Mikel Zubimendi
El sentido de una pasión popular

El fútbol del pueblo trabajador

El juego, además de ser un enorme negocio, expresa conciencia igualitaria, solidaridad, unidad y trabajo en equipo. Es una forma de expresión, un elemento de la cultura popular y una potente herramienta para descifrar los procesos sociales. Se juega en un campo donde, además de rodar el balón, se libra una batalla de ideas y de intereses de clase frente a oligarcas, jeques y grandes inversores que se quieren apropiar del sentido fútbol.

Decía el filósofo inglés Simon Critchley que, si eres un hincha romántico, el fútbol es «el ballet de la clase trabajadora». Pero no hay nada peor que un romántico estúpido que no quiere ver que también se trata de corrupción y dinero. Pero no es solo eso. El fútbol es capaz de manifestar orgullo de clase, identidad y un respeto por el oponente. Es un deporte socialista y no lo es, ambas cosas a la vez. Los futbolistas tienen que jugar unidos y compartir todo con sus hinchas. Existe un socialismo en la naturaleza del juego, tanto al jugarlo como al verlo. Pero también está la mafia de la FIFA y el dinero sucio en grandes cantidades, las grandes corporaciones que controlan sueldos y traspasos. El fútbol es, en definitiva, como la vida misma: contradicción pura, una mezcla de deleite y asco.

Rueda la pelota. Entramos en un mundo diferente, para muchos maravillosamente idiota. La vida adquiere un sentido vibrante, único. Ver un partido te coloca en un estado meditativo y proclive a la catarsis. Y, por otro lado, está también algo que es muy interesante; la esperanza constantemente renovada, tener que levantarse después de las derrotas y asimilar el perder, porque se aprende a vivir con la derrota. Por todo esto, el fútbol, the beautiful game, es el deporte más popular del mundo.

Civilizar el ocio obrero. El fútbol fue concebido en sus inicios como una práctica civilizadora del ocio de los trabajadores, para alejarlos de las barras de los pubs y de las borracheras, mejorar su productividad y que fueran rectos y obedientes mediante el cristianismo con buen músculo. Las exclusivas y elitistas escuelas de rugby de Cambrigde o Eton codificaron las primeras reglas del fútbol. Buscaban «civilizar» el ocio obrero, pero algo debió fallar si quedó grabado en la cultura popular el famoso dicho de que «el rugby es un deporte de villanos jugado por caballeros y el fútbol, un deporte de caballeros jugado por villanos».

La clase trabajadora se apropió del juego, lo abrazó con pasión, el fútbol echó raíces en comunidades humildes. Quizá porque muchos de aquellos obreros no tenían la oportunidad de tener en la vida nada mejor que el amor a su equipo. Incluso interpretó el juego a su manera. La cultura del trabajo industrial marcó su forma de jugar: todos juntos, en equipo, dándole duro y sin florituras. Así jugaban los equipos de los que entonces eran futbolistas-obreros, en contraposición a los de los estudiantes de los internados y colegios de lujo que admiraban más el «arte», con el dribbling como máxima expresión.

Poco a poco, partido a partido, los primeros clubs industriales fueron ganando terreno. El fútbol supuso una mejora para las condiciones laborales de muchos trabajadores, la posibilidad de montarse en un ascensor social que no tenía parada en la fábrica. Comenzó a ser rentable, vendía periódicos y mucha gente estaba dispuesta a pagar una entrada por ver un partido en directo. Las recaudaciones crecieron y los equipos pudieron fichar jugadores, que a su vez podían percibir un salario. El fútbol actuó para muchos como salvavidas, podían cobrar el doble que en la fábrica por un trabajo mucho más soportable.

Público en el fútbol, conquista sindical. A los colegios de clase alta les seguía pareciendo que aquello se alejaba completamente del espíritu amateur que, según ellos, eso sí, con las necesidades cubiertas y el futuro asegurado, debía preservar el deporte. Y a la vista de que los «villanos» se apropiaron del juego que idearon los «caballeros», muchos de estos se retiraron a prácticas como la navegación, la caza, el remo y el tenis. Simplemente, no necesitaban el dinero que el fútbol podía dar a los obreros.

Además, no solo los mejores obreros con la pelota podían escapar de la fábrica como futbolistas. Los menos dotados podían hacerlo también como público, gracias a las conquistas sindicales conseguidas tras largas y enconadas luchas. El fin de la jornada laboral el sábado al mediodía fue el origen de los fines de semana tal y como los conocemos ahora, entonces conocida en Europa, con gran admiración, como «la semana inglesa».

Para las élites y los «niños de bien», aquello fue poco menos que una revelación del demonio. Fines de semana con cientos de partidos, con trabajadores «embrutecidos» y «alcoholizados», apostando y blasfemando. La prensa «respetable» comenzó a publicar noticias de peleas en los alrededores de los partidos. Había nacido un fantasma: el hooliganismo.

¿Qué ha salido mal? La corrupción endémica sacude a la FIFA hasta amenazarla con su implosión, las televisiones por satélite han comprado el fútbol y ejercen un dominio cada vez mayor sobre el juego. ¿Qué ha salido mal? En realidad, nada: el deporte moderno siempre ha sido por dinero. Surgió hace más de 300 años como parte de la creciente industria del ocio comercial de la economía capitalista emergente de Gran Bretaña. Y las cosas como son, las primeras reglas del boxeo, de las carreras de caballos y del cricket se elaboraron en el siglo XVIII explícitamente para que apostar dinero fuera más fácil y transparente. Los equipos y los atletas eran propiedad de aristocráticos «mecenas», muchos de los cuales debían su riqueza al comercio de esclavos.

Era entretenimiento, pero como cualquier otro aspecto de la vida bajo el capitalismo, se organizó para facilitar ganancias. Cuando a finales del siglo XIX el fútbol se transformó en un deporte masivo, con miles de espectadores, se comercializó rápidamente. Calificarlo como «el juego del pueblo», algo indudable en términos de popularidad, y recordar cómo la clase trabajadora se apropió del mismo, no quita para que haya sido también un juego de «hombres de negocios», como lo es hoy.

La idea de que el deporte originariamente no se hacía por dinero y se jugaba solo por amor al arte, fue un mito inventado por las clases victorianas. Nunca hubo una edad de oro del deporte donde todo fue pureza; y los intentos de purificarlo con el amateurismo por bandera condujeron a la exclusión sistemática y la persecución de todos aquellos que quedaban fuera de las normas de esa élite victoriana.

Derecho al éxito instantáneo. El Manchester United fue creado por ferroviarios; el Liverpool nació en la tradición obrera del puerto de la misma ciudad, que llegó a ser el que más tráfico tenía del mundo; el Aston Vila fue creado por la Iglesia para propagar la moral cristiana entre los jóvenes de clase trabajadora. Sin embargo, hoy muchos creen que el fútbol se ha alejado definitivamente de sus orígenes, que ya no pertenece a la gente corriente, que es una gigantesca máquina de lavar dinero en manos de especuladores estadounidenses, jeques árabes y oligarcas rusos.

Piensan que todo se mide por el dinero, y por el éxito que ese dinero ha comprado, y por el dinero que ese éxito generará, que es la Hidra suprema, un monstruo despiadado de múltiples cabezas a quien los dueños exigen el derecho al éxito instantáneo y, si no llega, hacen rodar sus cabezas sin miramientos.

Sin embargo, digan lo que digan, el fútbol sigue siendo una forma de entretenimiento única y convincente. Es un melodrama sin guion que permite al jugador y al espectador experimentar torrentes emocionales que son raros en la vida cotidiana. Ofrece oportunidades para el arte y el esfuerzo colectivo, que a veces pueden llegar a la esencia de lo que significa el ser humano.

 

Fútbol como socialismo. El mítico entrenador del Liverpool, Bill Shankly, definió el fútbol como socialismo, quizá no en el sentido político pero sí de solidaridad. «Creo que la única forma de vivir y tener éxito es mediante el esfuerzo colectivo, trabajando el uno para el otro, ayudándose unos a otros, y teniendo todos su parte de la recompensa al final. Es la forma en la que veo el fútbol y la forma en la que veo la vida».

En gran medida gracias a Shankly, el Liverpool ha alcanzado una dimensión mítica por haberse mantenido fiel a una cultura, arraigada en su historia, en su comunidad y en valores propios. Hoy, de la mano de otro socialista como Jürgen Klopp, es un club global, con hinchas en todos los continentes. Y, aunque su dueño es un poderoso inversor estadounidense, los reds siguen siendo el equipo de los rojos estibadores y sindicalistas de la ciudad portuaria.

Hay equipos de fútbol reconocidos internacionalmente como de «izquierdas», como el propio Liverpool, el Celtic, el St. Pauli, el Livorno, el Rayo Vallecano, Boca Juniors o el Red Star de París. ¿Pero existe un fútbol de izquierda o equipos socialistas? En el lenguaje del fútbol, sí. Se habla de un equipo solidario, de unidad del grupo, de objetivos compartidos, de jugar el uno para el otro, subordinar la individualidad –que no anularla– al bien común, abundan las connotaciones «socialistas», sí.

 

«Socialismo» deportivo, la paradoja de EEUU. Durante años, los analistas se han preguntado por qué Estados Unidos no comparte el enfoque socialdemócrata de gobierno de Europa. Pero quizás valga la pena responder con otra pregunta: ¿por qué los europeos no comparten el «socialismo» deportivo estadounidense? ¿Por qué las ligas de fútbol europeas castigan a los perdedores y los débiles, mientras que los deportes estadounidenses son tan benévolos con ellos?

Allí tienen algunas reglas interesantes que complacerían a cualquier socialdemócrata escandinavo. En general, por diseño, la desgracia o el mal rendimiento deportivo se recompensa: la mejor elección del draft suele ir a los equipos que peor lo hicieron la temporada anterior; el poder del dinero suele limitarse, el reparto de ingresos va a un bote común desde el que se redistribuye la riqueza entre equipos, los topes salariales limitan la cantidad que cada equipo puede gastar en jugadores.

Es una historia diferente a este lado del Atlántico, donde muchas ligas de fútbol europeas tienen prácticas que complacerían a un conservador estadounidense. Hay pocas reglas de tope salarial, por lo que un puñado de equipos ricos tienden a dominar anualmente. Cuando a un equipo de fútbol le va mal, no es recompensado con una selección de draft alta. Baja de categoría y se le da un fuerte golpe a sus ingresos, que en muchos casos ponen en riesgo su continuidad. Por contra, en EEUU si un equipo va de pena este año, tendrá más esperanza para el próximo. A juzgar por sus ganancias récord, parece que a veces ser amable con los perdedores es una estrategia ganadora.

Gracias, Argentina. Desde Diego Armando Maradona a Leo Messi, Argentina es el país responsable de muchos de los más grandes y sublimes futbolistas del planeta. Decía el escritor Manuel Vázquez Montalbán que, gracias a los argentinos, el fútbol posee una filosofía. El «socrático» Menotti, Jorge Valdano y Angel Cappa, y también el “Loco” Bielsa han desarrollado un pensamiento, una filosofía política que ha dignificado mucho el juego.

A sus 81 años, César Luis Menotti, apodado “El flaco”, sigue siendo un icono del fútbol argentino recordado porque, siendo miembro del Partido Comunista, se negó a asistir a una gala con la Junta Militar cuando la Argentina que entrenaba ganó el Mundial en 1978. Este filósofo del fútbol siempre ha defendido sus convicciones con tenacidad y coraje. Y, para muchos, revolucionó la manera de jugar al fútbol e inspiró a decenas de entrenadores, entre ellos a Pep Guardiola.

Es famosa su teoría de que hay un fútbol de izquierda y otro de derecha, y, según su visión, la fantasía, el talento y la pasión siempre fueron de izquierda, en contraposición con los valores del mercado, al cual solo le interesan los resultados sin importar los medios para conseguirlo. Para él «la pelota es para los jugadores, como las palabras para los poetas, en el pie o en la cabeza de algunos ellos, se convierte en una obra de arte. Lo más importante que me ha dado el fútbol es que encontré una forma de expresión».

Ni pensar con los pies, ni culpa de no pensar. Decía Vázquez Montalbán, seguidor del Barça, que el fútbol era una religión laica que siempre busca un Dios. Que la industria del fútbol siempre ha necesitado dioses para crecer y prosperar, para seguir siendo esa «droga dura» para aliviar la soledad de las masas. Decía que, desde que Maradona se «autodestruyó», el lugar del Dios del fútbol ha estado vacante. ¡Lástima que no vivió para disfrutar a Messi!

Eduardo Galeano, hincha del Nacional de Montevideo, por contra, sí pudo vibrar con Messi y escribió mucho sobre él. Se rebeló contra los prejuicios y la descalificación de una pasión popular y con maestría nos dejó textos bellísimos. Günter Grass, ganador del premio Nobel, era un acérrimo seguidor del St Pauli. Significados por una ideología de izquierdas, los tres se afanaron en desmontar el cliché de que el fútbol es el opio del pueblo; o que para la derecha es la prueba de que los pobres piensan con los pies y para la izquierda, que el fútbol tiene la culpa de que el pueblo no piense. Los tres compartieron una profunda pasión y con sus letras dignificaron el juego.