Igor FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Y la magia existía

En esto de cambiar la vida personal a mejor, resulta que creíamos que sí. Le llamamos esfuerzo, pero realmente creíamos que era magia. Alguien nos prometió, explícita o implícitamente que si hacíamos esto o aquello nuestra vida tomaría –por fin– un nuevo rumbo, que había algo que no habíamos entendido o estábamos simplemente haciendo mal.

Nos dijeron que, si lo hacíamos bien, el entorno respondería y conseguiríamos lo que pretendíamos. No sin algo de sensación de culpa, seguimos los consejos y nos pusimos las pilas para cambiar. Seguimos los pasos que habíamos descubierto que estaban desalineados; lo que realmente hacía, por ejemplo, que uno no pudiera confiar en nadie, o que tuviera miedo a los cambios, o que en la relación con su pareja, esta no estuviera satisfecha.

Le dimos vueltas al asunto, pensamos en cómo lo hicimos en tal o cual ocasión, y cómo y por qué salió mal. Incluso tomamos el riesgo de poner algo de todo eso en práctica. Entre otras cosas, nos arriesgamos a tomar la iniciativa para expresar aquello que antes no podíamos, preguntar aquello cuya respuesta era difícil de escuchar, o incluso mostrarnos vulnerables en aquello que antes habíamos ocultado con celo. Pensamos en los otros con empatía, en lo que les satisfaría, ayudaría, agradaría o por lo menos tendría un impacto. Salimos a escena con el pecho abierto, pero a escena, y logramos hacer lo que antes no pudimos: fuimos asertivos, positivos, optimistas, determinados, pacientes, valientes. En definitiva, confiamos en que estábamos haciendo lo correcto para que nuestra vida cambiara… Sin embargo, algo no salió según lo previsto, algo no funcionó del todo.

De repente, aún haciendo todo lo que nos habíamos propuesto, nos encontramos con una sensación extraña, como desconocida; algo así como si nos hubiéramos alejado demasiado de quienes llevábamos tiempo siendo. Esta sensación de extrañeza se sumó a que el resultado de nuestras acciones no tuvo el efecto previsto, entre otras cosas, porque no tuvimos en cuenta que esa otra persona era… Pues eso, era otra persona. No se trataba de una máquina que reaccionaría según los planes, ni un animalito al que “adiestraríamos” como necesitábamos. Estas dos vivencias nos hicieron replantearnos las cosas, pensamos que el esfuerzo realizado no había merecido la pena, que si después de sentirnos culpables por hacer las cosas de una manera poco satisfactoria para uno mismo o la gente cercana, cuestionarnos, investigar, cambiar y actuar de forma diferente, no obteníamos los efectos deseados, entonces, cambiar no servía de nada.

Pensamos entonces, como en el mejor de los cuentos, que la magia no existía. Y es que, sin darnos cuenta, nos habíamos contado un cuento, uno en el que habíamos caído bajo el influjo de una especie de modo mágico de pensar, ajustado a los tiempos, eso sí. No se trataba de la magia de los duendes, del Espíritu del Bosque, sino de otro tipo, uno basado en la creencia de que se puede conseguir todo lo que uno se proponga, siempre y cuando sea bienintencionado. Como a niños a los que se les cuentan historias para ganar motivación o aprender valores, nosotros nos habíamos contado un cuento, valioso, con mucho sentido, pero un cuento; para jalear, esta vez, a esa parte de nosotros todavía joven que probaba a ser diferente y que necesitaba creer que el cambio saldría bien para acometerlo.

Y sería maravilloso que los cuentos se hicieran realidad, que tuviéramos la certeza de que, tras hacerlo bien hubiera una recompensa, una que nos merecemos después de tanto esfuerzo. Cuando crecemos un poco más, cuando esa nueva forma de ser que intentamos adoptar se hace más “adulta” quizá nos damos cuenta, no sin cierta decepción, de que ese tipo de magia parece no existir, que lo que nos queda es aplicar el cuento a la realidad… Pero esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.