Mikel Insausti
Crítico cinematográfico
CINE

«El olvido que seremos»

El clan de los Trueba es una institución cinéfila a la que a menudo se le ha negado el pan y la sal por parte de la crítica en el Estado español, seguramente debido a sus declarados gustos afrancesados, ya que Fernando, David y Jonás han mamado de la teta de la “nouvelle vague”. La ya de por sí tirante relación con la prensa empeoró cuando el mayor de la familia hizo unas declaraciones que cayeron muy mal entre los de siempre al recibir el Premio Nacional español de Cinematografía, afirmando que no se sentía español. Sus palabras fueron malinterpretadas, ya que se refería a sus sentimientos cinéfilos, y no a una concepción patriotera de la vida. Con esta introducción quiero hacer ver que es lógico que Fernando Trueba ruede en el extranjero cada vez que tiene ocasión, y su mejor película me parece que sigue siendo “El sueño del mono loco” (1989), que es de las más internacionales.

Si ha ido a rodar “El olvido que seremos” (2020) en Colombia, seguro que ha tenido mucho que ver con su querencia por la música latina, a la que dedicó el documental “Calle 54” (2000), además de un local de conciertos que llevaba el mismo nombre. Allí se siente como en casa, aunque sus influencias francófonas le han hecho contar de nuevo para la banda sonora con el polaco Zbigniew Preisner, compositor que siguió a Kieslowski en su aventura parisina. Aunque en este caso manda por encima de todo la fidelidad al texto original, que no puede ser más colombiano, ya que se trata de la novela publicada en el año 2006 por Héctor Abad Faciolince, y que Trueba aceptó adaptar porque ya la había leído tiempo atrás, y permanecía intacta en el recuerdo, al ser de esas lecturas que dejan huella.

Tanto el libro como su versión cinematográfica son una carta de amor a la memoria de la figura paterna, en cuanto que Héctor Abad hijo actúa como divulgador de la importancia y calidad humanas de una persona inspiradora donde las haya. La universalidad del mensaje viene dada por el hecho de que Héctor Abad padre era un intelectual desideologizado, un médico y profesor universitario volcado en las causas sociales que, al entrar en política, firmó su sentencia de muerte. La candidatura a la Alcaldía de la convulsa ciudad de Medellín por el Partido Liberal le costó la vida en un atentado llevado a cabo por fuerzas paramilitares un 25 de agosto de 1987.

Como quiera que su historia está narrada desde un punto de vista filial, el guion escrito entre Fernando y su hermano David mantiene en todo momento el equilibrio entre el retrato familiar y el retrato profesional. De esta forma, se da una confluencia entre la vida íntima y la pública, teniendo al didactismo como nexo de unión. La pedagogía era el arma que utilizaba el médico y enseñante tanto con sus pacientes y alumnos como con su propia familia.

Las enseñanzas de Héctor Abad Gómez calan mucho más en la actual coyuntura pandémica, porque la suya fue una lucha por la mejora de la salud pública y la atención médica gratuita a las clases más desfavorecidas. Gran defensor de la vacunación, le tocó hacer campaña para que las vacunas contra la polio terminasen con la mortandad infantil. Pero su principal reivindicación fue la de las condiciones de salubridad, a través de la canalización de agua potable a las casas de los barrios pobres para evitar las infecciones. En su propio hogar insistía a los suyos en el lavado de manos, práctica obligada que tanta vigencia ha recobrado en nuestros días.

Al otro lado del charco solo hay gestos de agradecimiento al esfuerzo interpretativo que ha llevado a cabo el actor riojano Javier Cámara, trabajando a fondo un acento colombiano, al que para colmo le han puesto pegas en esta orilla habitada por gentes que son más papistas que el Papa. Por supuesto que lo importante no es eso, sino la bonhomía que transmite su actuación, y que sirve para conectar en tiempos descreídos con la esencia de la buena praxis deontológica aplicada al ejercicio social de la medicina.