Mikel Zubimendi
el candidato republicano

Donald Trump: Aires de grandeza en un ambiente irrespirable

Nació en Queens (Nueva York) en junio de 1946, aunque recientemente ha cambiado su residencia habitual de Manhattan a Palm Beach (Florida). Es el presidente número 45 de EEUU. Ha estado casado durante los últimos quince años con su mujer Melania, y son padres de un hijo. También tiene otros cuatro hijos e hijas adultos y diez nietos.

Donald Trump siguió los pasos de su padre como magnate inmobiliario, dejando su huella en la ciudad de Nueva York. Su nombre rimaba con grandilocuencia, era, a su manera, un prestigioso hombre de poder en Manhattan y en el mundo; una dirección a la que había que visitar para hacer negocios y tratos de los grandes. Se crió y creció en Nueva York, que Trump definió como el sitio «donde las ruedas de la economía global nunca dejan de rodar, una metrópolis de hormigón, fuerza y propósito que impulsa el mundo empresarial». Se proyecta a sí mismo como un guerrero hábil y con coraje, que lucha por lo que importa en un mundo darwiniano. Para él, «Manhattan es un lugar difícil, una verdadera jungla. Si no tienes cuidado pueden morderte y escupirte, pero si trabajas duro, puedes lograr hacer algo grande, y me refiero a realmente grande».

Invitado estrella en populares programas de televisión, siempre se mostró orgulloso de proclamarse a los cuatro vientos como milmillonario, aunque distintas investigaciones periodísticas apuntan que las deudas de su imperio empresarial también son milmillonarias. Pero para sus seguidores, su vida es la definición perfecta de una historia de éxito, un ejemplo de excelencia en los negocios, sea en el sector inmobiliario, en el show-business, o en la política. Y encima consiguió algo extraordinario, fue capaz de lograr lo que nunca antes nadie había logrado: ganar la presidencia de EEUU en la primera candidatura para cargo público de su vida.

Anunció su candidatura a la Presidencia en junio de 2016 y fue nominado candidato tras imponerse en unas primarias republicanas con diecisiete candidatos. Perdió en voto popular ante Hillary Clinton pero ganó la Presidencia prometiendo acabar con el bloqueo partidista del Capitolio, doblegar la resistencia del stablishment de Washington y de los grupos de interés.

Partidario sin complejos de los recortes, de pagar menos impuestos y de tener menos regulaciones, siempre ha estado más interesado en la independencia energética de su país que en la energía limpia, en mantener abierto el grifo de dinero público para el Ejército, y sobre todo en proteger las fronteras de Estados Unidos. “America Great and First” ha sido el lema de su política, y hasta la aparición del virus, su política económica presentaba muy buenos números y parecía su carta ganadora para los comicios. Luego, con el covid-19, sobre todo con su gestión de la crisis sanitaria de la pandemia, todo cambió.

Nunca habla de su programa político, no se estudia los informes técnicos. Su lenguaje incendia. No le incomoda la violencia y, según sus propias palabras, «podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos». Narcisista, amante de la grandiosidad, de la permanente notoriedad, parece haber conseguido algo raro y extraordinario, no tener problemas de conciencia, «vivir sin ser molestado por el resonar del alma».

La vida le ha enseñado, según sus propias palabras, que «el hombre es el más cruel de todos los animales y la vida es una serie de batallas que terminan en victoria o en derrota». Amante del fútbol americano y del boxeo, a menudo se comporta como un matón que no controla sus impulsos, que muerde y ridiculiza a quienes cuestionan sus tácticas. Trump siempre es parcial y partidista, rara vez se le ha visto comportarse como un estadista. Utiliza el púlpito presidencial para engrandecerse y al hacerlo, a menudo, despierta los peores impulsos en otros. Quizá no sea el único culpable de la división del país, pero sí se le podría culpar de no apaciguar los ánimos, de no calmar la situación, de no desentenderse de los sectores más ultras y destructivos de sus propias filas.

Su temperamento, sus motivaciones y características, la concepción que tiene de sí mismo predicen cómo piensa, su estilo de liderazgo y las decisiones que toma. Se ha visto durante la gestión de una pandemia que definitivamente dañará su legado y quizá entierre también sus posibilidades de reelección. Para él, es el “virus chino” propagado gracias a la ineptitud de la Organización Mundial de la Salud y a los «idiotas y desastrosos» expertos en salud. Ante tantas muertes y contagios, ante tanta devastación económica, tanta crispación y tensión social, ha intentado dar otra forma a la narrativa y aparecer como un salvador. Con su típica teatralidad, el “guerrero” Trump ya no compite contra el oponente Biden, sino contra el virus. Paradójicamente o no, en vísperas de la cita electoral contrajo el virus y lo “derrotó”, convirtiendo su recuperación en un éxito televisivo. El “ser superior” había ganado al virus, estaba mejor que nunca, dando mítines a gente sin mascarilla, proclamando sus ganas de dar besos a todos y «a todas las mujeres bonitas».

Nunca hay que subestimar a Trump, a su dineral, al talento que tiene a su lado, ni a los intereses internacionales y grandes corporaciones que ha posicionado a su favor. Trump siempre ha tenido estrategia, nunca ha sido un bufón sin plan. Dicho eso, hay que decir que le ha faltado mucho, decencia y disciplina por ejemplo, y eso ha dañado a su país, que no es ni más grande ni más fuerte tras cuatro años de presidente. Otros cuatro y quizá todo lo que ha sido EEUU como sistema político, como arquitectura de país, como democracia, salte por los aires. Según dicen los que le temen, esa es su amenaza.

Todo esto y más cabe en un papeleta de voto. Todo está en juego y con Trump nunca se sabe.

 

 

 

Joe Biden: El gafe convertido en credencial

Nacido en Scraton (Pensilvania) en 1942, su familia se trasladó a Wilmington (Delaware). Ha sido seis veces senador por ese estado y fue el vicepresidente número 47 de EEUU. De ser elegido, sería el presidente más viejo de la historia de EEUU (también lo fue Trump en 2016). Con Biden se cumple el dicho, a la tercera ha sido la vencida; antes había concurrido a las primarias demócratas en los años 1988 y 2008. Es un político vocacional y profesional, que ha ocupado cargo público durante más de 50 años. A los 29 años fue el senador más joven de la historia de su país, y hace de toda esa trayectoria su sello y proclama: una mano firme y con experiencia para tiempos peligrosos.

Fue exvicepresidente con un Obama que, por guardar las formas, no lo apoyó hasta que terminaron las primarias demócratas, pero que desde la sombra ha sido su gran valedor. Biden se ha propuesto la misión de recuperar el legado de Obama, ponerlo en valor y construir a partir de esas bases para poder unir al país en tiempos tan desafiantes. Proteger sobre todo la salud, proteger como sea el Obamacare, pero sin comprometerse con la sanidad universal, con el «Medicare for all» de Bernie Sanders.

La tragedia ha perseguido a la familia de Biden. Su primera mujer y su hija pequeña de un año murieron en un accidente de coche que dejó gravemente heridos a sus dos hijos. Años después, el mayor moría con un agresivo cáncer cerebral. De hecho, juró su primer cargo como senador en la cama del hospital mientras atendía a sus hijos. Según la narrativa de su vida, eso le hizo entender mejor el dolor ajeno, y refuerza su imagen pública de empatía y compasión.

Aunque Biden haya madurado en décadas de servicio público, es conocida su propensión a cometer errores verbales. Por momentos, da la impresión de estar gafado. Su vejez se considera una debilidad y Trump ha intentado golpear ese clavo intentando crear un imaginario sobre su rival como de «viejo chocho» un poco trastornado que va a entregar el país a la “izquierda internacional”.

Biden es un ferviente creyente de las virtudes del bipartidismo, la mayor parte de su vida ha sido insider del sistema de partidos. Para disgusto de Trump, tras 50 años de carrera muchos le ven como una persona decente y con sentido común, creen que exhibe credenciales en forma de un programa sensato y de la promesa de dejar atrás esa especie de Edad Media que identifica con la presidencia de Trump. Promete devolver la luz tras «una época de oscuridad», hacer que prevalezcan la esperanza sobre el miedo, los hechos sobre la ficción y la justicia sobre el privilegio. Sabe que esos son sus puntos fuertes para venderse como opción ante Trump. Biden se siente más cómodo en ese estilo, con un perfil más bajo, en radical contraste con la agotadora teatralidad y la política de tierra quemada del presidente.

Pero aún hay sectores en la izquierda de EEUU que piensan que tener que elegir entre Trump y Biden es, como dice el proverbio persa, saltar con esperanza de una columna que se desmorona a otra que se tambalea. Esos sectores ven a Joe Biden como un liberal corporativista, no olvidan que fue partidario de la guerra de Irak, que está vinculado a Wall Street y al militarismo, que se pudo elegir dos veces una opción mejor: Bernie Sanders, y en las dos el Partido Demócrata hizo de todo para acabar con sus posibilidades. Hay quienes piensan que es la repetición de un mismo combate: Trump contra Hillary Clinton de 2016, Trump contra el aún peor Biden en 2020. Como elegir entre una Coca-Cola y una Pepsi sin opciones a una bebida más saludable. En definitiva, que son dos calamidades made in USA.

Sin embargo, su primera gran decisión ha sido acertada: elegir como vicepresidenta a Kamala Harris, hija de inmigrantes –padre jamaicano y madre tamil– que llegó a ser fiscal y senadora por California, y que sería la primera afroamericana en llegar a la vicepresidencia. ¿Y qué dicen “los nuestros”? Cornel West, Noam Chomsky y Angela Davis piden un voto antifascista contra Trump, y apoyan a Biden. Que EEUU puede hacerlo mejor que con Trump y que debe hacerlo. Votar aunque solo sea para quitar al “malvado Trump” y poner un presidente al que se puede presionar más y mejor y que al menos no insulta ni menosprecia.