03 NOV. 2019 PSICOLOGÍA Lo que nadie más puede hacer IGOR FERNÁNDEZ Si alguien nos pregunta “¿quién eres?”, quizá respondamos de primeras con el nombre o la profesión, en un intento de dar alguna coordenada y al mismo tiempo no desvelar demasiado. Para algunas personas, la respuesta es sólida y directa, estable; para otras, esa mirada para dentro varía en función del estado de ánimo, el estrés, e incluso del momento del día. Por alguna razón, en los días que vivimos es habitual encontrar gente que pendula de la sensación de insignificancia al deseo más grandilocuente; de la autocrítica más quisquillosa a la permisividad menos atenta. Es como si tanto la atención constante a estímulos alrededor como la falta de actividad tuvieran un efecto disolutorio y a veces confusional cuando hablamos de quiénes somos. El entorno nos afecta, está claro. Hay quien describe la salud mental como un equilibrio en el flujo entre el tiempo, la energía que empleamos en mirar hacia adentro y la preeminencia que otorgamos a nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y fantasías; en relación con el tiempo y la energía que usamos mirando hacia fuera, al entorno, a lo que vemos de los otros, sus opiniones y necesidades. Cuando este vaivén está equilibrado nos permite adaptarnos al mundo externo teniendo en cuenta las necesidades de dentro, y relacionarnos adecuadamente sin perdernos en el camino. Pero ¿dónde empieza el equilibrio? ¿Es necesario un centro fuerte para afrontar un mundo cambiante o hace falta un entorno estable para que nuestro centro pueda estar tranquilo y crecer? La respuesta parece obvia. Tener hoy un Yo sólido está influido profundamente por las primeras relaciones que tuvimos, por la sensación de aceptación incondicional y lo contrario, pero, en adelante, la responsabilidad de buscar y construir las condiciones para que ese lugar interno exista y sea como una reserva natural ante las adversidades, eso nadie va a poder hacerlo, por mucho que quiera y queramos. Eso será cosa nuestra. Lo que necesitaremos allí dentro será básico pero esencial y, como en esos programas de supervivencia en los que un individuo trata de buscar su sustento en un paraje salvaje, tendremos que buscarnos la vida para proveernos de tiempo, estímulo, decisiones, afectos, y declaración de independencia, pero una que incluya al otro sin miedo, aunque sí con límites. Puede que asuste o se parezca a ir solos por la vida, pero saber que ese lugar exclusivo existe no es una posición egoísta o desapegada, es, simplemente, un hecho, como lo es que si queremos comer, debemos ser nosotros quienes nos llevemos el tenedor a la boca. Solo tomar conciencia de esto es imprescindible. Para seguir, debemos hacerle un espacio, y eso significa preservar tiempo para decidir. Decidir qué hacer, con quién estar, y poner límite a otras influencias durante ese tiempo. Encontrar la manera de decirle al mundo “ahora tenéis que esperar a que yo vuelva a estar disponible”. Durante ese tiempo, solo o acompañado pero elegido, establecer un compromiso: el de prestarse atención. Atención al cuerpo, las emociones que están rondando, los deseos de verdad, las necesidades y adquirir el hábito de preguntarse “¿cómo estoy ahora?”. Y si irrumpen otros pensamientos del exterior, poder parar y devolverlos de vuelta al otro lado de la valla: “Luego os haré caso, ahora esta es mi reserva”. Desde dentro de la reserva, será el momento de buscar “agua y comida”, es decir, los estímulos que necesitamos para crecer, esos que sabemos que nos son imprescindibles, aunque antes de construir la valla circundante no los viéramos. Quizá es el ejercicio, las relaciones sexuales, el estudio, el arte… Algo de todo eso nos nutre de una forma que solo nosotros sabemos. Y, poco a poco, el ecosistema de nuestra reserva va siendo más y más sostenible, más y más sólido. Al fin y al cabo, levantar esas vallas entorno a nosotros es asumir la responsabilidad que nadie más puede: la de construir la propia identidad.