08 DIC. 2019 PSICOLOGÍA Elecciones dilatadas IGOR FERNÁNDEZ Una de las variables que se han utilizado siempre para medir la inteligencia es la rapidez a la hora de resolver problemas. En los tests que pasaban en el colegio, todos recordamos problemas matemáticos y lógicos, las típicas secuencias de números que había que completar tras detectar el patrón que las genera, y hacerlo rápidamente para recibir una bonificación en la puntuación final. Al mismo tiempo que la rapidez de pensamiento gozará en adelante de prestigio, al ser asociada a la consistencia mental y la ausencia de duda, cuando detectamos la otra cara de la moneda, cuando alguien se muestra dubitativo o silente, el recelo y la crítica potencial aumentan. Por ejemplo, cuando conocemos a alguien nuevo o estamos hablando de una cuestión importante con personas conocidas, pocas actitudes generan tanta inquietud como el mantenimiento de un silencio indescifrable. En ese caso, la ausencia de una manifestación se convertirá fácilmente en un campo abonado para las fantasías. Este folio en blanco se puede interpretar de tantas formas… Si podemos relajarnos ante la falta de información inmediata, será solo cuestión de ritmo y eso le implica principalmente al otro, pero si nos genera ansiedad, el folio empezará a rellenar con toda suerte de temores: desde el «quien calla, otorga» de unos, otros sospecharían si el silente oculta algo, no está prestando atención, o pretende mantenerse ajeno o ajena al tema en cuestión. Cuando hay una conversación relevante en juego, el silencio no necesariamente es siempre interpretado como «esta persona necesita tiempo para aclararse», sino más bien como un proceder deficiente que revela una falta de contenido. Responder, dar opinión, expresar una elección y hacerlo rápidamente son valores al alza en una sociedad fugaz, inmediatista y productiva. Como en aquellos tests de inteligencia que medían algunos tipos de inteligencia pero no otros, las personas recibimos bonificaciones o penalizaciones sociales por ser rápidos y precisos, y es difícil reivindicar la existencia de un ritmo propio a la hora de decidir. En particular porque también es aún difícil de reivindicar que las elecciones relevantes conllevan emociones que gestionar antes de hacer dicha elección. Cuando no nos dan –o damos– tiempo, en un acto similar a tirarnos por una cuesta abajo en una bicicleta sin frenos, también nos arrojamos a hablar, elegir, descartar opciones sobre asuntos de gran calado. De modo que es inevitable que durante el proceso, igual que en la bicicleta, nuestro cuerpo se ponga rígido e inmóvil para tratar de mantener el equilibrio a una velocidad creciente con la creciente sensación de pérdida de control…Y entonces, la propia velocidad nos congela el cuerpo y la mente, para no hacer un movimiento en falso. Quizá esto no sucedería si el tema importante en particular pudiera ser discutido abiertamente antes de «lanzarse en la bicicleta», o se pudiera hablar del temor a fallar al tomar una u otra dirección (normalmente no consideramos decisiones importantes a aquellas que no implican cierto dilema). Si no, tampoco siquiera podemos gritar ¡socorro! al sentir el lógico miedo de ver pasar el asfalto bajo los pies a gran velocidad. En cambio, sentimos la vergüenza de admitir que no tenemos el control ante quienes nos miran, control sobre lo que acabamos de decir, lo que hemos elegido. Ante unos ojos más en sintonía, nuestro silencio podría no violentarse y, lejos de interpretarse como un signo de indiferencia o complacencia, podría ser traducido entonces como una petición de ayuda ante el dilema o la gestión de las emociones que se agolpan en la cabeza a gran velocidad, tensando el cuerpo y cerrando la boca. Decir sí o no rápidamente, sin ver si al fondo de la cuesta hay o no una curva, sin poder bajar poco a poco, o poniendo los pies en el suelo, es un acto de autodefinición empujado más por la ansiedad o la soberbia que por la voluntad.