08 DIC. 2019 DOS SUPERPOTENCIAS ENFRENTADAS La Guerra Fría del siglo XXI El auge de China ha provocado un profundo cambio en el orden mundial. Pero Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, no lo ha encajado bien. La guerra comercial y tecnológica se suma en Hong Kong a la ideológica y crea un cóctel peligroso. Zigor Aldama Occidente no ha digerido bien el auge de China. Cuando el país comenzó a abrirse al mundo, las potencias capitalistas aplaudieron las reformas porque vieron la posibilidad de beneficiarse de ellas. Utilizaron la mano de obra barata para aumentar sus beneficios y luego explotaron el mercado interno. Pero, ahora que China ha utilizado sus mismas armas para convertirse en una potencia mundial que les trata de tú, echan mano de cualquier artimaña, aunque suponga caer en lo mismo que critican, para evitar que ocupemos el lugar que nos corresponde». He Kexin, estudiante de un posgrado en Relaciones Internacionales en la prestigiosa Universidad de Fudan, en Shanghái, expresa una opinión que cada vez comparten más ciudadanos chinos. «Antes de que fuese elegido presidente, incluso sentía admiración por Donald Trump, porque me parecía un líder fuerte que iba a luchar por su país. Pero no pensé que lo haría a costa de China. La ofensiva que ha lanzado para mantener la supremacía global de Estados Unidos, que está siendo aprovechada por otros países occidentales, es injusta y refleja una gran hipocresía», sentencia la joven, visiblemente dolida. He se refiere a los tres frentes que se han abierto en una coyuntura internacional que se asemeja cada vez más a la de una Guerra Fría: en el plano económico, Trump ha lanzado toda su artillería en ataque comercial, cuyos efectos se sienten ya por todo el mundo; en el sector tecnológico, Washington ha arremetido contra Huawei, líder en el desarrollo de las nuevas redes 5G, a pesar de que no ha mostrado prueba alguna de que la empresa espíe para Pekín; y, en el ámbito político, Estados Unidos se ha inmiscuido en las protestas antigubernamentales de Hong Kong al proponer la Ley de los Derechos Humanos y la Democracia de Hong Kong, que ha recibido ya el visto bueno del Senado y del Congreso y cuenta con la firma de Trump. Esta ofensiva, apoyada por aliados estadounidenses como Japón o Australia, llega en un momento crítico para China. Después de cuatro décadas de un crecimiento económico medio del 10%, que le ha otorgado la medalla de plata del ranking mundial, el país ha comenzado a frenar y la expansión de su PIB es ahora la menor desde 1992, año en el que comenzó a ofrecer datos trimestrales. Si se cumplen las previsiones del Gobierno y la economía mantiene en la recta final del año el comportamiento de los tres primeros trimestres –en los que ha crecido un 6,2%–, el país más poblado del mundo prevé que este año crezca entre el 6% y el 6,5%. Es una tasa robusta que para sí querrían los países desarrollados, pero sabe a poco en un gigante que necesita incrementar su riqueza al menos un 5,5% anual para crear los puestos de trabajo que demanda la población urbana. «El constante incremento del bienestar económico es el pilar sobre el que se sustenta la legitimidad del Partido Comunista. Por eso, una crisis económica podría derivar en inestabilidad política, que es lo que Pekín más teme. En un sistema de partido único no existen las alternativas que ofrecen los países democráticos, donde la población puede mostrar su descontento cambiando al Gobierno de turno en las elecciones. Si las cosas van mal en China, la población puede comenzar a cuestionar a sus líderes. Y eso es peligroso en un país que, en 70 años, se ha abierto en todos los frentes menos en el político. Por eso, la Guerra Comercial es un misil contra la línea de flotación del país», explica un profesor de Finanzas de una reputada escuela de negocios china que prefiere mantenerse en el anonimato por miedo a represalias. «Los ánimos están caldeados», justifica. Comercio y aranceles. Aunque el gobierno chino se muestra oficialmente confiado en su capacidad para capear el órdago que le ha declarado Trump, y ambas partes aseguran que están cada vez más cerca de un acuerdo preliminar por fases, es innegable que el problema no se va a resolver en breve y que la situación está afectando gravemente al comercio exterior chino. Entre enero y octubre creció un discreto 2,4%, pero incluso esa cifra está maquillada por los buenos datos del primer trimestre. En octubre, las exportaciones chinas cayeron un 0,9% y las importaciones tuvieron un comportamiento aún peor con una contracción del 6,4%. «Las perspectivas no son buenas. El mercado interno se resiente, y las manufacturas que dependen de las exportaciones están sufriendo. Muchas fábricas se están marchando. Y eso es peligroso porque las exportaciones todavía son un importante motor económico y de creación de empleo. La transición a una economía de servicios aún no ha culminado», analiza el profesor de Finanzas, que también tiene dudas sobre la fiabilidad de las estadísticas oficiales. «A veces las provincias las inflan para cumplir con los objetivos marcados y reflejan más una aspiración que la realidad». Trump justifica los aranceles con los que grava casi todos los productos chinos señalando la asimetría en las relaciones comerciales entre ambas potencias. Estados Unidos compra a China mucho más de lo que China adquiere en Estados Unidos, lo cual le otorga un abultado superávit comercial. Eso, afirma el presidente americano, se traduce en la deslocalización al país asiático de muchos empleos. Los impuestos especiales aprobados por Trump tienen como objetivo incentivar la producción nacional y presionar para que China adquiera más productos estadounidenses, algo que los dirigentes chinos ya se han mostrado dispuestos a hacer. Aunque Europa no ha seguido los pasos de Trump, muchas de sus empresas sí comparten sus objetivos. Así se refleja en el informe anual de la Cámara de Comercio Europea en China: «A pesar de que se han producido algunos avances en las reformas económicas, estos se han visto eclipsados por el estancamiento, e incluso la regresión, en otras áreas. Aunque se habla de una mayor apertura, es evidente que China continúa apoyando a sus empresas estatales, que el Partido Comunista interfiere en los negocios, y que han aumentado los casos de transferencia forzosa de tecnología», señala el texto. Carlo Diego D’andrea, vicepresidente de la Cámara, resume las conclusiones del informe en una frase: «El mundo exige reciprocidad a China». Este abogado italiano establecido en Shanghái critica que el país disfrute de las ventajas que le otorga el libre mercado fuera de sus fronteras, pero que ponga barreras dentro. «Que se comporte como un estado capitalista cuando sale al mundo, y que sea comunista para quienes quieren entrar en su mercado», subraya. Por eso, aplaude el filtro creado por la Unión Europea para analizar las inversiones chinas y vetar las que no cumplan con las condiciones mínimas, sobre todo en las realizadas por empresas estatales que reciben golosas subvenciones y gozan de protección en el mercado local. «Tenemos que tratar a las empresas chinas como China trata a las empresas europeas. Ese debería ser nuestro principio básico», apostilla D’andrea. Huawei, el gigante desterrado. Claro que esa última afirmación choca frontalmente con el otro frente de batalla abierto en el sector tecnológico: mientras empresas como Apple o Samsung se benefician del suculento mercado chino, Huawei ha sido desterrada de Estados Unidos y de muchos otros países del bloque occidental. Trump aduce que las redes 5G desarrolladas por la empresa de Shenzhen pueden servir para que Pekín espíe a sus ciudadanos, pero no ha ofrecido ninguna prueba que respalde la existencia de “puertas traseras” en la infraestructura. Por si fuera poco, en diciembre del año pasado, Canadá arrestó a la vicepresidenta de la empresa a petición de Estados Unidos, y ahora Meng Wanzhou espera la decisión de los tribunales canadienses sobre su extradición. Si se aprueba, tendrá que enfrentarse a una veintena de cargos por otros tantos delitos económicos. El asunto trasciende el ámbito empresarial porque Huawei es mucho más que una multinacional. Es un símbolo del salto tecnológico que ha dado China, un gigante que emplea a 188.000 personas en 170 países y que el año pasado ingresó casi 100.000 millones de euros. Lidera la revolución del 5G y es la única marca de teléfonos móviles capaz de poner en aprietos a Samsung y Apple: a la americana la superó por primera vez en 2017 y, con los 200 millones de smartphones vendidos en 2018, se acerca peligrosamente a la surcoreana. A pesar de que funciona como una cooperativa y no está participada por el Estado, se ha convertido en abanderada del programa Made in China 2025, un ambicioso proyecto para convertir al país en una potencia tecnológica que ya está dando resultados asombrosos en campos como la robótica o la inteligencia artificial, en los que China se ha puesto a la altura de las potencias occidentales. Eso provoca temor en Washington, que ha optado por tratar de cortar las alas de Huawei por lo sano: vetando el uso de cualquier tecnología americana, incluido el sistema Android de Google. «Los políticos de Estados Unidos están utilizando la fuerza de una nación entera para dañar a una empresa privada. Están utilizando todas las herramientas a su alcance, incluidas las legislativas, administrativas y diplomáticas, para sacarnos del mercado. Esto no es normal. Casi nunca se ha visto en la historia», denuncia Song Liuping, consejero legal de Huawei, que también arremete contra Trump por «ir contra el libre mercado y la libertad de elección de los consumidores». El fundador y consejero delegado de la multinacional, Ren Zhengfei, ha reiterado que no trabaja para el Gobierno chino y que, incluso si Pekín le exigiese datos sobre sus usuarios, no los proporcionaría. Pero, obviamente, Trump no le cree. «No deja de resultar irónico que Estados Unidos, del que sabemos a ciencia cierta que espía a sus ciudadanos y a otros en el extranjero porque lo desveló Edward Snowden, acuse a una empresa china de colaborar con el gobierno chino sin que nadie haya encontrado relación alguna», señala un empleado de Huawei que también pide mantenerse en el anonimato. «Vender que China es malvada se ha puesto de moda», sentencia. «Occidente no sabe cómo lidiar con China porque su sistema no encaja en el binomio capitalismo-comunismo. Hemos abierto una nueva vía que combina lo mejor de ambos modelos, aunque entiendo que provoque suspicacias porque no existe una separación entre los conceptos de Estado, Gobierno y Partido», añade Luis Liu, un periodista de la agencia oficial Xinhua que cubrió noticias en América Latina durante varios años. Hong Kong, campo de batalla. Por si todo esto fuese poco, muchos ven la alargada mano de las barras y estrellas en la crisis política que estalló en Hong Kong el pasado 9 de junio, y cuyo masivo apoyo social quedó en evidencia el pasado 24 de noviembre, cuando los candidatos demócratas arrasaron en las elecciones municipales que se habían planteado como un plebiscito contra el Gobierno. Aunque el movimiento prodemocracia de la excolonia británica asegura que no tiene líderes y que se financia con donaciones y campañas de micromecenazgo, en China señalan a políticos americanos como instigadores de las protestas que han convertido al principal centro financiero de Asia en un campo de batalla. Que muchos manifestantes ondeen banderas estadounidenses y supliquen a Trump que libere Hong Kong hace que en la ciudad también haya quienes lo creen así. «A Estados Unidos le interesa desestabilizar a China para preservar su hegemonía mundial», dispara Junius Ho, diputado prochino del parlamento regional de Hong Kong y uno de los políticos más odiados por los manifestantes. «La eficacia de acciones tan bien coordinadas demuestra que los manifestantes no son gente ordinaria sin líderes, como afirman, sino que hay dinero e intereses foráneos dándoles apoyo y recursos. Y eso se demuestra con los encuentros que mantienen activistas antigubernamentales con políticos americanos, que van a aprobar una ley que es un dardo político contra China. La CIA y Taiwán están involucradas en las protestas, seguramente a través de financiación. Hay rumores de que los que combaten en el frente incluso cobran hasta 10.000 dólares», afirma Ho. «Liberar Hong Kong es la revolución de nuestro tiempo», rebate Alex Law, uno de los manifestantes más radicales que acude al frente de batalla siempre que puede. «Nuestro objetivo es evitar caer presa de la tiranía china en 2047 –cuando está previsto el modelo ‘un país, dos sistemas’ dé paso a una integración total en el país–, y para ello necesitamos implicar al mundo occidental. Puede que Hong Kong sea un lugar pequeño y poco significante, pero es el lugar en el que se libra una guerra entre la tiranía que representa el régimen comunista chino y los valores democráticos de Occidente», añade. Sin duda, es un discurso que recuerda al del enfrentamiento ideológico entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Y refleja una tensión que trasciende los ámbitos político y económico para impactar de lleno en el social. Buena muestra de ello es la erosión de la imagen que los chinos tienen de Occidente, y viceversa. La primera es difícil de medir, porque no se hacen encuestas al respecto, pero sobre la segunda sí que hay datos. Son los proporcionados por el informe que realiza el Instituto Pew sobre la percepción que el mundo tiene de China. Los resultados son esclarecedores. El 70% de los encuestados por todo el planeta asegura que China juega ahora un papel primordial en el orden internacional. Pero el mundo está dividido a la hora de determinar si ese papel es positivo o no. Japón, archienemigo tradicional, es el que lo tiene más claro: el 85% de su población tiene una percepción negativa de China. Suecia, Canadá y Estados Unidos le siguen con 70%, 67% y 60%, respectivamente. En los países de Europa Occidental, un 57% ve con malos ojos el auge del país más poblado del mundo. En el mundo desarrollado, la opinión negativa del gigante asiático va en aumento. Son llamativos los ejemplos de Canadá y Suecia, donde ese porcentaje se ha disparado 17 puntos solo entre 2018 y 2019. Los casos de Meng en Vancouver y de una familia de turistas chinos que vio denegada la entrada a un hotel sueco por haber llegado demasiado tarde pueden haber influido, pero la tendencia hacia el pesimismo es clara en la última década. En el extremo opuesto están países como Rusia, donde un 70% considera que el país de Mao tiene un efecto positivo, Nigeria –un 70%–, Túnez –68%–, o México –50%–. Por regla general, China goza de mejor reputación en los países en vías de desarrollo, donde sus proyectos de infraestructuras y sus inversiones son un acicate económico. No en vano, el plan estrella del presidente Xi Jinping es la revitalización de la Ruta de la Seda, a través de un faraónico proyecto que busca vertebrar el mundo de forma diferente a la que ha imperado en los últimos siglos. Una excepción llamativa entre los que apoyan a China es Israel, donde solo el 25% de la población tiene una opinión desfavorable del país. En territorio chino, a falta de datos cuantificables, el recelo se hace evidente entre la población. Los periodistas extranjeros establecidos aquí tenemos cada vez más dificultades para lograr entrevistas y declaraciones, por muy mundanas que sean. «La prensa internacional está al servicio de Estados Unidos y solo busca dañar la reputación de China», me espeta una mujer a la que pregunto por el nuevo sistema de recogida selectiva de basuras de Shanghái. Aunque es ilegal, en diferentes establecimientos se cobra un 25% de más a los ciudadanos estadounidenses, exactamente el porcentaje de los aranceles con los que Trump grava los productos chinos. «Los chinos siempre hemos tenido una relación contradictoria, de amor y odio, con Occidente. Por un lado, admiramos su desarrollo y, hasta cierto punto, sus valores democráticos. Tradicionalmente, hemos envidiado a Estados Unidos también por su fortaleza militar. Pero ahora que China crece como potencia mundial, estamos desencantados con la actitud que ha adoptado», comenta Wei Lin, estudiante de Sociología de la Universidad de Fudan. «Lo que me preocupa es que la confrontación escale y termine siendo militar. Las disputas por Hong Kong y Taiwán, así como los enfrentamientos por la soberanía –de varias islas y aguas del Mar del Sur de China– podrían derivar en un conflicto bélico», añade He Kexin, que también aprecia claros paralelismos con la Guerra Fría del siglo pasado. «Creíamos que la globalización iba a traer paz a un mundo cada vez más interdependiente, pero resulta que el auge del populismo está provocando una regresión en ese proceso y que volvemos a una rivalidad que no traerá nada bueno», concluye con una mueca de preocupación.