14 JUN. 2020 PSICOLOGÍA Hacer la guerra y no el amor IGOR FERNÁNDEZ Y es que, a veces, en las relaciones una cosa sustituye a la otra, un modo al otro. Sería interesante pensar en qué porcentaje de lucha de poder tiene una relación cualquiera, y en particular, una de pareja y, más concretamente, cuando esta se está formando. La lucha de poder hasta cierto punto tiene algo de estimulante, en el sentido de que hacer valer nuestras posiciones, nuestras maneras de llevar la actividades, los encuentros, la iniciativa, los ritmos del contacto físico, todo eso, nos obliga a poner en marcha recursos que bailan con los de la otra persona, en busca de un lugar común, en principio, mutuamente conveniente. Y ese “obligarnos” nos activa, nos vuelve atentos, y nos hace sentir la “fuerza” de nuestras maneras. En cierto modo, las ocasiones en las que tenemos la oportunidad de decir «este soy yo, esta soy yo» la tenemos también de reafirmarnos, lo cual suele motivarnos, estimularnos, gustarnos, al fin y al cabo. Sin embargo, a medida que se van estableciendo los territorios comunes, que vamos viendo que ambos queremos lo mismo, establecer una relación, los temas de desencuentro van encontrando su lugar porque, en el fondo, el tema no era tan relevante como el nosotros... A no ser, que el desencuentro se convierta en nosotros. De forma curiosa, algunas parejas encuentran intimidad en mantener abiertos los conflictos, las luchas. Por ponerlo de otro modo, guerrear sobre lo que tú hiciste mal, trasladarle al otro el malestar que “me” genera, coloca a la pareja en una situación de deuda que se asemeja a la dependencia mutua y, en cierto modo, al vínculo. En este sentido, el “poder” que se siente al mantener el pulso en la guerra sustituye la vulnerabilidad de construir conjuntamente, ceder o adaptarse, la vulnerabilidad de depender real y mutuamente. Y digo “sustituye” porque, mientras el vínculo se convierte en confrontación, poco espacio queda para el disfrute o la curiosidad. De hecho, cuando se instaura el conflicto, como si se tratara de uno armado, nadie está dispuesto a desarmarse antes que el otro, incluso cuando ambos estén de acuerdo en que ya fue suficiente. Incluso, en ese caso, cabría también preguntarse si ambos miembros de la pareja sabrían hacer otra cosa para mantenerse vinculados, algo diferente, y el coste que, aparentemente, tendría esa otra opción. Y es que, cuando esto sucede, probablemente desde el principio había un acuerdo tácito para no ir más allá del conflicto, algo así como «ambos sabemos que, aunque tenga costes, yo te voy a culpar a ti y tú a mí de no ir más allá de este enfrentamiento, de que no quieras cambiar ni ajustarte a mí; así que no nos moveremos a otro estadio en el que cada uno sea él mismo, ella misma, un estadio que ninguno de los dos conoce. Por tanto, mientras te haga el (o la) culpable de mi malestar, yo no tendré que cambiar nada sustancial en mí». Evidentemente, nada de esto se pone por escrito, ni se explicita, y ninguna pareja aceptaría dicho trato de inicio o sobre un papel, pero a veces los rigores de la intimidad real, de la que implica aceptar los propios límites y los de la otra persona, se convierten en inasumibles a lo largo del camino. Esto no quiere decir que las parejas que se pelean constantemente o se enzarzan en un momento determinado no se quieran o estén sacrificando el respeto por el otro –aunque a veces, defender la propia posición siempre y ante todo lleva a estas maneras–, pero quizá sí habla de sus temores individuales, y de un temor compartido, el de que, si la batalla se detiene, para algunas parejas no haya nada más, o nada conocido al menos. Y, paradójicamente, al mismo tiempo, si la batalla se gana –como tanto se ha ansiado–, el resultado en el fondo aleja más que acerca. Sea como fuere, en este escenario, detener o vencer el enfrentamiento no resuelve el problema de no conocer al otro más allá.