IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

A elegir

De todas las realidades posibles, nuestro día a día, el que vivimos y en el que nos implicamos, es la nuestra. Nuestra experiencia se convierte en nuestra realidad y, de ahí, en la realidad toda. La experiencia es un diálogo entre las percepciones cotidianas tanto del mundo externo, social y físico, como del mundo interno de emociones y pensamientos, y su relación con nuestra identidad previa. Lo que percibimos día a día del mundo y de nosotros mismos, nosotras mismas, se pone en relación con nuestras creencias, valores y conclusiones acerca de quiénes somos y cómo es el mundo.

Habitualmente, aquellas percepciones que incorporamos y que después recordamos, suelen ser aquellas que son coherentes con una identidad formada a lo largo del tiempo. Es decir, que si yo creo de mí que no soy una persona con una capacidad de atención particularmente focalizada, es probable que, si me preguntan, me encuentre pensando en las veces a lo largo del día en que me he olvidado de algo, o he dejado de apuntar esto o aquello.

Será más fácil que hayamos olvidado que el rato que hemos estado leyendo o cocinando, nada nos ha distraído. Nuestras conclusiones condicionan nuestras nuevas percepciones, llegando incluso a hacer desaparecer aquellas últimas que contradicen las primeras. Por así decirlo, terminamos viviendo en el mundo que venimos conociendo, no siendo tan sencillo reconstruir una imagen diferente… Por así decirlo, no es tan fácil mudarse a un nuevo mundo, aunque lo tengamos delante. Y, al mismo tiempo, nuestra capacidad de adaptación es enorme, endémica; de tal modo que, ante las circunstancias más adversas, somos muy capaces de inventarnos una nueva manera de vivir si es necesario. Dicho esto, todos somos agentes de nuestras elecciones, a veces más a veces menos conscientemente pero, al fin y al cabo, lo que pensamos y atesoramos como ideas preconcebidas cobre la vida, es nuestro, única y exclusivamente.

Sin duda el entorno, la historia, los traumas o los sueños perdidos nos influyen cuando pensamos hoy que las cosas son difíciles y no van a cambiar, pero si sabemos que hay otros mundos posibles, también hay un margen de elección hacia ese nuevo escenario. Quizá no sabemos cómo llegar allí, pero sabemos que hay un destino al que dirigirnos. Igual quiero que mi profesión sea otra, o tomarme las cosas de una manera distinta aunque no tenga idea de por dónde empezar. Pues bien, quizá lo más importante sea dicha elección en sí misma. Y es que, decidir lo que queremos para nosotros, para nosotras para migrar de una circunstancia dada a otra por crear, nos permite desligar nuestra percepción de nuestras conclusiones, como decíamos más arriba, abriendo un hueco para que entren las nuevas sensaciones y emociones, las nuevas ideas, que irán cincelando una nueva identidad.

Elegir mudar nos permite despegar esas dos realidades, y precisamente en ese hueco que se genera entre los estímulos externos y nuestra vivencia, es donde pueden nacer nuevas naturalezas que incorporar a las antiguas. Lo que suceda después quizá no lo sepamos hasta mucho después, y probablemente no suceda de la manera que teníamos prevista, o que imaginábamos cuando elegimos cambiar.

Parecerá entonces que sabemos lo que hacemos y por qué ya no queremos tal o cual cosa para nosotros, intentaremos convencer sobre por qué nuestra opción ahora es mejor que la de entonces, pero realmente solo estaremos eligiendo alejarnos de una parte del antiguo Yo, para caminar hacia un deseo de crecimiento, sin certeza, pero también sin la resignación de vivir en un mundo unívoco. Es entonces cuando, con o sin argumentos, cruzamos lo que el gran poeta uruguayo, Mario Benedetti, llamaba “la mayor de las grietas, la que separa la maravilla de los desmaravilladores”.