tiene una evidente virtud: no quiere imponerse al paisaje de la Serena. Aparentemente, ante nosotros aparece un cubo colocado en un pequeño promontorio cercano a una plaza que desciende hacia unos soportales. El promontorio eleva ligeramente el terreno, y sobre él aparecen una serie de bancales de vegetación, dispuestos de modo que recuerdan el campo que aparece ante nosotros.

Al acercarnos, poco a poco descubrimos que muchos de esos bancales no son sino lucernarios camuflados, que introducen la luz dentro del edificio.

El cubo compone el espacio necesario para todo el entramado de tramoyas que un escenario de 800 personas necesita, y es un elemento común en este tipo de proyectos: el mismo espacio que se tiene de altura de escenario, se necesita sobre él, para poder subir y bajar los elementos escénicos. Este detalle, aparentemente estético, es determinante para describir y valorar todos y cada uno de los proyectos de teatros o salas de conciertos. Es por eso que es de agradecer el gesto de “enterrar” el edificio, para que ese volumen que se expele no rivalice con el paisaje.

Y es que el palacio de congresos se coloca en la última parcela urbana del municipio, en ese lugar extraño que el planeamiento urbanístico considera urbano, pero que en realidad no lo es. En otros casos, este tipo de edificios pretende erigirse como “faros” en el horizonte, destacando bien por su volumen, bien por su color. En el de Villanueva, el cubo aparece forrado de una piel compuesta por maromas, cuerdas trenzadas de gran diámetro, que tamizan la luz que entra en el volumen.

El edificio es producto de su tiempo tanto por su estilo, enraizado en la nueva forma del milenio, pero también es testigo de un momento en el que numerosos proyectos de arquitectura respondían a un flujo de capital público y, con algo parecido a lanzar un dado al azar, en ocasiones con fortuna y respeto, en ocasiones con una patada en la puerta.