7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Los árboles y el bosque


Hay quien dice que siempre hablamos de nosotros mismos. Hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, siempre estamos expresando parte de nuestro mundo interno. Incluso cuando hacemos una vehemente referencia a otros, siempre lo hacemos desde lo que estos otros incitan, despiertan o evocan en nosotros mismos.

Sin embargo, es inevitable pensar que lo referente a las relaciones, los sentimientos y los pensamientos sobre un “nosotros” incluye a todas las partes, es decir, lo que yo expreso de mí está íntimamente ligado a lo que hace quien me acompaña con respecto a mí. Y a su vez, hasta cierto punto, mi reacción es cosa mía. La influencia que otros tienen sobre nosotros es posible gracias a la apertura de un canal de intimidad, a la bajada de las defensas que habitualmente tendríamos con extraños, la confianza generada previamente y, en cierto grado, a una especie de “fusión” que sucede cuando dos personas conectan sus subjetividades y dando lugar a “la relación”. Y desde ese medio ambiente creado en el que habitamos conjuntamente, en el que hemos consensuado valores, acoplado necesidades y compartido recursos, también es fácil confundir las emociones que son mías de las que son del otro, y viceversa.

Desde ahí decimos cosas como “me estás poniendo nervioso”, “creo que deberías…”, “me haces decir estas cosas”, frases todas ellas en las que, a pesar de que el sujeto es protagonista absoluto de los nervios, la idea que debería realizarse o las palabras dichas, la enunciación implica que el origen de tales cosas está en la otra persona. Por un momento es como si hubiera dos sujetos en la frase: quien la expresa y quien la motiva; lo cual lleva a menudo a confusión en cuanto a quién debe tomar acción, quién motiva lo que está sucediendo y, en última instancia, quién es el o la responsable.

También desde ese lugar fusional que a veces crean las parejas, las familias o las amistades íntimas, se establece la creencia de que el afecto o el amor, es decir, la propia relación, justifica que los sentimientos de una y otra persona sean cuidados por parte de la otra, al punto de que una de las personas tiene el poder de activar tal o cual reacción en la otra con solo proponérselo. Es como si las frases anteriormente entrecomilladas resultaran inevitables, como si no hubiera otra manera “ya que somos pareja, familia, amigos… Y en las parejas, familias o amigos lo que le pasa a uno también es competencia del otro”.

Esta fusión, que en algunos momentos de la vida es imprescindible –por ejemplo, un bebé necesita que su madre casi sienta como él o ella y actúe cuando este o esta no tiene aún manera de comunicar con palabras lo que necesita; o una mujer que necesita de su pareja tras la pérdida de un ser querido, al no poder pensar claramente para organizar la llegada de familiares–, a menudo en lo cotidiano nos resulta agradable, ya que descargamos cierta responsabilidad sobre nuestra propia vida sobre el otro, lo cual, descansa.

Somos seres gregarios, nos necesitamos mutuamente y sentimos todos cosas muy similares en momentos parecidos, y precisamente por eso podemos ayudarnos unos a otros, pero al mismo tiempo, somos seres individuales con su propia manera de entender el mundo, historia, y asuntos pendientes. De este modo, aunque es agradable que a uno le sostengan, solamente la distancia emocional necesaria para distinguirnos, para separar esa fusión y mantener solamente la asociación, hace posible que las necesidades mutuas se cubran de forma adulta, sin responsabilizar al otro ni crear una dependencia insostenible a futuro. Ese famoso dicho de “los árboles no te dejan ver el bosque”, podría girarse hacia “el bosque no te deja ver los árboles”, esos particulares que somos todos. Aunque nos influimos, lo que yo siento es cosa mía.