Mikel Zubimendi
El pintor que reveló una revolución

Van Gogh, genio con juicio y misión

En este mundo en el que quien no está loco está como una cabra, se ha estereotipado a Vincent van Gogh, alimentado por su famosa mutilación y posterior suicidio, como un pintor atormentado y autodestructivo. A su vocación artística y habilidad con los colores torrenciales, como fruto de la enfermedad mental. Sin embargo, se olvida al trabajador incansable y metódico, al visionario que quiso hacer la vida, arte; lo mundano, fantástico; y lo humilde y ordinario, sublime.

Ironías de la vida, hoy, 30 de marzo, cuando empiezan a juntarse estas letras, es el Día Mundial del Trastorno Bipolar, una jornada para crear conciencia mundial sobre los trastornos bipolares y eliminar el estigma social. Y se eligió esta fecha en particular porque es el cumpleaños de Vincent van Gogh, a quien se le diagnosticó póstumamente un trastorno bipolar (que ha sustituido en el léxico de la siquiatría a la sicosis maníaco-depresiva) y desde entonces se ha convertido en un icono de la trágica fusión entre el genio y la enfermedad mental.

La asociación de la creatividad y los logros extraordinarios con esta enfermedad mental ha sido durante muchos años un tema de fascinación popular y de estudios académicos. De hecho, hay una larguísima lista de genios que han dado forma a la historia, al arte y las ciencias –desde Beethoven, Allan Poe o Goethe, pasando por Winston Churchill y Abraham Lincoln, hasta Isaac Newton– que se creía que estaban afectados por este trastorno.

Dado que este trastorno es tan antiguo como la humanidad y persiste generación tras generación, hay algunos investigadores que sugieren que tiene algunas «ventajas» evolutivas. No faltan artículos en publicaciones científicas que vinculan el alto coeficiente intelectual en la infancia con un mayor riesgo de experimentar rasgos bipolares en la edad adulta. Estudios que adelantan que hay algo «ventajoso» en la genética subyacente al trastorno y que ese puede ser el precio a pagar por rasgos más adaptativos como la inteligencia, la creatividad y la competencia verbal. Y, tirando de ese hilo y centrados ya en Van Gogh, se da a entender que por eso tuvo un repertorio de habilidades intelectuales y creativas que no tuvieron otros y que catapultaron su actividad artística.

 

 

Mutilación como señal de advertencia. El 23 de diciembre de 1888, un neerlandés de 35 años se presentó en un burdel de una ciudad de la Provenza francesa y presentó su oreja cortada a una prostituta. Este espantoso incidente se hubiera perdido entre los archivos policiales locales si no fuera por el hecho de que el hombre que entregó esa parte de su cuerpo era Vincent van Gogh, un pintor cuyo arte, la mayor parte del cual fue producido en una sola década, ayudó a crear un nuevo lenguaje para casi todos los movimientos del siglo XX de la pintura europea.

El primer equipo médico que lo diagnosticó atribuyó la mutilación a «un ataque de manía aguda con delirio generalizado». Otros médicos de Arles sospecharon de la epilepsia, que historiadores médicos han relacionado con afecciones neurológicas creadas por formas graves de enfermedades venéreas. Y es que Van Gogh, como muchos hombres solteros de la época, incluido su hermano Theo, frecuentaba los prostíbulos, y a los dos hermanos les diagnosticaron antes gonorrea y sífilis. En particular, la neurosífilis infecta el sistema nervioso central y conduce a estados de demencia y otros síntomas paralíticos. Esta última tampoco es una enfermedad a descartar. De hecho, su hermano Theo murió de ella en 1891.

Hoy millones de turistas acuden en masa a los museos, su arte se ha reproducido en masa, en carteles, calendarios, bolsos, llaveros, tazas de café, sombrillas y trajes de baño. Sin embargo, la lucha del artista con la enfermedad mental se ha magnificado hasta convertirla en una señal de advertencia, alimentando el mito popular de que los grandes artistas son unos locos, antisociales y tienen tics autodestructivos. Según los cineastas que han trabajado sobre la vida y la obra de Van Gogh, este es un sabio mesiánico, o un inmaduro e irritable en estadio permanente de descontento.

Desafiando las banalidades sobre su imagen. Se trata de un mensaje negativo y reduccionista, que viene a decir que los artistas son inadaptados, semidioses ensimismados y que sus obras son fruto de almas enfermas. Y esta idea hace de barrera a las masas para comprometerse con el arte en sus formas complejas y subversivas de conocimiento. Al fin y al cabo, puedes captar su mensaje, admirarlo, pero no te tomes al arte demasiado en serio porque el arte, como las estrellas, es algo tan fugaz que va y viene como las noticias.

Ciertamente, la bien documentada vida de Van Gogh dio forma a esta leyenda del artista como un errante. Pero su flagelación existencial, sus poderes creativos y su incomparable producción de pinturas guiadas por la experimentación avanzada, nos dejan una historia mucho más compleja que la de un simple bohemio delirante que ha descarrilado completamente.

El trabajo de Van Gogh desafía muchas de las banalidades que han surgido alrededor de su imagen y que tanto han reiterado algunas biografías y películas biográficas. Muchas pretenden mostrar que encontró la vocación, la llamada, en la enfermedad mental y se olvidan de un registro de la autobiografía del genio que lo revela como una persona sensata y exigente, que se hace a sí mismo mediante el trabajo duro, de prueba y error. En las numerosas cartas que envió a su hermano Theo, Vincent es siempre juicioso, práctico y lógico, incluso cuando debe hacer frente a crisis familiares espinosas o a sus colapsos mentales posteriores. Al igual que su pensamiento y, más tarde, su arte, su biografía no fue ni simple ni fluida. No puede zanjarse en absoluto la cuestión con una receta médica o un diagnóstico clínico.

 

 

Esfuerzo paciente, trabajo incesante. Vincent van Gogh nació en 1853 en Zundert, Países Bajos. Fue el hijo mayor de un reverendo cariñoso pero censurador de la Iglesia Reformada Neerlandesa y de una madre igualmente protectora. Para apaciguar a sus padres, con poco más de veinte años empezó a trabajar como comerciante internacional de arte, primero en La Haya, luego en Londres y, brevemente, en París. La carrera artística que tanto le convenía a su temperamento intrépido no cuadraba con ser un marchante de arte. Tras ser despedido de su compañía, estudió teología y por un tiempo estuvo trabajando como predicador evangélico.

Promocionar el cristianismo entre los feligreses le fue tan mal a Van Gogh como vender el arte de otras personas. En 1882, cuando comenzó a dibujar en serio, le asegura a su hermano Theo que, «aunque a menudo estoy en las profundidades de la miseria, todavía hay calma, armonía pura y música dentro de mí». Y contrariamente a la creencia sobre la inspiración como algo sobrenatural, define el arte como un esfuerzo paciente, y lo más interesante, como un acto de no conformidad. «El arte exige trabajo obstinado» y agrega que «por obstinado, quiero decir, en primer lugar, trabajo incesante, pero también no abandonar los puntos de vista propios».

Cuando Van Gogh partió de París en 1888, quiso alejarse de los mórbidos adornos de la ciudad: el clima nublado, la competitividad entre pintores, las carreras guiadas por el afán del dinero y, muy decisivamente, la relativa ausencia de luz solar y de formas naturales. En otras palabras, París hizo invisible la tierra para el artista, y para Van Gogh, la tierra fue su único sujeto y musa. Hubo, además, otra influencia más decisiva: la súbita infusión del arte japonés.

Fascinación e idilio con Japón. Van Gogh quedó atrapado en la fascinación. Estudió los métodos de composición y los dispositivos del arte japonés del siglo XIX, alteró sus estrategias para dibujar y pintar. Pero su absorción del arte y la cultura japonesa no se limitó a preocupaciones técnicas. Como nunca había visitado Japón, en el mejor de los casos tenía un conocimiento superficial de su cultura y su gente. La ignorancia, además de atrevida, en este caso fue liberadora. Lo hizo libre para imaginar Japón como un espacio utópico donde el sentimiento religioso, la inmersión en el mundo natural y la creación del arte formaron un estado de ser único e interdependiente.

Decidió partir hacia el sur, lejos de París y en el camino se imaginó a sí mismo como un monje japonés, traduciendo, en su mente, las extensiones soleadas de la Francia rural en un Japón utópico donde, según el pintor, el arte «nos hace volver a la naturaleza, a pesar de nuestra educación y nuestro trabajo en un mundo de convenciones». El Japón idealizado lo infundió de optimismo, rompió con la melancolía sombría y recurrió a tramas de color, luz solar, angustias discordantes y coloraciones inesperadas.

Conviene detenerse un momento y reflexionar sobre la originalidad en el arte, que ciertamente es un criterio resbaladizo. Imitar parece antitético. Sin embargo, el arte nunca existe fuera de su contexto de convenciones, tradiciones y antecedentes. La imitación acecha incluso en el trabajo «original», también en el de Van Gogh. Ser conciso y preciso, dos rasgos artísticos japoneses que deseaba adoptar, no fueron fáciles para él. Pero cuando lo hizo, su lenguaje pictórico se expandió exponencialmente.

 

 

Homenaje a la naturaleza y a la luz solar. El resultado, como en las pinturas japonesas, es que cualquier espacio representado, ya sea un dormitorio estrecho o un amplio valle, sugiere implícitamente el contexto que lo rodea, aunque esos elementos existan en la imaginación visual del espectador, más allá del marco de la imagen. El contenido pictórico parece estar más allá de sus límites. Ya no se ciñe a imitar la naturaleza, su arte canaliza la brusquedad inherente a los rostros, objetos y escenas vistas, una verdadera extrañeza que pone lo natural y lo artificial en pie de igualdad.

Aparentemente apresurado y sin refinar, sus pinturas ayudaron a avanzar en la abstracción del arte al revelar cómo los detalles de un objeto pueden ser independientes, como ejemplos autónomos del conjunto de la imagen, como si la pintura misma hubiera aprovechado la magia ocular de los telescopios, microscopios y lentes de zoom. En todos los aspectos, descubrió y trazó interpelaciones desconocidas entre la profundidad y la intimidad, el color audaz y la especialidad pura, y con esa doble capa guió gran parte del arte del siglo XX, desde el músculo del expresionismo alemán a la planitud del cubismo.

Van Gogh veía la realidad como una trinidad en la que el trabajo físico, la creación del arte y las transformaciones en los ritmos diarios de la naturaleza se desarrollan sincronizados. El trabajo y la actividad estética dependen y rinden homenaje a la naturaleza y a la luz solar. Como resultado, las pinturas del periodo tardío y provenzal de Van Gogh transmiten significados ordinarios y humildes junto con significaciones metafóricas y poéticas. Su alquimia artística implicó hacer que lo mundano fuera fantástico mientras desenterraba lo sublime de lo aparentemente irrelevante.

«La importancia de llamarse Theo». Paralelamente a la fluidez de su pintura, en la vida social Vincent tuvo que lidiar con todo y contra todos. Con los paisanos de Arles, desconcertados por la impredecible presencia de un pintor soltero y nómada que encima quería organizar una comuna de artistas con Paul Gauguin y compañía, a imagen y semejanza de una comunidad de monjes japoneses. Todo ello generó un escándalo mayúsculo, se hicieron peticiones a las autoridades pidiendo su encarcelamiento en un manicomio. Tras su pasó por el manicomio de Saint Paul de Mausole y por el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence, finalmente fue trasladado a Auvers-sur-Oise, localidad cercana a París, donde se instaló en una habitación de la pensión Ravoux. Allí conoció a un amigo de Theo –otra vez Theo, siempre Theo–, el Dr. Paul Gachet, un pintor aficionado que se ofreció a cuidarle y bajo cuya atención la actividad de Van Gogh fue frenética: en dos meses pintó más de setenta cuadros.

Los genios alcanzan las alturas más vertiginosas al apoyarse sobre los hombros de gigantes menos conocidos. Karl Marx, por ejemplo, no habría llegado a ninguna parte sin Friedrich Engels, que le proporcionó estímulo intelectual, dinero para sobrevivir y la empatía necesaria para soportar sus arrebatos y dolores. Al menos Engels tuvo cierta fama. Fuera del mundo del arte, Theo van Gogh es una persona desconocida, sin relevancia.

Pero además de guardar una abundante correspondencia que intercambió con su hermano Vincent, llena de bocetos y de esperanza para hacerse una idea precisa de ese mundo mental del genio que encontró su mayor expresión mediante el color, Theo se hizo cargo económicamente de su hermano cuando este no vendía casi nada. Como marchante de arte, fue él quien convenció a Vincent para que cogiera el pincel, y sostuvo en sus brazos a su hermano moribundo. Murió unos meses después y fue enterrado de nuevo junto a Vincent. Sus cuerpos yacen juntos, y sus reputaciones deberían mantenerse juntas. Porque sin el uno, el otro nunca hubiera sido quien fue.

 

 

Un disparo que se escuchó en todo el mundo. En la tarde del 27 de julio de 1890, Van Gogh se disparó fatalmente en el pecho con un revólver en Auvers-sur-Oise. No se dio cuenta de que su herida era mortal y volvió a la pensión Ravoux, donde murió en la cama dos días después, en brazos de su hermano Theo. Visto en retrospectiva, 130 años después, ese evento suicida se cierne en la memoria cultural como un disparo que se escuchó en todo el mundo. Dejó marcado a Van Gogh como una especie de mártir secular de la causa del arte de vanguardia insurgente del siglo XIX. Y, a partir de ese acto, llegó a ser conocido, de manera algo engañosa, como un visionario maniático deshecho por un impulso interno tan fuerte y volátil que lo consumió personalmente, a él y a su propia cordura.

La vida de Van Gogh ha alimentado una narrativa sobre el arte como una empresa autodestructiva, ejemplificada por su famosa mutilación y posterior suicidio. Este énfasis ha concretado una imagen muy popular en el siglo XX sobre el artista como un inadaptado e incomprendido. Esta desafortunada ficción tiene un efecto letal sobre el poder y la relevancia del arte: su siniestra implicación de que la creación del arte es inherentemente patológica.

Así, los amarillos deslumbrantes, los azules alucinantes y los verdes torrenciales de su arte –que apenas se vendió en vida pero fue aclamado después de su muerte– fueron vistos como la maldición de un dolor interno desesperado y misterioso. Según este estereotipo, Van Gogh era trágicamente incapaz de controlar sus torrentes de emoción y energía, y por ello se convirtió en un gran artista. Pero no, la pintura, lejos de liberar sus demonios internos, fue un trabajo controlado y constante para él.

Pintar para expandir el fenómeno de la existencia. Pero, más allá de la fama universal y del mercadeo multimillonario que los súper ricos se traen con sus obras en casas de subastas como Christies o Sothesby's, lo que hace que Van Gogh sea grandioso es la misión que adoptó: la de probar que la pintura podría expandir el fenómeno de la experiencia misma. Su ambición por deshacer el cisma entre la vida cotidiana y la producción artística, una brecha que viene agrandándose en las últimas décadas en la medida que el arte se mercantiliza, se intelectualiza e institucionaliza, eliminando casi completamente la experiencia cotidiana y el acceso de las personas comunes.

Los biógrafos de Van Gogh tradicionalmente describen sus años en la Provenza como un periodo de combustión lenta y de manía desquiciada, pero sus cartas a Theo cuentan una historia diferente, indicando una sintonía mental disciplinada. Muestran a un pintor juicioso, instruido, ingenioso e incansable, que aprendió y rompió con numerosas convenciones que distinguían naturaleza y arte, entre el mundo tal como es y el mundo tal como está pintado.

Si el dictamen de Vincent van Gogh de la vida como arte se demostrara real mediante su pintura, las viejas barreras que separan la vida cotidiana y la experiencia estética desaparecerán, para bien, para siempre. Y, como dice el profesor de modernismo literario en la Universidad de Nueva York, Tim Keane, en un ensayo de recomendable lectura, la pintura sería ahora un ejercicio de revelación y de revolución, lo que el genio llamó la «nueva religión», para acabar con la alienación humana. Para hacer que «todos se conviertan en artistas participantes en esta liberación».