Confusiones varias
Hay algunas situaciones que nos producen cortocircuitos, que interrumpen el flujo habitual de pensamiento adulto y nos dejan la mente en un bucle del que nos es difícil volver a salir si algo fuera no cambia. La sensación es bastante identificable: estamos hablando o pensando y, de repente, algo sucede y nos quedamos detenidos, perdemos el hilo, el cuerpo se nos tensa imperceptiblemente y, si alguien nos pregunta, con suerte llegamos a decir que estamos confusos.
Normalmente, el principal motivo de cortocircuito es una emoción, sea percibida o no; ese “algo que sucede” puede ser una mirada, una expresión dicha en un tono determinado, un recuerdo que nos impacta emocionalmente lo suficiente como para frenar el pensamiento tal y como este iba, dejándonos en una leve pausa, a la espera de que la emoción se disipe.
Mientras eso sucede, probablemente no pensemos con la misma claridad y nuestro cuerpo reaccione. A veces, esta disonancia tiene que ver con una experiencia interna al barajar dos aspectos de mí que son en sí incoherentes (lo que pienso y lo que siento, por ejemplo). Otras veces, lo que nos confunde viene de fuera en forma de un mensaje doble. No tenemos por qué darnos cuenta de esto pero es como si nos confundiéramos porque hubiera al menos dos lecturas a la vez de una misma realidad, una evidente, a la vista u oído de todos, y otra emocional, que me impacta a mí y que no tiene por qué ser coherente con la parte más visible.
De hecho, esta doble lectura a veces no tiene que ver con que uno analice de dos formas distintas un único mensaje, sino con que uno está leyendo dos mensajes que le envían a la vez en la misma frase o acción, no coherentes entre sí. Por ejemplo, nos confunde cuando el lenguaje verbal dice una cosa y el no verbal, otra intensamente distinta (un “te quiero” con desinterés, un “lárgate” con pena…), o cuando hay incoherencia entre lo que una persona dice y hace con respecto a nosotros. Por mucho que nos digan que tienen ganas de conocernos, si nos evitan, algo no encaja, lo cual nos emborrona el pensamiento.
En esencia, esa confusión se da como una “suspensión” del pensamiento en busca de la coherencia. Cuanto más difícil es encontrar a simple vista esa conexión entre las maneras aparentemente incongruentes de expresarse, cuanta menos información tenemos de uno de los dos polos del mensaje, más tiempo nos cuesta volver a pensar con claridad (encontremos o no dicha conexión). Por ejemplo, para un niño es casi imposible entender que el hermano al que admira y a quien le gustaría parecerse le tiene envidia y la actúa, tratando de echar abajo su entusiasmo o sus logros. Y más que entenderlo, aceptarlo resulta una tarea ingente, casi inabarcable. En este caso, la confusión puede durar años, del mismo modo que el efecto de un secreto familiar puede interrumpir las relaciones e influir en las decisiones y disensiones sin que nadie hable abiertamente del mismo. Es “como si estuviera en el aire”.
Para lidiar con la confusión, para intentar acercar internamente esos polos que están aparentemente inconexos pero presentes a la vez en el mismo mensaje, las personas hacemos lo que haga falta, desde ponerlo en relación con una característica nuestra (“me ha dejado porque soy insoportable”, o “mis aitas se han separado por mi culpa”), a omitir parte de la información que recibimos (“es verdad que no me llamó, pero estaría ocupado”), o minimizar en nosotros, en nosotras, lo que nos sale hacer o decir (“yo estoy muy tranquila con eso, no me importa que por ahora no duerma en casa”). La confusión también cumple una última función: es como un dique, que nos pausa para no sentir aún lo que ya sabemos. Cuando estamos confusos, confusas, probablemente merezca la pena saber que algo importante nos está pasando, aunque no nos percatemos.